Blade Runner 2049

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Cibernética y degradación moral

Finalmente la espera terminó y bien podemos decir que valió la pena porque estamos ante la mejor secuela posible de Blade Runner (1982), aquel clásico maldito del cine de ciencia ficción que sólo el descubrimiento progresivo de su riqueza vía el paso del tiempo pudo transformar en el mojón freak, sosegado y hasta poético que es hoy en día dentro del género en cuestión y el séptimo arte en general. El gran Denis Villeneuve logra balancear todos los ingredientes formales y conceptuales con el objetivo de por un lado respetar la iconografía de la película original, vinculada a un ciberpunk/ neo noir existencialista y aguerrido, y por el otro expandir el rango retórico a través de la fastuosidad visual, propia de los tiempos que corren, y una profundización muy interesante de los interrogantes de fondo de la hoy saga, lo que por supuesto crea un maridaje entre los personajes de antaño y los nuevos, los cuales por cierto calzan perfecto con la idiosincrasia y el devenir de este glorioso collage.

El realizador canadiense recupera los latiguillos de Ridley Scott, el director del opus previo, con gran facilidad y astucia: aquí tenemos una fotografía de tonos oscuros e iluminación incandescente, un diseño de producción vinculado a los espacios abiertos y el minimalismo, una genial banda sonora de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch poco orquestada y más cercana a la preeminencia de los sintetizadores de la original de Vangelis, una atmósfera semi ensoñada y finalmente unos chispazos de violencia furtiva que generan misterio y una buena dosis de peligro. Blade Runner 2049 (2017) logra reproducir el espíritu sutilmente trágico de ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas?, la novela de 1968 de Philip K. Dick en la que estaba basada la anterior, ya que considerando que una hipotética adaptación literal del libro siempre fue imposible por el estilo más “descriptivo” que narrativo del autor, la presente vuelve a ofrecer una traslación abstracta y compacta del texto canónico.

Se puede decir que, en consonancia con lo precedente, la película sale airosa en la difícil tarea de retomar el hilo argumental de antaño, con Rick Deckard (Harrison Ford) huyendo junto con Rachael (Sean Young), frente a lo cual la película nos presenta la historia de K (Ryan Gosling), un replicante que se dedica a cazar a los suyos al servicio de un Departamento de Policía de Los Ángeles consagrado al “trabajo sucio” de Niander Wallace (Jared Leto), un magnate que compró Tyrell Corporation, la fabricante de aquella primera camada de androides que lograron liberarse del yugo de los humanos y que continúan siendo perseguidos por las nuevas generaciones de replicantes obedientes. Hoy el catalizador del relato es una misión de captura que deriva en la muerte de Sapper Morton (Dave Bautista) a manos de K, lo que provoca el hallazgo de un cadáver en la residencia del susodicho que resulta ser el de una autómata que se embarazó y tuvo un hijo tiempo atrás.

Ante la posibilidad de que los “parias cibernéticos” puedan procrear como los humanos, la jefa de K, la Teniente Joshi (Robin Wright), le asigna que comience una investigación para encontrar y asesinar al niño o niña que nació de ese parto. El guión de Michael Green y Hampton Fancher -éste último también escribió la obra de Scott- construye de manera meticulosa la psicología del personaje de Gosling vía la marginación social que sufren los replicantes, el desprecio de los otros robots por el canibalismo implícito de su profesión, el hecho de que Joshi lo considera poco más que un títere y en especial una soledad de fondo que lleva a K a refugiarse en una suerte de novia estandarizada holográfica, Joi (Ana de Armas), a la que respeta y quiere mucho. Más allá de la habitual intervención del veterano de turno, el inefable Ford, la verdadera sorpresa que se reserva el film pasa por su poderío discursivo irrefrenable -y para adultos- en medio de un contexto hollywoodense que cada vez que pretende reflotar un trabajo de otras épocas termina entregando un bodrio gigantesco sin alma ni corazón, justo como todo ese cine basura de superhéroes y aledaños.

Al igual que Roy Batty, el legendario replicante que interpretó Rutger Hauer, y el propio Deckard, el protagonista funciona como la síntesis perfecta entre las contradicciones humanas, la inteligencia artificial, la explotación/ esclavitud capitalista, la incertidumbre general de nuestros días y la deshumanización progresiva de estados homologados cada vez más a corporaciones con delirios de control absoluto; todo un combo que asimismo vuelve a presentarnos la innegable verdad de que los androides a fin de cuentas son más sensatos y piadosos que los humanos y precisamente por ello constituyen el “siguiente estadio” en la evaluación de la vida inteligente (hacia allí mismo va dirigido el telón de fondo de la reproducción robótica y los devaneos identitarios/ solipsistas). Desde ya que la contracara de la ponderación de los autómatas es la degradación moral de comunidades que viven sumidas en una férrea división en clases sociales que responden a realidades totalmente distintas: el vulgo metropolitano se mueve como un monstruo pasivo consumista sin rostro y el resto del enjambre vive en la miseria, lejos de cualquier panacea tecnológica del ayer…