Dolor y gloria

Crítica de Andrés Brandariz - Cinemarama

Es difícil saber si Dolor y Gloria sería una película tan buena sin tomar en cuenta su carácter cuasiautorreferencial. En primer lugar, porque la analogía entre Salvador Mallo (Antonio Banderas emocionante, inolvidable) y el propio Almodóvar es indudablemente buscada: desde lo conceptual, lo narrativo y lo estético, la película alude a todo lo que sabemos del director. En segundo lugar, porque todo lo que conocemos de Almodóvar lo sabemos a través de sus películas y del “personaje” público que ha construido a lo largo de los años: lo que él decide mostrar al mundo de su interioridad. Sobre el regreso a esa ficción que hacemos de nosotros mismos, sobre la experiencia vital como materia prima del arte pero a la vez siempre esquiva, filtrada, amasada de acuerdo a una percepción personal que tiene que ver con el paso del tiempo, se estructura, extrañísima y zigzagueante, Dolor y gloria. Y, a la vez, se trata de una idea que Almodóvar sigue con férrea convicción. La película establece entre la vida y el cine una perpetua simbiosis en constante conflicto: el cine necesita a la vida para nutrirse, pero el cine puede terminar devorándola; cuando el cine se devora a la vida, no queda nada para contar y sobrevienen el dolor y la tristeza.

Es claro que la experiencia de Dolor y gloria no tiene nada que ver con su punto de partida, que solo promete un tópico ya remanido: Salvador Mallo, un director de cine apoltronado en su departamento burgués, desmotivado del cine y aquejado por los muchos dolores físicos que padece, recibe la noticia de que su primera película, Sabor, se proyectará en la cinemateca de Madrid. Tanto él como su actor principal, Alberto Crespo (Asier Exteandia), quedaron en malos términos luego del rodaje de aquella película y no han vuelto a hablarse en treinta años. El ofrecimiento de la cinemateca de que presenten juntos la película precipita el reencuentro y despierta en Salvador el ansia por recuperar el tiempo perdido, que adoptará matices preocupantes en su insistencia por el consumo excesivo de heroína. A sus torpezas a la hora de recuperar el ímpetu juvenil se suman la imágenes propias de la infancia de Salvador, una niñez muy humilde marcada por dos descubrimientos fundamentales: el de su pasión por la literatura de ficción y el deseo sexual por un albañil analfabeto al cual le enseña a leer.

El relato se construye en el fluido ir y venir entre aquel pasado de descubrimiento y el hastío de la vida adulta, que el cineasta descuidó en su camino a consagrarse. Almodóvar consigue revestir las situaciones más predecibles de una gracia y una originalidad provenientes de una mirada a corazón abierto, directa, que exuda honestidad y va al hueso. Almodóvar huye de la pose, de lo solemne, es sentimental de la manera más desvergonzada posible y en eso conmueve más allá del cine. Dolor y gloria es una película llena de diálogos profusos y narraciones orales: más allá de que el giro final brinda una sólida fundamentación de este contar sin mostrar que se apodera de la pantalla en largos pasajes, hay en estos relatos orales un carácter inmersivo, íntimo, vital: un estilo confesional que, en una película que es una apología de la ficción como una manera de procesar la experiencia vital, adquiere una honestidad y una fuerza tremendas.

No son pocas las similitudes con 8 1/2 (la sinopsis sería casi la misma). La principal diferencia radica en el tratamiento del vínculo entre el director y su vocación: un vínculo que está lejos de lo ameno y de cualquier idea asociada a lo curativo. Salvador Mallo es un adicto que, cuando no filma, sufre por la abstinencia. La experiencia con la heroína es una de las reiteradas analogías con la droga que la película propone: el deseo de filmar es desesperado, el no saber qué es fuente permanente de angustia. Sobre el viaje de regreso a esa ficción que hacemos de nosotros mismos trata Dolor y gloria: para reunirse con el cine hay que atravesar un reencuentro con la vida, y el reencuentro con la vida necesita redescubrir el deseo. Sobre ese reencuentro se arremolina Dolor y gloria, como la pintura líquida alrededor de un rectángulo (que luego se revelará como una pantalla) en los hermosísimos crédito de apertura.