Baby: el aprendiz del crimen

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Cómo robar bancos escuchando música.

Como Tarantino, Wright no tiene empacho en inscribir sus deudas cinéfilas en la superficie, en forma de citas y diálogos.

La crítica estadounidense mayormente se extasió con esta película, que representará el ingreso definitivo a Hollywood del realizador británico Edgar Wright (1974), conocido en Argentina sólo por los cinéfilos de culto. Éstos disfrutaron de su trilogía de género integrada por la comedia de zombies Muertos de risa (Shaun of the Dead, 2004), la comedia de acción Arma fatal (Hot Fuzz, 2007) y la comedia apocalíptica Bienvenidos al fin del mundo (The World’s End, 2013), todas lanzadas aquí directo a DVD. La misma suerte corrió su primera incursión en el cine estadounidense, con la indie Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños (Scott Pilgrim vs. The World, 2010). La primera de su autor que se estrena en cines en Argentina, con Baby: el aprendiz del crimen pasa algo semejante a lo que sucedía con la trilogía británica. Wright empieza manejándose con libertad en relación con el género (aquí un poco de película de robos y otro poco de Rápido y furioso), practicando desvíos, paráfrasis y maniobras cercanas al pastiche, pero gradualmente va cediendo al canon y termina haciendo una más de género. Muy buena en lo suyo, siempre y cuando se entienda como “lo suyo” el género, y no ese pastiche más libre y vital que al comienzo amagó hacer.

Como Tarantino, Wright no tiene empacho en inscribir ostensiblemente sus deudas cinéfilas en la superficie de la película, en forma de citas y de diálogos. Baby, por ejemplo (Ansel Engort, en actuación consagratoria) es un chofer al servicio del hampa, tan mudo como Ryan O’Neal en Driver, de Walter Hill (1978) o Ryan Gosling en Drive, del danés Nicolas Winding-Refn (2011). Por si alguien tiene alguna duda, la película también lleva el oficio en el título original: Baby Driver. Baby no habla porque vive en su mundo, y su mundo es uno puramente sonoro. Vive todo el día con los auriculares puestos, “roba” diálogos y sonidos con un pequeño grabador que mantiene oculto, guarda prolijamente su colección de grabaciones y como tanta gente, escucha música en el trabajo. Con la particularidad de que su trabajo consiste en llevar chorros hasta la puerta del banco, esperar que concreten el robo y después a correr, escapando de la policía. Baby sincroniza los movimientos del asalto con los cortes de los temas y vive la música físicamente: en el primer asalto hay toda una coreografía con “Bellbottoms”, de Jon Spencer Blues Explosion, que incluye hasta a los parabrisas haciendo ritmo.

Tres datos interesantes: 1) Baby vive con los auriculares puestos porque sufre de tinitus, una enfermedad auditiva que genera un ruido continuo en el oído, del que el chico intenta huir; 2) le dicen Baby porque es huérfano; 3) vive con su padre adoptivo, un hombre negro que es sordo. Uno supone que de alguna manera deberán jugar estos datos, que hablan de un dolor, una fragilidad, una cierta forma de marginación incluso, que se oponen a la aplastante seguridad con la que el héroe dibuja frenadas, curvas y cambios de velocidad a bordo de su deslumbrante Subaru rojo, tan parecidas al swing con que sigue por la calle la versión original del “Harlem Shuffle”. Pero no, no juegan de ninguna manera que no sea también coreográfica: el veloz lenguaje de señas con el que Baby se comunica con su padrastro sordo.

Lo que queda, entonces, son las estaciones del canon: los psicopatones con los que les tocará trabajar (Jon Hamm, siempre un toque forzado, y un Jamie Foxx como pez en el agua), el contratista con pinta de boludo que no lo puede ser tanto (Kevin Spacey, comprando cada vez peores peluquines), el último trabajo que no va a ser el último, la linda camarera que aporta el factor romántico, las maratónicas persecuciones y los tiroteos callejeros que dejan ver que Fuego contra fuego fue uno de los referentes aquí. Todo montado con hachazos milimétricamente medidos. Como Tarantino, Wright tiene la suficiente sofisticación musical como para armar una banda de sonido no con temas que sepamos todos, sino con otros (T. Rex, David McCallum, Alexis Korner, Barry White, Focus) con altas posibilidades de culto. La fotografía, a cargo del británico Bill Pope (Matrix, El hombre araña 2 y 3, El libro de la selva), es extraordinaria. Tan refulgente como el Technicolor de los 50, hace que la chapa roja del Subaru de Baby brille como un diamante. Pero también logra darle a los rostros, a la piel, una cualidad latente que representa un nuevo hito para el digital.