Blade Runner 2049

Crítica de Nicolás Ponisio - Las 1001 Películas

Al momento de escribir esta nota es difícil poner en palabras, o hacerle justicia, a esa vorágine de poética audiovisual que es Blade Runner 2049. Por lo tanto, a quien lea esto, le pido disculpas por adelantado. Pocos son los casos, por no decir nulos, en los cuales se retoma un clásico en particular, tres décadas más tarde, y en contra de toda mala premonición termina siendo una obra inmensa. Tanto en relación con el film original como también por cuenta propia, de manera independiente al forjar su propia identidad.

Arraigado en los elementos y planteamientos del film de 1982, Blade Runner 2049 hace uso de ellos en forma de expandirlos y enriquecer de forma intelectual la mitología de ese universo. El mundo en el que se encuentra este futuro distópico es construido a través del fuera de campo, de todo lo sucedido para que las cosas se encuentren así con los espacios en blanco que depositan al espectador en dicho futuro tratando de imaginar el pasado, así como el protagonista del film debe revisitar el suyo para entender su presente.

Es interesante como el director Denis Villeneuve, con elegancia y sutileza, introduce el contexto y las preguntas que se hace su protagonista en forma similar pero inversa a lo que le ocurría a Deckard (Harrison Ford) en el film original. Lo primero que sabemos de K (Ryan Gosling), es que es un Blade Runner replicante que se encarga de encontrar y eliminar a otros replicantes, en un 2049 donde prácticamente ya es imposible diferenciar la inteligencia artificial biogenética del mal llamado ser humano.

Y es que si antes estaba presente la posibilidad de que las diferencias se borraran, aquí prácticamente no existen. Uno de los mejores logros del film es hacer que el protagonista se cuestione su realidad al mismo tiempo que, con elementos discursivos y conforme avance la trama, quede más que claro la postura –y por qué no la verdad- de que las diferencias no existen. ¿Acaso no todos lloramos y sangramos? Para lograr ello, el film apela a todo el excelente nivel artístico que posee en el uso de la poética, de lo emocional como nexo.

Villeneuve y el director de fotografía Roger Deakins juntos elevan la calidad cinematográfica a niveles olímpicos, poniéndola en sintonía con contexto y subtexto de la obra. A través de un elemento típico del policial, la pista de un antiguo caso ahora desenterrada para cambiarlo todo –el único atisbo de este género, sabiendo marcar que el tono no pertenecerá al film noir como el anterior-, K se pregunta quién es él realmente, dudando de su existencia y de todo lo que lo rodea.

El film interpela al espectador con una complejidad nacida del existencialismo como también del discurso visual que le da forma a ese mundo, nuestro mundo, a la vez que cada aspecto posee su lugar y (re)significancia en relación a los sentimientos y la vida de K. El carácter visual de un futuro que vive comprimido dentro de bloques, donde los espacios cerrados transmiten la claustrofobia de una ciudad siempre en movimiento y los espacios abiertos son descritos por la soledad y la muerte natural de su geografía.

Cada plano trabajado y sostenido de manera que se queden grabados en la memoria como una serie de pinturas o fotografías que no permiten que se pierda la capacidad de asombro. Imágenes que de la mano de Deakins y Villeneuve envuelven a quien las ve con lo trágico de su contexto y con la fascinación que despierta su creación artística. Deleite visual que, a pesar de las grandes producciones que colman las carteleras, demuestra que un film puede hacer uso de su máxima expresión y que el cine lejos está de morir.

La artificialidad de una vida encuentra su máxima expresión en Joi (Ana de Armas), la pareja artificial de K que se percibe sincera, cariñosa, real. El romanticismo de un beso bajo la lluvia o un tierno encuentro sexual, es interrumpido por la realidad de la ficción que remarca ante el ojo el artificio. Pero que también logra expresar el sentimiento auténtico de esa relación, más allá de lo que indique un anuncio luminoso con el lema “Todo lo que quieres oír”. K recibe de ella todo lo que quiere oír, pero también siente todo lo cualquier ser humano puede llegar a sentir. E incluso más. Más humano que los humanos.

Es así que incluso en los momentos más calmos o mundanos, todo se encuentra presente en pos de ligar al espectador emocionalmente con K, donde todo lo que vive y siente, incluyendo su relación con Joi o la duda acerca de si sus recuerdos son reales o implantados, importan significativamente porque a él le importa y podemos depositarnos en su piel, artificial o no. El milagro de un replicante que pudo dar a luz y la posibilidad de que K pueda ser producto de ese milagro depositan todo el núcleo de importancia del film en la figura de él. De allí que el plano final del film arruine apenas la experiencia quitando brevemente lo que importa del foco de atención.

Y sí, tal vez los recuerdos de K recuerdos no sean suyos y lo que concebía de una forma sea de otra, pero eso no arruina de ninguna forma su desarrollo narrativo. ¿Por qué? Porque en cierta forma fue real para él y fue real para nosotros y el sentimiento nacido de ello, la vivencia sentimental de ello importa. De allí que esta historia gana su poética y el amor despertado por la figura de su protagonista sin la necesidad de recaer en el uso desmedido de la nostalgia. Un cuerpo se recuesta sobre una escalinata y lanza un aliento que se pierde en el aire como lágrimas en la nieve así como uno se pierde dentro de la calidez majestuosa del relato.

Si algo siempre hemos tenido en claro es que lo que recordamos difícilmente sea exactamente cómo ocurrió, pero lo que perdura del recuerdo es el sentimiento vivido. Y algo que puedo asegurar desde mi lugar de espectador y de persona que vivió, que experimentó esta experiencia enorme regalada por Villeneuve, es que el sentimiento de la fuerza con que este film supo embargar mi ser jamás será olvidado. Con suerte tal vez, todo eso generado en mí pueda ser llegado a otros -implantado quizás- al leer esta nota.