Dogman

Crítica de Joaquín Chazarreta - A Sala Llena

Poco más de un año después de su estreno en Cannes —donde se alzó con dos premios actorales: a la mejor interpretación masculina y a la mejor canina—, Dogman finalmente arriba a los cines argentinos. Inspirado en una cruenta historia real, el largometraje más reciente de Matteo Garrone (Gomorra) comienza con su protagonista, el humilde veterinario y peluquero canino interpretado por Marcello Fonte, intentando bañar a un perro bastante agresivo. Dicha escena —que bien podría ser exhibida en las universidades de cine como claro ejemplo del “montaje prohibido” de Bazin— satisfactoriamente anticipa buena parte de la trama del film: poniendo su vida en jaque, un temeroso hombre intenta lidiar con una bestia salvaje y fracasa varias veces hasta que, en algún momento, triunfa por sobre ella.

El cuidadoso trazado, casi matemático, de este arco narrativo es uno de los mayores méritos de Garrone: hay una paulatina acumulación de situaciones y un progresivo incremento de los niveles de tensión que prueban ser muy efectivos y llevados a cabo con rigor. Sin embargo, el desenlace de ese arco (sutilmente anticipado en la escena inicial y explícitamente evidenciado por el mismo devenir del relato) se ve afectado —inevitablemente— por su previsibilidad. Es decir, en la misma medida en que la vida de Marcello se va lentamente desmoronando a causa de su relación con Simone (Edoardo Pesce), el puerto al que su historia arribará se hace cada vez más visible. Pero ese norte tan obvio para nosotros, espectadores, no lo es así para el personaje; lo que desencadena que aquel proceso acumulativo tan bien llevado a cabo se vea, de pronto, diezmado por la previsibilidad de las postergadas resoluciones del protagonista y, en consecuencia, del relato.

Tomemos el caso de El Padrino. La transformación de Michael, su lenta transición de hombre respetable y ajeno a los “asuntos” de su familia a nuevo y despiadado mandamás de los Corleone, funciona a la perfección porque tal previsibilidad nunca se hace presente. Al comienzo del relato su personaje es caracterizado de tal manera, el contraste moral e ideológico respecto de su padre y hermanos es tan notorio, que la sola idea de que Michael eventualmente ocupe el puesto de padrino es tan remota que resulta irrisoria. Por el contrario, en Dogman no notamos tal contraste: sí, sabemos que Marcello es un buen padre, querido por los vecinos y con un enorme amor por los perros. Pero nada de esto prueba ser impedimento suficiente para evitar que, en algún momento, Marcello decida equilibrar la balanza y reclamar, violencia mediante, lo que es suyo (dinero según él, dignidad y respeto según su rostro).

Por otra parte, Marcello también vende cocaína y está a la merced (contra su voluntad, pero a la merced al fin) de uno de sus clientes: el hombre más odiado e inestable de todo el suburbio. La elección de caracterizar a Simone de esta manera es sumamente curiosa ya que, lejos de complejizar el dilema del protagonista, pareciera —en cambio— facilitarlo. Imaginémonos, por ejemplo, qué pasaría si Simone fuera un personaje entrañable, que lamenta su accionar pero que, pese a ello, no puede evitar comportarse de la manera que lo hace o, mejor aún, si tuviese algún tipo de vínculo afectivo con el protagonista. De este modo, el conflicto interno de Marcello se vería enriquecido, su descenso a los infiernos potenciado y su resolución final, además de no sentirse dilatada, se tornaría mucho más desgarradora.

Dicho en otras palabras, mientras que Michael Corleone debió prácticamente suicidar a su propio ser para poder tomar las riendas de la mafia y vengar a su padre, Marcello, en cambio, simplemente debió vencer el miedo que le tenía a un hombre malo y mucho más fuerte que él. Probablemente, al reducirla de esta manera y compararla con la obra maestra de Coppola, no esté siendo muy justo con la película de Garrone, pero —en mi defensa— ella tampoco lo fue consigo misma; mucho menos con la impecable interpretación de Fonte.