Colossal

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

Con una intrigante premisa y buenas actuaciones de Anne Hathaway y Jason Sudeikis, la película norteamericana del director español es demasiado literal para funcionar del todo bien. Pero pese a eso tiene varios momentos valiosos y divertidos.

Se sabe -o, al menos, es un mito popular- que los argentinos somos las personas más psicoanalizadas del mundo, o los que mayor proporción de psicoanalistas por habitante tienen. Es dable pensar que una de las consecuencias de esa costumbre es la falta de una gran tradición de cine fantástico nacional. Si algo tiene el cine fantástico es la posibilidad de trabajar ese tipo de miedos, traumas y problemas de una manera en la que la imaginación y la aventura sean los motores de cambios y superadores de traumas. El cine de género se sostiene mucho en ese precepto: la aventura es la que transforma al personaje. Acá, bueno, acá hablamos con algún sujeto hasta que, quizás, algo se resuelve. O no.

Voy a arriesgar una teoría inversa: un país menos psicoanalizado genera un mejor cine de aventuras, de acción, de género fantástico. O debería hacerlo. Esas cosas que no pueden expresarse en palabras, esas metáforas que no tienen correspondencias lineales, se vuelven acción, movimiento, trampa, problema, solución. No se habla del trauma infantil: se mata al dragón. Y listo.

Es por eso que me sorprende el fracaso relativo de COLOSSAL, de Nacho Vigalondo. Menos habituados a expresar en palabras sus traumas y temores, los directores españoles han hecho gala, históricamente, de un gran cine de género, en el que lidian con eso que no se dice pero que nos impide superar determinados momentos o situaciones en nuestras vidas. Espero que no sea por la cantidad de argentinos que viven aquí -o porque los directores se psicoanalizan-, pero lo cierto es que la metáfora ha sido reemplazada por la literalidad, la aventura por la conversación y la imaginación por la sesión terapéutica.

El problema de la mujer adulta y alcohólica de la película de Vigalondo es que tiene manifestaciones “monstruosas”, pero apenas se expresan en la acción. Es tan literal la metáfora que el monstruo replica los movimientos de los protagonistas. Y todas las metáforas visuales intrigantes y potencialmente poderosas del filme quedan reducidas a su explicación freudiana más banal y predecible.

La trama se centra en una mujer alcohólica (Anne Hathaway) que descubre que su consumo de bebidas se ve reflejado, mágicamente, en un monstruo estilo kaiju que azota las calles de Seúl. Cuando ella levanta el pie en su pueblo al que vuelve a reencontrarse con sí misma luego de un fracaso sentimental, la criatura pisa gente y edificios del otro lado del mundo. Y cuando su amigo de la infancia, potencial interés romántico que luego se convierte porque sí en un villano repulsivo (Jason Sudeikis), se pelea con ella, en Seúl aparece un robot que hace lo mismo. Sus peleas y conflictos personales se vuelven literales peleas y conflictos entre dos gigantes de película de criaturas asiática.

Esto, que en los papeles puede tener cierta gracia, se vuelve obvio y reiterativo en el filme. Hay algunos buenos momentos, situaciones simpáticas y un final con cierta originalidad, pero la película está aprisionada por su metáfora. El trauma infantil que lleva a Gloria, la protagonista, al alcoholismo, supuestamente ligado a su relación con Oscar, es de un reduccionismo tan desesperante como finalmente banal.

Sí, los monstruos, las criaturas y las pesadillas cumplen -o pueden cumplir- esa terapéutica función, pero la experiencia cinematográfica es la que debe ser priorizada en el cine fantástico, la que debería llevar a esos miedos y traumas (el alcohol, el accidente violento de la infancia, la ausencia paterna, la enfermedad materna) a resolverse mediante la acción: matar a la ballena, enfrentar a la bestia, atravesar el bosque oscuro. Si lo que el lobo va a hacer con Caperucita es sentarse a hablar, no necesitamos ni lobos ni Caperucitas. Y las películas serían mucho más económicas y realistas.

Así, no son ni una cosa ni la otra. Son dramas –sobre una mujer que no encuentra su camino en la vida, en este caso– que no se atreven a asumirse como tales y se disfrazan de otra cosa para vender más tickets. Pero lo hacen sin convicción y sin ánimo real de fantasía. Tal vez, ¿quién sabe?, ya haya demasiados argentinos por allí y les arruinamos la imaginación y las pesadillas a los españoles tirándoles por la cabeza nuestras Obras Completas de Freud.