Big Eyes

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Una artista en jaula de oro

En pleno auge de las biografías cinematográficas, Tim Burton vuelve a incursionar en la reconstrucción del mundo interior de un artista. Antes, lo hizo con su brillante retrato de Ed Wood (1994) y ahora con las tribulaciones de una joven mujer, dibujante y pintora, en los albores del pop art. Lo acompañan en esta tarea, los mismos guionistas del anterior biopic. Ambos tienen en común la indagación acerca del genio excéntrico frente a la sociedad, aunque formalmente en “Big Eyes” la exuberancia visual típica de este cineasta se esconde tras un libreto de corte mucho más clásico que lo conocido en su filmografía.

La artista americana Margaret Keane, trascendió por dibujar personas y particularmente niños, con ojos extremadamente grandes que rompían la proporción tradicional a la que el público estaba acostumbrado. Dueña de una obra que se convirtió en una de las primeras producciones comerciales destacadas a fines de los años '50, se vio favorecida por la reproducción masiva en distintos formatos de posters, postales y tarjetas. Pero a pesar de su enorme éxito, esta artista no tenía confianza en sí misma y actuaba a la sombra de su marido, también autoproclamado pintor, quien se presentaba como el autor de las obras ante el público y la crítica especializada, ya que la obra femenina no era tan bien vista. La expectativa acerca de si Margaret decide tomar o no las riendas de la situación y decir la verdad, reclamando sus legítimos derechos es el eje fuerte de la película que destaca por su costado feminista “la vida no era fácil para una mujer joven separada en los años cincuenta” es la primera reflexión en off que abre la historia y que pertenece a un periodista que oficia como personaje observador del que Burton se vale para desarrollar el hilo del relato.

“Big Eyes” toma la decisión de contar su historia más desde ese proceso de emancipación femenina y apenas insinúa el problema cultural (y el conflicto del gusto) que planteó en su momento el fenómeno de estas pinturas kitsch, accesibles y económicas. Este segundo tópico lo reserva para la figura del crítico inflexible esquematizado por un maduro Terence Stamp.

Excentrismo suavizado

El director logra una pintura de época interesante y construye una mirada desde varias dimensiones para una artista singular y enigmática. Puede entenderse como una legitimación de su discutible obra, la frase de Andy Warhol que precede al inicio de la película: el filme se abre con una reflexión de este símbolo del pop art acerca de que algo muy bueno debe haber en las imágenes de M.K. por la enorme cantidad de gente que gusta de ella. Junto a esta reivindicación, la película se interna en la personalidad de Walter Keane, el tramposo marido interpretado por Christoph Waltz, quien manejaba los jugosos aspectos comerciales, mientras ella estaba recluida literalmente en prisión dorada produciendo su obra.

Como ya comentamos, el habitual sello estrafalario de Burton brilla por su ausencia, salvo y sobre todo, en las tomas subjetivas que componen la extensa escena del supermercado, que también son un guiño a la cultura pop y las emblemáticas pinturas de sopas de Wharhol. La trama se apoya en la interacción actoral de la poderosa dupla compuesta por Waltz y Amy Adams, tan injustamente olvidada en las últimas nominaciones a los Oscar. Ella se entrega de cuerpo y alma a esa mujer ingenua que va cayendo progresivamente en el infierno de la pérdida de identidad y la sumisión a su marido. Su composición es muy refinada y con matices; detrás de una permanente máscara de sufrimiento interno que transmite -como sus dibujos- con la mirada. Por el contrario, Christoph Waltz, en su composición de Walter Keane, como un villano expresado con histrionismo exasperante, hace peligrar el equilibrio del filme y amenaza con volverse inmanejable.

“Big Eyes” no contagia grandes pasiones con su mundo de emociones perdidas en un mundo de suaves tonos pastel. A mucha distancia de “Ed Wood”, en lo estrictamente argumental no depara grandes sorpresas, ya que el guión renuncia a cualquier tipo de riesgo para plegarse a la aproximación más correcta posible dentro de un marco de colores brillantes. De yapa, no deja de ser una reflexión acerca de la sumisión del arte a las exigencias del mercado y a su -terriblemente vigente- seducción consumista.