Avatar

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El soldado que se cambió de bando

Una épica de proporciones gigantescas. Cuando el enfrentamiento entre los Na'vi y humanos se produce, sabe uno entonces que la película nos estuvo preparando gradualmente para ello. Tomas de cámara extraordinarias, aves gigantescas que sobrevuelan la sala en 3D, con jinetes azules también enormes, más la artillería militar que destila fuego y misiles entre tanto verdor y paraíso, vuelto ahora infierno de la guerra.

Allí también el meollo de la cuestión, el conflicto en su clímax mayúsculo. El héroe -soldado arrepentido que decide su voluntad de ser pero desde el otro lado del umbral, para asumirse como Na'vi, para representar el papel que la leyenda augura: venido del cielo, sabrá recuperar la grandeza aborigen para mantener un equilibrio cultural y ecológico.

Cristianismo, conquistas, genocidios, resistencias, mesianismo, capitalismo, ecología, todo mezclado en este film de tecnología megalómana. Narrado de manera atractiva, sin dudas y de acuerdo con la mayoría de las películas de su realizador, James Cameron, Avatar sin embargo no deja de ser una historia simple, de rasgos fáciles de digerir, pero con el favor de una puesta en escena desbordante y digital. En este sentido, tal vez sería más correcto señalar Avatar como film de animación.

El argumento de Avatar se asocia y nutre de más y más plots de tantos libros y autores de ciencia ficción tales como, imposible no pensarlo, la dualidad literaria de Philip Dick, la dialéctica pro militar y zen de Robert Heinlein, o la hermandad humano vegetal de Orson Scott Card en La voz de los muertos. Ahora bien, la imaginería puesta al servicio de Pandora y los aborígenes Na'vi es una mezcla superlativa. Allí está presente el espíritu del Tarzán de Edgar Burroughs, más el colorido de tantas portadas de revistas y libros de ciencia ficción, más los mundos de flora y fauna libres y europeas de cantidad de álbumes de historietas. Es un descubrimiento deslumbrante el que el film permite al espectador, además de adentrarlo en una mirada de aprecio y de educado respeto ecosistémico.

Todo ello, gran background digital millonario, para permitir que sean los indígenas los que ganen, aunque sea, por una vez. Acá ¿cómo evitar mencionarla? la hipocresía de la película. Su prédica correcta, de respeto por el otro, se muerde la cola dentro de una industria que se estructura desde la más obscena parrafada de dinero.

Para el caso, mejor será recordar otro film, maldito y de poco presupuesto, que baraja una temática similar y que dirigiera John Carpenter. En Fantasmas de Marte (2001), los colonizadores humanos no encontraban manera alguna de lidiar con el espíritu rojizo, de antepasados tribales, que los asola. El indígena aparece en su máxima expresión: derruido, diezmado, pero reencarnado en esta ánima de rebeldía sin tiempo. La incomodidad del film de Carpenter se diluye en los rasgos atractivos de los héroes de Avatar, modélicos tanto para los muñequitos de vitrina como para el respeto por el medio ambiente.