Boni Bonita

Crítica de Carla Leonardi - A Sala Llena

Una relación tormentosa y el paso del tiempo:

La voz en off de un hombre habla de recuerdos de juventud, de la osadía de atravesar en soledad San Pablo para ir a ver a su banda favorita y en el concierto encontrarse en familia. La banda toca en fuera de campo y vemos el rostro de una joven que se menea al compás de la música y mira embelesada hacia el escenario. Es otoño de 2007, momento del encuentro entre Beatriz (Ailin Salas), una joven de 16 años y Rogerio (Caco Ciocler), el líder de la banda. Así comienza Boni Bonita (2018), primer largometraje de ficción del director brasileño Daniel Barosa, que es una coproducción argentino brasileña y se encuentra filmado en calidad 16 mm viejo y digital, dando cuenta de la textura del paso del tiempo en este incipiente vínculo, a la vez que lo sitúa como un pasado nostálgico.

La historia de amor y desamor entre Beatriz y Rogerio se va contando a lo largo de cuatro capítulos en un arco temporal que va desde el año 2007 hasta el 2016. Poco a poco, Barosa va brindando elementos para situar a sus personajes, conservando un tono intimista, sensible y teatral, pero sin caer en el patetismo melodramático. El primer acto acontece el día posterior al encuentro en el concierto, en la imponente casa de descanso en la zona de la Represa Jurumirim, en las afueras de San Pablo. La casa es propiedad del abuelo de Rogerio, que es una leyenda de la música brasileña de fines de los años 70 y los 80. Rogerio, que lleva el mismo nombre que su abuelo, está llegando a sus 40. Le va relativamente bien musicalmente, pero no logra la fama ni el reconocimiento pleno. Rogerio tiene que luchar con el peso del fantasma legendario de su abuelo, intentando encontrar su propia voz y su propio lugar en la escena musical. Beatriz está en el comienzo de su vida, es una adolescente que, luego de la muerte de su madre, se ha mudado a Brasil junto a su padre, de quien a través de su carácter díscolo y sus escenas, espera recibir atención y afecto; pero obtiene el efecto contrario haciéndose echar. Para Beatriz, a falta de un lugar en el deseo paterno, Rogerio aparecerá como un hombre en el cual intentar encontrar un lugar mediante el amor. Ambos protagonistas son entonces almas solitarias y en pena, que buscan su lugar en el mundo.

En el paseo en barco por el rio Beatriz le hará un pregunta a Rogerio: ¿Que preferís? ¿Ser un músico famoso y morir joven, o llegar a viejo pero no ser reconocido? Rogerio elige la primera alternativa, pero en ambas opciones, se cifra una relación con la pérdida, con un goce limitado, propio del goce fálico. Beatriz hablará de una aguaviva que puede autogenerarse a partir de un fragmento propio y ser así inmortal. Aquí ya caracteriza el director la relación de la mujer con un goce ilimitado y con el sin límites de la demanda de amor. La diferente relación en el modo de goce de uno y otro, cifra ya aquí el desencuentro en el encuentro mismo.

Esta diferencia en el modo de goce de cada uno está también muy bien trabajada por el director a través del uso de la cámara. A Rogerio la cámara lo toma en planos encuadrados y estables, marcando su relación con el límite, con la sensatez de la razón; mientras que a Beatriz la seguirá en su deambular, marcando su nerviosismo, su inestabilidad y su intrepidez. La minoridad de edad de Beatriz, marca a este vínculo en tanto prohibido; pero Beatriz, mediante su seducción, empujará a Rogerio a transgredir el límite. La dificultad de Beatriz para tolerar la separación, el corte, el punto de fin; su imperiosa necesidad de ser alojada en el amor, la llevan a forzar hacia una permanencia un vinculo que estaba destinado a lo efímero de un encuentro sexual. Beatriz, insiste una y otra vez por tener un lugar en Rogerio, con diversas estrategias: seducción, escenas de celos. Pero Rogerio nunca expresa una palabra de amor, aunque haya un afecto construido por el mismo vínculo y el transcurso del tiempo. Cada vez que Beatriz experimente de parte de Rogerio no tener un lugar en el amor se ve tomada por una angustia desbordante e intenta producirlo en lo real marcándose el cuerpo con cigarrillos u objetos filosos.

El paso del tiempo y las estaciones del año irán marcando el devenir de la relación de Beatriz y Rogerio. Verano del 2009, será el momento de esplendor signado por la estadía estival de Beatriz en la casa, la espera de Rogerio de un llamado de la MTV y las furiosas y encendidas escenas de Beatriz hacia él buscando su atención, cifradas en su malla enteriza de color rojo. La introversión de Rogerio, siempre en interiores componiendo, preocupado, ensimismado y reservado, contrastará con Beatriz, siempre rodeada del paisaje natural, locuaz, indómita y descontrolada en ciertos momentos. La parquedad de Rogerio y la búsqueda de palabras de amor por parte de Beatriz. Desencuentros y reconciliaciones. Invierno del 2013 marca el declive para Rogerio con la muerte de su abuelo y el abismo infranqueable entre ambos. Los protagonistas evolucionan de manera dispar, el tiempo los marca de manera diferente. Mientras que Rogerio se hunde en la decadencia y la soledad, el paso de los años significará la maduración y la emancipación de Beatriz. Este cambio está insinuado en la permutación de las marcas lastimosas en el cuerpo de Beatriz por los tatuajes que adornan su piel y en que su voz de alto se erige como límite para él. La diferencia etaria cifra así una diferencia más profunda, el malentendido entre los sexos que no puede ser salvado, porque a pesar de un gran afecto, no hay amor que supla esa distancia estructural.

Manteniendo un tono intimista y sutil y mediante una lograda performance de la pareja protagónica (donde destaca especialmente Ailin Salas), Barosa nos introduce en un viaje nostálgico a través del tiempo mediante una historia de desencuentro amoroso, enmarcada en un paisaje de gran belleza fotográfica. Como la vibración de los acordes que se prologan en el tiempo y en los fotogramas, pero que están destinados a finalizar, los protagonistas buscan prolongar el mayor tiempo posible aquello que está signado por un fin inevitable. La repetición del desencuentro con el correr de los años quizá se abra a la posibilidad de aceptar el imposible.