El acto en cuestión

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

EL VALOR DEL ARTIFICIO

“Dicen que la felicidad está en las cosas pequeñas –comenta Miguel–. Por eso, nunca me afano un libro grande”. Una risa escondida entre los labios, un pequeño festejo por parte de los espectadores en el cine. En ese instante de identificación y complicidad, se confirma la expectativa: el gesto funciona; Miguel logra triunfar también por fuera de la pantalla.

Pero, ¿cuál es el secreto de su éxito? Ante esa pregunta sólo hay que rastrear los orígenes del protagonista, una suerte de víctima/victimario. Tras una dura infancia y la muerte de su madre, la familia para la cual ella trabajaba como empleada doméstica lo adopta. Sin embargo, a Miguel Quiroga (Carlos Roffé fallecido en 2005) la vida de la alta sociedad le provoca sentimientos encontrados, una relación de amor/odio hacia el lujo y todo lo que ello representa. En consecuencia y como forma de preservación, no sólo desarrolla su memoria a través de una ávida lectura, sino también un marcado egocentrismo y cierta astucia, que convierte en avivada.

Estos rasgos construyen al protagonista y, al mismo tiempo, moldean su propio contexto. No es casual que la solución a la vida de Miguel –que vive con su novia Azucena (Mirta Busnelli) en un conventillo y mantiene el hábito de robar libros de segunda mano– provenga de un ejemplar llamado Magia y ocultismo con la suerte del hallazgo de un truco para hacer desaparecer objetos que nadie conoce. Pero sí, su viveza le provee de ese secreto que se llama El acto en cuestión. Entonces, aquel hombre egocéntrico y avivado se convierte en el egocéntrico, avivado y famoso ilusionista de San Cristóbal.

Alejandro Agresti refuerza el guiño llamando a la película El acto en cuestión – realizada en 1993 y recién ahora estrenada de forma comercial en Argentina – puesto que el público, dentro y fuera de la pantalla, ansía no sólo experimentar el truco, sino sobre todo descubrir su secreto. Agresti lo sabe y entonces expone a la multitud de personajes – y por qué no también a los espectadores – para ver si alguno es digno de conocer la verdad. Es en esos momentos donde los rasgos antes mencionados conforman el único apoyo del mago, como sostenes e indicadores de confianza.

Agresti realiza un gran trabajo de cámara y montaje. Se pueden observar ángulos contrapicados, imágenes superpuestas, simbologías, referencias a otros directores y toda una poética en el uso del blanco y negro. Por ejemplo, cuando Miguel sale del conventillo y mientras camina hacia el frente, o sea, hacia los espectadores, aparece escrito en el pavimento lo mismo que el narrador comenta o también las constantes comparaciones entre un plano general de los diversos cuartos del conventillo con la casa de muñecas del local de Rogelio (Lorenzo Quinteros), amigo de Miguel y narrador.

Todos estos artificios refuerzan las ya mencionadas características del protagonista quien transita su propio deterioro inmerso en esa relación de amor/odio hacia la fama y el alcance de la misma. Si antes Miguel buscaba pertenecer a aquel status al cual aborrecía, ahora que lo ha conseguido sólo intenta recuperar su anonimato.

De esta manera, El acto en cuestión se torna en algo más que un simple truco: por un lado, se trata de la propia supervivencia y, por otro, de la disposición a ser engañado y creer en ello. Miguel queda atrapado en su propia trampa puesto que, para sobrevivir, se cubre de una serie de mentiras que luego adopta como verdades. Su antigua viveza y egocentrismo flaquean convirtiéndolo en alguien temeroso de ser descubierto en la artimaña. No obstante, tanto el ilusionista como el director aprovechan dichos tormentos para realzar su arte; ambos son lo bastante astutos para hacerse aliados del artificio y ponerlo a su favor. Como bien manifiesta Miguel: “Las cosas no pertenecen al que las enuncia sino al que las lleva a cabo. Ese es el verdadero acto en cuestión”.

Por Brenda Caletti
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