Coco

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Vida y música del lado de los muertos.

El film se sumerge en una centenaria tradición mexicana, aunque con cierta sobrecarga argumental y visual.

Ganador del Globo de Oro al Mejor Largometraje Animado y seguro nominado al Oscar en el mismo rubro, el nuevo tanque de Disney-Pixar tiene tanto gancho que fue despedido con aplausos en una de las funciones de prensa que se hicieron en Buenos Aires. Se podría proyectar que de esos aplausos a los dos millones de espectadores, Coco no va a parar. Al fin y al cabo, cuenta con todos los componentes que convierten en éxito a un film infantil, lleve o no la marca Pixar en el orillo. La película es codirigida por el novato Adrian Molina y Lee Unkrich –que había correalizado Toy Story 2, Monsters Inc y Buscando a Nemo, y Toy Story 3 en solitario–, y narra la misma fábula que La bella y la bestia, Moana, Brave y Happy Feet, entre otras. La de la desobediencia de un niño, niña, adolescente o cría al mandato familiar o de la especie, su posterior aventura en solitario, su consagración como héroe y la reconciliación final con los suyos, que lo aceptan ahora tal como es y hasta tal vez pueden llegar a tirar al tacho las tradiciones para abrazar la novedad que el héroe trae consigo.

Así como Mulan se sumergía en la cultura milenaria de la China, ahora la fusión de los estudios Pixar-Disney hace lo propio con un México de tiempo indeterminado, a medio camino entre el folklore y el cliché de consumo internacional. En la primera, deslumbrante secuencia, el protagonista, un niño de 12 años llamado Miguel narra en off la historia de su familia de mujeres bravas, puesta en imágenes por la animación de unos hilados ornamentales, cada uno de los cuales representa una escena de la historia de los Rivera. En ese núcleo hay un momento traumático: ése en el que el tatarabuelo de Miguel deja a su esposa e hijos para probar fortuna como músico en la ciudad, para ya no volver. A partir de entonces, la música queda prohibida en casa de los Rivera, quienes gracias al esfuerzo de la mujer abandonada por sostener a los suyos se dedicarán de allí en más a la confección de zapatos. Miguel tiene un problema: le encanta cantar y además encontró escondida en el desván una hermosa guitarra, con la que no puede dejar de acompañarse.

Un poco como Alicia o la Dorothy Gale de El mago de Oz, en una fecha clave para la cultura tradicional mexicana como es el Día de los Muertos, Miguel atravesará en este caso un puente, pasando del otro lado, a la tierra de los muertos. Un lugar que, como la ciudad de Monsters Inc, bulle de animación. Allí están sus mayores y también su ídolo, el cantante de rancheras y boleros Ernesto de la Cruz, que supo protagonizar decenas de películas en blanco y negro, y tiene monumentos en su homenaje. De todos ellos, lo que vive de aquel lado son, claro, los esqueletos. Así como también los de Frida Kahlo, Diego Rivera, Cantinflas y otros mexicanos de fama internacional. Como Tintín, a Miguel lo acompaña un perro, callejero y de lengua bamboleante, al que él nombró Dante, como el caballo del ídolo. A partir de determinado momento, se le sumará un vagabundo llamado Héctor, aparente vivillo que esconde sin embargo un secreto que hará dar un giro copernicano a la película entera.

De modo semejante a El mago de Oz, el “otro lado” tiene un brillo y color del que el mundo real carece. La paradoja es que en este caso ese mundo que brilla y refulge es la tierra de los muertos. Pensando tal vez en compensar la oscuridad producida por los anteojos 3-D, esa necrópolis viviente brilla mil veces más que el Barrio Chino en Año Nuevo, con tantas luces como en un aviso de lamparitas y predominancia de rojos en la paleta cromática. Sumado a una marcada tendencia al gigantismo (el impresionante estadio donde va a presentarse De la Cruz, especialmente, donde tiene lugar la escena culminante), todo esto tiende a hacer de Coco una película visualmente abrumadora. En el plano argumental, que contiene buena cantidad de subtramas y vueltas de tuerca, la sobrecarga no es menor, de modo que en medio de ese permanente exceso el espectador puede llegar a agradecer algún detalle sensible en medio del plano. La notable expresividad del perro Dante, por ejemplo, o la sensibilidad enterrada de la bisabuela Coco, dueña de un rostro cuyo detalle lleno de arrugas puede recordar a algunos del japonés Hayao Miyazaki, ídolo de quienes trabajan en Pixar. Si al crítico lo corrieran un poco, podría decir que ellos dos son, junto con Héctor, los mejores personajes de Coco. Que al fin y al cabo, y con un detalle muy delicado, se llama Coco, y no Miguel.