Brightburn: hijo de la oscuridad

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

¿Qué pasaría si aquel dotado de superpoderes es incapaz de distinguir el bien del mal? Sin embargo, esa clave moral de la tradición heroica se plantea aquí con no más ingenio que el que define esa pregunta inicial. La llegada de un objeto volador no identificado a una granja en Kansas tiene como resultado un nuevo integrante para la familia Breyer: el joven prodigio Brandon, quien al llegar a la pubertad descubre que los límites de su poder son inimaginables.

La película desaprovecha la construcción de un villano en un entorno cotidiano, clave de todas las historias de niños malignos que a nadie asustan más que a sus amorosas madres. Aquí, el despertar de la oscura fuerza que habita en Brandon se escalona en ataques caprichosos, pensados para sobresaltar al espectador antes que para instalar un verdadero estado de horror. Cada quiebre de los límites humanos que el joven Brandon descubre, desde la emergencia del deseo hasta la frustración que conlleva no conseguir lo que quiere, no abre la duda o el éxtasis para el personaje, sino que confirma el ejercicio de una mecánica narrativa que reduce la maldad a un estado impuesto. Hay, sin embargo, una escena en la que la película rompe esa lógica de pensar el terror como algo externo, y es cuando los tíos le regalan a Brandon un rifle para su cumpleaños. La expresión del chico frente al arma y el golpe seco sobre la mesa causan más escalofríos que todos los poderes que vienen de afuera.