Anida y el circo flotante

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Un viaje animado al pasado

En El circo (1928), el menos recordado de los largometrajes de Charles Chaplin, el legendario vagabundo de bastón y levita deambula por los alrededores de la carpa circense ajeno al drama que se desarrolla en ella. Allí, el malvado maestro de ceremonias imparte su poder mientras los payasos intentan sostener ese universo cerrado de magia y ensueño. Como en ese entrañable cine de Chaplin en el que la risa está demasiado cercana a las lágrimas, Anida y el circo flotante también conjuga la fantasía con el melodrama en una historia sobre la identidad y la memoria.

La joven Anida y su sapo Vicente viven en un mundo de atracciones y artistas, en el que Madame Justine es la dueña y señora, y el futuro se predice en cartas y visiones. Allí llegará un misterioso viajero, puerta abierta al pasado perdido de Anida y al sueño de un amor de cuento de hadas.

Más concentrada en el aspecto visual que en la estructura narrativa, la película de Liliana Romero utiliza la técnica de animación 2D por recortes (o cut out), trabajada a partir de diseños pintados a mano y luego integrados digitalmente, para desarrollar un universo plástico de colores y formas en movimiento.

Nutrida de melodías pegadizas, personajes de folletín y descubrimientos mágicos, Anida y el circo flotante regresa a la cuna de la animación para dar vida a un territorio anacrónico y fantasmal en el que toda búsqueda del presente revela los secretos del pasado.