Aterrados

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Golpes en la pared, cañerías de sonidos guturales, huellas de sangre reseca, presencias bajo la cama. Todo un repertorio que crece aún más. Que oficia como hilo y aguja dedicados a suturar una película que recurre a tópicos ‑apariciones, posesiones, zombies, maldiciones‑ para perfilar un micromundo de barrio, encerrado en una cuadra, apenas unas casas. Con personajes que aparecen para desaparecer y permitir sean otros los protagonistas. Flashbacks y flashforwards delinean el entramado donde se interna y queda adherido el espectador. Se trata de Aterrados, la cuarta película de Demián Rugna y, parece ser, es el film que viene a ratificar de una vez la buena y próspera vida para el cine de terror argentino.

Basta con repasar el estreno sucedáneo, de un tiempo a esta parte, de títulos como Necronomicón: El libro del infierno, Los olvidados, Luciferina, en la procura de vencer un nicho específico que permita la respuesta de otros públicos: como la de ese mismo espectador que no duda en elegir una película de terror norteamericana o coreana. Con Aterrados parece que el asunto comienza a conocer, felizmente, una variación. Sea porque el género se lo merece ‑dada la cantidad y calidad de títulos realizados, cada vez mayor y mejor‑, pero también porque Aterrados es una gran película.

Como se señalaba, el film de Rugna utiliza elementos fácilmente reconocibles, repartidos en infinidad de películas parecidas. En virtud de un mismo propósito, Aterrados se sitúa en un barrio porteño que no es definido; tranquilamente, podría pensarse en alguno de esos suburbios por donde transcurre mucho del terror norteamericano. En este sentido, el primer film de Rugna ‑The Last Gateway, 2007‑ no sólo se valió de esto de modo explícito ‑inventando una localidad de nombre Pleasantville‑ sino que hizo hablar en inglés a sus personajes. El terror cinematográfico ha instalado marcas verosímiles con las que hay que necesariamente dialogar: algo que supo hacer el mismísimo Emilio Vieyra con Extraña invasión. Si en aquel film de Rugna el condicionante era aceptado para jugar con él, en Aterrados se lo asume y reelabora desde una cotidianeidad que todo espectador ‑y no sólo quien sea habitué del género‑ podrá apreciar. Es por eso que el film significa un salto cualitativo.

Por otra parte, Aterrados es también una profundización en cierta concepción del horror que ya latía en The Last Gateway, para vestirse ahora de una concepción formal, por depurada, más elegante. Si en aquella película el horror provenía de un arroyo lleno de excrementos, merced a una ebullición intestinal ‑que profanará inodoros de hotel y agentes del Vaticano‑, ahora se trata de un monstruo polimorfo escondido, de venas que son tuberías, repartidas por todas las casas, vinculando secretamente las vidas de quienes no se saben observados.

De esta manera, a través del desagüe, tras una grieta en la pared, hay algo que espera. El agua tiene algo que ver. Sus microorganismos guardan vida, la que se bebe de la canilla, con la que se lavan los platos y se enjuagan los cuerpos. El aviso al niño, por esto mismo, es de alerta. Pero el susto, también, determina el destino trágico. Filmar la muerte de un niño no es algo fácil, no son demasiadas las películas que se han atrevido. Aterrados no sólo lo hace, sino que al mismo tiempo provoca una de las imágenes que, se intuye, habrá de ser arquetípica para el género mismo: la del niño cadáver con el vaso de leche. Si la figura del muerto es efigie en todo concepto vinculado al terror ‑algo que el film expone de manera artesanal, real, sin factoría digital‑, la desolación enloquecida de la madre tal vez sea, justamente, la mejor expresión del horror.

Por tocar un ánimo semejante, el film de Rugna se atreve de manera intuitiva y perspicaz en la conformación de un tejido de miedos compartidos, en donde nadie está exento de lo que le sucede al otro. Aun cuando las paredes y puertas guarden vidas particulares, encerradas, entre todos ellos hay una relación ineludible, de cercanía y convivencia (es esto lo que también da forma al miedo que se entreteje en Malditos sean!, el segundo film de Rugna, codirigido con Fabián Forte).

Vale señalar que el terror, los miedos, son compartidos socialmente. Nadie está exento de este sentimiento. Es más, y no casualmente, el niño fallecido tendrá su réplica en el amigo, hijo de la vecina. Sólo un tapial separa las casas. Dos familias muy parecidas, sin embargo es una de ellas a quien golpeó la mala suerte, lo inexplicable.Es en la elucidación de este misterio donde intervienen un equipo policial y otro paranormal, imprevistamente reunidos.

Ahora bien, lo todavía mejor que permite la propuesta de Aterrados es la constatación de un clima de angustia generalizada. El ánimo de sus personajes es fúnebre, las puertas de las casas están cerradas (en Halloween, de John Carpenter, pasaba esto mismo), y lo que aguarda parece tenebroso; y esto es algo que ‑se quiera o no‑ termina por ser radiografía de un malestar de época. Habrá que estar atentos a cómo estas películas plasman tales cuestiones, porque es en estos síntomas donde puede descansar una mirada lúcida, que sin pretenderlo culmine por ser un signo inequívoco de su tiempo. Es para preguntarse, por ello mismo, por qué es ahora cuando el terror argentino tal vez conozca uno de sus mejores momentos: Aterrados espera lograr una importante proyección internacional, y ojala así sea, ya que también rebotaría en la suerte de los demás títulos y creadores.

Por esto mismo, el cine permite catarsis, y ahí está Aterrados para permitirla. Una angustia que se identifica, se proyecta, pero que no por ello desaparece. Peor aún, parece que es ella quien gana la partida. El buen cine de géneros sabe cómo decir sin ser explícito. Y Aterrados se inscribe en esta tradición.