Dogman

Crítica de Héctor Santiago - Revista Cultural Siete Artes

En primer plano un perro feroz ladrando, la cabeza atada a una cadena y su mandíbula al descubierto amenaza atacar a un hombre que intenta lavarlo. En otro, un hombre violento patea sin cesar las paredes de la jaula donde está encerrado.

Con planos generales y repetidos paneos, Garrone desnuda un barrio marginal de alguna ciudad italiana. Calles deterioradas, un baldío que quizás alguna vez fue playa, ahora reciclado en medio parque medio lodazal, parece dividir en dos un feo arrabal en donde se ubica Dogman, la peluquería de perros que con afán y ternura atiende Marcello, un hombre pequeño, temeroso e ingenuo. Al lado, un cartel anuncia un negocio de compra y venta de oro que regentea Franco, amigo del peluquero de perros.

Al mediodía, a un costado de la explanada, un grupo de amigos almuerza al aire libre y prepara el partido de fútbol que jugaran en la noche. En lo que parece un ritual diario, Alida cruza el baldío, tapa los ojos de Marcelo y luego se abandona a las expresiones cariñosas de su padre.

Simoncino, un ex boxeador gigante visita periódicamente a su amigo Marcello. Compinches por momentos, complementarios en otros, estableciendo relaciones de subordinación o de dominio de uno sobre otro, tejen la historia y protagonizan un drama con urdimbre social.

Marcello se arriesga cuando escala peligrosamente una casa para salvar una perrita a punto de congelarse en una heladera. Planea amorosamente las vacaciones que comparte con su hija. No vacila ante los peligros con tal de auxiliar a un amigo. Acaricia, regaña y a veces acuna a los perros que atiende. Ellos son sus compañeros y al mismo tiempo testigos de los sucesos que acontecen en el local. La película está filmada en color, con tonos apagados y abundantes claroscuros. Más de una vez, con planos generales y abiertos la cámara sorprende al peluquero viendo a la gente y a los perros que pasean por el baldío que colinda con su comercio. A lo largo de la película, el director se afana en seguir las idas y venidas de Marcello, retratando una y otra vez a ese hombre de expresión cándida y algo tímido que parece gozar plenamente de su paternidad, de los amigos, su oficio y, en general, de la rutina diaria que transcurre en esa barriada ruinosa donde trabaja y vive.

‘Dogman’ en una película que deja constancia de un trabajo fotográfico de una gran calidad. Una cámara en movimiento registra los diálogos que se sostienen en el local comercial y en distintos lugares. Evitando el uso convencional del plano y contraplano, Garrone mueve la cámara, rodea a los interlocutores, se acerca y aleja en función de lo que se conversa y de ese modo nos acerca a los intercambios y las acciones que se producen en esos momentos, convirtiéndonos de algún modo en testigos in situ . La cámara recorre el arrabal, da cuenta del comportamiento de los animales o con la minuciosidad de primeros planos da cuenta de la emotividad y en general de los cambios del estado de ánimo de Marcello.

Dogman es también una obra donde el desafío constante de alcanzar una progresión dramática satisfactoria se supera con creces. Lo que en un inicio eran pinceladas testimoniales que fisuraban el retrato de una pequeña comunidad que vive con cierta armonía, se transforman en trazos gruesos que se multiplican, aceleran los acontecimientos y desencadenan rupturas decisivas en el pequeño tejido social.

Marcello transita toda la película. Garrone lo incluye en cada una de la escenas que componen el relato. Los numerosos primeros planos de su rostro dan cuenta de las diferentes facetas de su personalidad pero además contribuyen de manera decisiva en el avance dramático. Los sucesos que aceleran y soportan el drama tienen su correlato en la gestualidad y las acciones de Marcello.

El director recurre a una aparente repetición de escenas. Así, lo que en un principio lo embarga de alegría y placer al compartir con su hija una excursión del fondo marino, bajo nuevas circunstancias de su microcosmos, un recorrido muy similar con Alina se traduce en preocupación y angustia en su rostro.

Su participación temprana en un partido de fútbol es atenta y entusiasta. Su rostro manifiesta la alegría de participar en la velada futbolera con sus amigos. Por el contrario, cuando los conflictos se han desatado, Marcello vuelve al campo de juego, pero ahora sin el ímpetu de su intervención anterior, suscitando así el reclamo de sus amigos pidiéndole más intervención. Su su actitud y su semblante denuncian a un hombre desconcentrado, dominado por algo distinto al propio partido.

En la madrugada, Marcello que parece alucinar, grita a sus amigos que juegan al fútbol:

“Chicos…eh…Francesco, Vitorio

Soy yo Marcello ¿me escuchan, soy Marcello?

Vengan a ver lo que he hecho (…)

Esperen, yo lo soluciono … ”