De dioses y hombres

Crítica de Sebastián Nuñez - Leer Cine

EMBRIAGADOS DE AMOR

Esta película de origen francés, que retoma hechos reales, evita caer en el mero ejercicio periodístico o sensacionalista, y se presenta como una obra profunda y con suficientes méritos estéticos que hacen que sea capaz de sostenerse por sí misma más allá de la importancia de los sucesos que le dieron origen.

Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

El 26 marzo de 1996 siete monjes franceses pertenecientes a la orden cisterciense fueron secuestrados por un grupo guerrillero islamita en las montañas de Atlas, Argelia, durante un período particularmente violento de ese siempre convulsionado país. Luego de negociaciones frustradas (o boicoteadas, aún no está claro) entre el grupo armado, los servicios secretos y los gobiernos de Francia y Argelia, las cabezas de los monjes (habían sido decapitados) fueron encontradas por el ejército argelino. De dioses y hombres es un más que logrado film que narra esos acontecimientos con calma y convicción, superando la barrera del facilismo de los golpes bajos, el amarillismo y la demagogia. Es un film preciso, y en más de un momento precioso, cuyo centro es el heroísmo (o santidad) de un grupo de hombres entregados a la fidelidad, la amistad y la caridad por medio de la fe mientras son acorralados por un clima adverso y violento.

Los primeros minutos de la película se prestan a resaltar las tareas diarias en el monasterio y la relación que los monjes mantienen con la comunidad islámica en la que viven. Vemos no sólo la asistencia médica, caritativa y espiritual que le brindan a los habitantes, sino también que participan de su cultura, como ese momento en el que los monjes asisten a la ceremonia de circuncisión de un niño, a la que son invitados con felicidad, y de la que son partícipes con el mismo sentimiento. Durante ese ritual, además, contemplamos algo fundamental, clave, en las intenciones del film: el tiempo que le dedica a los cantos sagrados del imán. De la misma manera iremos asistiendo a lo largo del relato a muchos momentos en los que la cámara se detiene a contemplar los cantos, rezos y ceremonias de los monjes. Estas situaciones están esparcidas entre los diferentes avatares de los acontecimientos dramáticos, como pausas en el curso de la historia, en las que los monjes se entregan a la trascendencia, donde participan de la realidad total, sagrada, que es –iremos entendiendo con el correr de las acciones- justamente lo que les permite soportar los padecimientos terrenales y a partir de lo cual todo cobra un sentido último. Pocas veces en la historia del cine se le ha dedicado tanto tiempo a esas prácticas espirituales, y es un gran mérito que estén tan bien logrados y sobre todo tan bien ensamblados en el relato.

Pero no son solo esos los momentos destacados del films, sino que hay muchos, y entre ellos hay dos que se destacan particularmente, tanto por su belleza como por su contenido simbólico, que es lo que a fin de cuenta más importa, ya que allí es donde reside el valor de toda obra de arte.

El primero es uno que tiene como protagonista exclusivo a Christian (Lambert Wilson) y transcurre inmediatamente después de la segunda de las reuniones que los monjes mantienen con la intención de resolver qué hacer frente a la situación que se les presenta. Algunos proponen quedarse junto a la comunidad, otros en cambio plantean la posibilidad de volver a Francia. Christian, en su rol de prior, dice que aún no es tiempo de decidir. A continuación lo vemos caminar en medio de un rebaño (detalle significativo, por cierto), por un terreno empinado. Luego lo hace por una pradera, hasta que finalmente lo vemos llegar a lo que parece ser un río, o una laguna tal vez. Sobre la orilla hay una serie de rocas, y en una de ellas se sienta. Cuando lo hace, la composición del plano y la iluminación hacen que su figura se convierta en una roca más, o sea que su figura se funda con el todo del paisaje. Y luego de un corte pasamos a unas panorámicas de las montañas que se combinan con unos reflexivos primeros planos del protagonista. Todo esto tiene un innegable aire de western. La inmensidad del paisaje y la soledad y los dilemas existenciales del héroe nos hacen pensar en ese género cinematográfico fundamental, y dentro de él en el nombre propio de John Ford. Un pasaje del libro El tiempo del héroe, de Núria Bou & Xavier Pérez, en el que los autores se dedican a analizar La diligencia nos puede ayudar a clarificar un poco más lo que queremos decir sobre el fragmento particular del film de Beauvois y su aire de western. Escriben Bou y Pérez: “La irrupción del paisaje gigante y primitivo no deja de contribuir a la concepción contemplativa que el western de John Ford adopta como clave estilística. Porque la magnitud de un paisaje empequeñece de esta forma al ser humano está en las antípodas del cine de acción, un cine en que la figura humana en movimiento siempre resultaba privilegiada en relación al decorado. Monument Valley tiene, en La Diligencia y el resto de los westerns de Ford, algo de sagrado y de inmutable, una concepción orográfica del sentimiento que conecta con una intangible sed de religiosidad”. Y más adelante agregan: “La relación entre los héroes y el cosmos no genera ningún totalitarismo de la acción antitética: el héroe y el espacio se indiferencian, devienen una sola cosa, viven inmutables en el tiempo, en una concepción existencial próxima al individualismo del budismo zen”. Tranquilamente podríamos definir la situación de Christian con casi las mismas palabras, sólo que por la propia historia y las intenciones del film del que forma parte tenemos que agregar algo más. Porque toda esa sed de religiosidad y esa unión con el cosmos que está latente en los films fordianos se vuelve concreta en una película como De dioses y hombres , cuya raíz cristiana la lleva a poner al héroe un poco más allá. Christian había decidido retirarse a pensar para decidir qué hacer frente a la particular y extrema situación que le toca vivir tanto a él como a sus compañeros. Y lo hace –como tan bellamente nos lo muestra la cámara de Beauvois- perdiéndose en la totalidad de cosmos, religando con la creación, y siguiendo, podríamos decir, aquellas palabras de San Bernardo: «Se aprenden muchas más cosas en los bosques que en los libros; los árboles y las rocas os enseñarán cosas que no podríais oír en otro sitio». Ese aprender, es ni más ni menos, llenarse de Dios. Y una vez lleno, Christian regresa al monasterio y escribe una carta que intuimos importante, pero cuyo contenido recién conoceremos mucho más adelante, cuando su voz en off le ponga esperanza al terrible final. Ese escrito hace explícita la decisión que Christian tomó en su particular retiro, cuando optó, como le dice luego a un dubitativo compañero, “quedarse en el amor” (en las buenas películas todas las escenas dialogan entre sí). Aquí vale aclarar que “amor” es tomado en sentido cristiano, y no simplemente a modo romántico.

El otro momento destacado, y que es en sí el climax del film, llega en la última cena (nada menos) que los monjes comparten antes de sufrir el ataque de los terroristas. Mientras el resto espera sentado, Luc (un Michael Londsale al que todo elogio le es injusto) acerca a la mesa dos botellas de vino y decide poner música: El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Ya todos parecen intuir el final, por eso, sin decirse nada, se entregan a disfrutar de los últimos instantes de amistad, y por ello se incluye la presencia del vino, que como un sabio escribió no hace mucho “representa la fiesta; permite al hombre sentir la magnificencia de la creación”. Estos hombres que hemos visto vivir día a día en el servicio, la oración y la austeridad, parecen por primera vez permitirse un festejo no opulento pero sí placentero, que no otra cosa son ese vino y esa música no sacra. Y lo hacen en el momento de la despedida. Pero lo extraordinario de la escena no radica sólo en las sensaciones encontradas que transmite (la felicidad en la celebración de la amistad y la tristeza de saber que es también un adiós) sino sobre todo en su trasfondo simbólico. Recordemos que hacia el desenlace de El lago de los cisnes, Sigfrido y Odette deciden sacrificar sus vidas para vencer a Rothbart, que es, ni más ni menos, que la representación del mal. Y que además de conseguir así la eternidad juntos, consiguen también liberar al resto de los cisnes. Los monjes, consagrados juntos al mayor de los amores, embriagados de él, se entregan al sacrificio, al martirio, ganándose seguramente la eternidad, y con la esperanza de que por medio de ese gesto su comunidad (el resto de los cisnes) pueda permanecer a salvo. Volvemos así al tema de la significación del amor. Si en el ballet citado hay una visión romántica, aquí, en este momento concreto de la última cena, su sentido se resignifica por medio de una óptica cristiana. Cabe aquí recordar que hacia el comienzo de la película, justamente Luc le explicaba a una joven qué era el amor y cómo él se había enamorado muchas veces hasta que una vez encontró un amor definitivo (una vez más: en este film las relaciones entre las distintas escenas es constante).

Podríamos resaltar unos cuantos momentos más. Y en todos ellos destacaríamos el mismo mérito: la capacidad del director de dotar a sus imágenes de dramatismo y significado sin caer en la obviedad ni la alegoría, y sobre todo sin caer en didactismos o catecismos de segunda. Xavier Beauvois ha logrado una de las mejores películas explícitamente católicas que se hayan hecho. Pudo rendirles un merecido homenaje a los monjes reales, y también supo imprimir en la eternidad del arte una obra capaz de sostenerse por sus propios méritos estéticos y espirituales.