Depredadores

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La noche de los cazadores.

No sé si existirá una moral de la caza, pero de haberla, seguro que no se parece a la que usamos para dirigir nuestra vida de todos los días. Entre los muchos méritos de Apocalipto está el ser una verdadera película de época donde los personajes se rigen únicamente por los códigos de la conquista y la supervivencia, sin atender a condenas o premios éticos. Junto a El malvado Zaroff, Apocalipto es una de las pocas películas que parecieran atreverse a delinear una suerte de ética de la cacería: escapar, perseguir, esconderse, poner trampas, matar, batirse a duelo, sobrevivir; esos serían algunos de los puntos contemplados en esa posible ética del cazador y la presa, en la que nunca hay espacio para categorías como el bien y el mal. Dentro de las selvas en las que transcurren las dos películas, esos valores civilizados no son más que residuos lejanos, ecos apenas de otra vida, de otro mundo.

Depredadores, al igual que Depredador de John McTiernan, también transcurre en la selva, aunque esta vez se trate de una extraterrestre. Acaso para demarcar su área de interés, la película empieza rápidamente cruzando a varios personajes desconocidos en un planeta extraño y hostil en el que los visitantes son perseguidos por los depredadores del título, siempre sin dar explicaciones de por qué están allí ni de cómo fueron elegidos. De esa decisión depende en gran medida el clima que caracteriza a toda la película: el relato se juega en un puro presente donde lo único que cuenta es adaptarse, sobrevivir, y el pasado de los protagonistas (que se devela siempre a través de diálogos y nunca de flashbacks) no se utiliza para explicar la situación en la que están inmersos sino para imprimirle mayor espesor a los intercambios que se producen entre ellos. Así, al hacer de los recuerdos un marco de referencia y nunca un verdadero centro dramático, el director Nimród Antal rehuye de la psicología e instala a su película en el terreno saludable de la acción: buenos, malos, reprochables o modelos, los personajes se miden por sus actos y no por su pasado.

El conflicto principal de Depredadores empieza a asomar en las discusiones entre la soldado Isabelle y el mercenario Royce, cuando ella oponga su moral a la de él; es que para Royce lo que cuenta es solamente la supervivencia, y en especial la suya. Esta discusión hasta cierto punto es pertinente: sería injusto pedirle a una película que transcurre en la actualidad (aunque sea en otro planeta) que haga caso omiso de un posible debate ético como lo hacía Apocalipto, que a diferencia de Depredadores hablaba de una época y un pueblo ubicados por fuera de los límites de la civilización occidental. El problema es que ese debate se va convirtiendo en el eje de la película hasta trazar una línea que coloca a los personajes de un lado o del otro: buenos o malos, solidarios o egoístas, humanos o “monstruos” (como se autodefinen algunos de ellos en más de una ocasión). El relato opera una polarización torpe que no deja espacio para los lugares intermedios. En este afán clasificatorio (los protagonistas tienen que ser una cosa u otra, sí o sí) incluso hay un personaje que, hasta el momento dueño de ciertas dosis de ambigüedad, cerca del final se revela como un asesino sanguinario quizás peor que varios de sus compañeros (de esta forma el guión lo tilda rápidamente de malo/monstruo y acaba con los posibles matices que exhibiera hasta el momento). En esa divisoria tosca se pierde irremediablemente cualquier intento de formular una moral de la cacería; la película somete a sus personajes a un examen ético grosero y de un maniqueísmo infantil que está lejos de alcanzar los picos de la madurez ideológica de Apocalipto, donde Mel Gibson se preocupaba por (re)construir un mundo y no por aplicarle una sanción moral a sus criaturas.

Más allá de ese problema (que acaba derribando el clima que se había construido con inteligencia durante la primera parte) la película se anota un punto importante cuando explora el planeta de los depredadores o nos cuenta algo de ellos, por ejemplo, que existen dos subespecies que están en pie de guerra. Las plantas mortíferas, los animales veloces y peligrosos, y algunos lugares como el campamento, agregan información sobre la raza de cazadores extraterrestres y éstos ganan en robustez narrativa: si en la primera Depredador nos intrigaba el misterio con que estaba delineado el personaje y en la segunda conocíamos algo de su tecnología, de su pasado en la Tierra y hasta algunos de sus códigos (por ejemplo, el respeto por el duelo), en la tercera lo que vale es la exploración de su ambiente vital, de esa selva mortal e infestada de criaturas terribles que acaba por decir tanto o más de ellos que todas las películas anteriores.

Si no fuera por esa rendición a una tipificación moral tan simplona y aburrida, Depredadores podría haber sido uno de los mejores estrenos del año. Después de todo, la película de Antal tenía algunos muy buenos personajes, actuaciones más que sólidas (Brodie, fuera de su registro habitual, como mercenario recio y solitario, cumple con creces), una historia bien contada que se sostiene sobre los protagonistas y sus acciones y no sobre diálogos ni traumas del pasado, un escenario impecable, y varias escenas de combate con la que probablemente sea una de las mejores creaciones del cine de terror moderno: los depredadores.