Belleza inesperada

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Will Smith, fantasma de sí mismo.

En determinado punto de su carrera, Will Smith, que empezó como cómico, parece haberse dicho: “Bueno, Will, ya hiciste toda la plata que necesitabas, y más, trabajando de bufón; llegó la hora de decir cosas importantes.” A partir de ese momento, la ex estrella de Men in Black empezó a protagonizar (y producir, detalle fundamental) películas en las que asumir su rol de padre lo lleva a un cambio de vida (En busca de la felicidad), se redime al cambiar la vida de siete extranjeros (Siete almas) y se enfrenta con la culpa que le da ser médico de un plantel de fútbol americano y ocultarles cuáles son las secuelas de las conmociones cerebrales (La verdad duele). Escrita por el guionista y productor (dos tareas que no suelen llevarse bien) Allan Loeb y dirigida por el no precisamente ascendente David Frankel (de El diablo viste a la moda), en Belleza inesperada Smith supera su apuesta, mezclando trascendentalismo con inverosimilitud, con remate místico. Todo ello, con un desperdicio de elenco como hace tiempo no se veía.

La cuestión es así: Howard (Will Smith), socio de una agencia de publicidad de Nueva York, otrora exitosísimo, se convirtió en fantasma de sí mismo (Smith se muestra con canas y barba crecida) desde el momento que perdió a su hija en un accidente. Se separó de su esposa, vive en estado de duelo, lo único que hace en la oficina es armar gigantescas estructuras con fichas de dominó, a las que una vez montadas tira abajo, en una transparente metáfora del nihilismo. Lo otro que Howard hace es escribir sendas cartas al Amor, el Tiempo y la Muerte. Así nomás, con mayúsculas y todo, signo de que la Trascendencia hizo su ingreso al salón. Ante la situación del hombre, que hace peligrar el futuro de la compañía, sus tres socios (los desechados Edward Norton, Michael Peña y, ¡ay!, Kate Winslet, que está preciosa) idean una trama sencillísima para hacerlo renunciar: contratar a tres actores para que actúen los papeles del Amor, el Tiempo y la Muerte, de modo que él establezca diálogos con ellos y que una persona lo grabe con una cámara a él solo, haciéndolo pasar por loco. ¡Pero claro! ¿Cómo no se les ocurrió antes? Los actores son (sigue el desperdicio de materia prima) Helen Mirren (la Muerte), Keira Knightley (el Amor, obviamente) y un muchacho llamado Jacob Latimore, que hace del Tiempo.

Desde ya que cada uno de esos diálogos da lugar al despliegue de Grandes Ideas que Smith considera, por lo visto, que el cine debe transmitir, lo más literalmente posible. Mientras tanto, su personaje va saliendo, de a poquito y con muchas dificultades, de la cripta imaginaria en la que él mismo se ha encerrado, concurriendo a un grupo de apoyo para padres que perdieron a sus hijos. Allí aguarda una sorpresa que se develará en las últimas instancias. Tanto como otra relacionada con los actores que hacen de actores. Que, como le gusta a Smith, terminan siendo entidades más que humanas. Cartón lleno para Will y sus socios creativos.