Anconetani

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Una película que encierra muchas otras

La persistencia en el tiempo de una legendaria fábrica de acordeones es apenas uno de los hilos con los que se teje este atípico documental, que oficia como retrato de una forma de vivir y de entender la vida tan anacrónica como sus protagonistas.

Anconetani, dirigida por Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi, es una película que pretende ser algo que no es pero que, de manera sorpresiva, resulta ser muchas otras cosas, convirtiéndose en un inesperado Aleph cinematográfico. Así, Anconetani no es una película sobre la tradicional fábrica de acordeones fundada por un inmigrante italiano algunos años después de la Segunda Guerra, ni sobre su hijo Nazareno ni sobre las nietas que heredaron y aún siguen adelante con la empresa familiar, manejándola como si todavía vivieran en 1950. O sí, tal vez sea eso, pero de manera superficial. Anconetani es, en realidad, el retrato de una forma de vivir y de entender la vida tan anacrónica como sus protagonistas. “Hacemos acordeones porque se lo prometimos a mi padre”, admite uno de los hermanos de Nazareno desde un viejo registro fílmico, haciendo que la película se convierta al mismo tiempo en una historia de fantasmas y en una lección de ética en la cual la palabra sigue siendo un bien de valor innegociable.Pero el film es también el registro de un hallazgo antropológico que muestra, hoy, cómo era la vida de una familia de inmigrantes en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX. Como un yacimiento arqueológico, la casa de los Anconetani –en cuyos altos se encuentra el taller en el cual desde hace casi 70 años se fabrican de manera artesanal los acordeones que llevan por marca el apellido de esta dinastía de luthiers– acumula los detalles, las señales, los usos y las costumbres de una familia italiana casi como si sus integrantes recién hubieran bajado del barco en 1918, año en el que el viejo Anconetani decide radicarse en esta ciudad, procedente de Ancona. Una máquina del tiempo en donde, en plena era digital, el conocimiento y la tradición aún sobreviven a través de la transmisión oral, ofreciendo una prueba adicional del poder de la palabra.Aunque en rigor lo sea, Anconetani tampoco es un documental. El film de Di Florio y Cataldi puede ser visto como ficción. Como una saga familiar que, en contra de lo que podría pensarse, revela que las reproducciones farsescas que ensayaban programas televisivos como Los Campanelli o Los Benvenutto eran en realidad frescos bastante certeros de una identidad viva y fundacional de la cultura argentina. Más aún, Anconetani podría ser el relato de unas memorias inventadas y repetidas hasta convencerse de que en sí mismas son el testimonio de un pasado auténtico. Es el propio Nazareno quien se encarga de aportar una prueba para sostener la tesis de la película como artefacto de potencia ficcional: “De Ancona tenemos todos los recuerdos que nos contaba mi papá; entonces, la conocemos como si hubiéramos estado allá”.Desde ahí, Anconetani puede ser también una suma mitológica que de algún modo recupera la figura de los lares, aquellos dioses romanos protectores del hogar. Siempre entre las herramientas y las piezas infinitas de los acordeones, Nazareno recuerda que un día su madre prometió que, una vez muerta, si alguna vez conseguía volver a visitarlos desde el más allá, lo haría asumiendo la forma de una gata. Cuando años más tarde una gatita desconocida comienza a visitar el taller, Nazareno se pregunta si aquella no será su madre cumpliendo con la promesa. Desde entonces ella descansa todos los días sobre el banco de trabajo, junto a Nazareno, y cada noche él la despide con un cálido “Ciao, mamma”.Pero en esta lista de las películas posibles que pueden hallarse dentro de Anconetani, la más destacada sea quizá la historia de amor. O amores, porque no es uno sólo, sino una legión. El amor de un hombre por un oficio que luego sus hijos aceptan como herencia, sólo por amor; el de una familia por su propia mística, al que las nietas de Don Anconetani le dan forma de museo y lo trasmiten a los chicos de las escuelas primarias que lo visitan; el de un grupo de hombres devotos de los sonidos y los objetos que los producen, ellos mismos la mínima expresión de ese amor de amores que la humanidad siente por la música. Y por fin, pero no necesariamente al final, el amor de los directores por Nazareno, ese personaje extraordinario de nobleza transparente sin el cual ninguna de estas películas sería posible