Amigos de armas

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

DEMASIADA CULPA

Los espejos deformados en los que se mira Amigos de armas son -de manera bastante explícita- Caracortada, Buenos muchachos, Casino y hasta El lobo de Wall Street, todos cuentos morales sobre el crimen y el castigo. No es extraño que Todd Phillips elija dialogar con esos films, y con los cines de Brian De Palma y Martin Scorsese: él es esencialmente un cineasta muy interesado en lo moral y con un vínculo cuando menos problemático con ese concepto, que lo ha llevado a avances y retrocesos, a vacilaciones y atrevimientos a lo largo de su filmografía. Eso se notaba en unos cuántos pasajes de Viaje censurado, Aquellos viejos tiempos y hasta Starsky y Hutch, pero es en la trilogía de ¿Qué pasó ayer? donde el moralismo muta en culpa y después en conservadurismo, principalmente en las instancias definitorias.

En Amigos de armas es donde Phillips se zambulle definitivamente en los terrenos dramáticos, lo cual genera un choque con las expectativas que se podían generar de acuerdo a lo visto en los adelantos previos. La historia real de David Packouz (Miles Teller) y Efraim Diveroli (Jonah Hill), dos jóvenes que supieron ir escalando poco a poco en el negocio de las armas hasta ganar un contrato por 300 millones de dólares otorgado por el Pentágono para proveer de armamento a los aliados estadounidenses en Afganistán, es esencialmente un relato de ascenso y caída, de lealtades y traiciones, de concepciones del deber, de lo personal fusionándose con lo laboral, donde las instancias cómicas -por lejos lo mejor del film- van por el lado de la explotación de lo absurdo e insólito, aunque sólo como un aporte secundario, y en el que el punto de vista juega un papel decisivo en la configuración de la trama.

Porque Amigos de armas, al igual que los films que le sirven como modelos, elige a un personaje y por lo tanto un lugar muy definido para instaurar su narración, y ahí posiblemente encuentre sus mayores limitaciones. El que cuenta todo es David, y todo lo cuenta desde la culpa, desde el remordimiento, desde una concepción moral donde no está mal hacer guita, mientras se haga desde ciertos marcos de legalidad o para sostener el estilo de vida de su pareja y su hija. Es el personaje que debe justificarse permanentemente, ante sí mismo, los demás personajes y, casi por decantación, el espectador. El que no necesita justificarse, el que miente, manipula, roba y gana plata sin ninguna clase de inquietud es Efraim, pero él es observado a la distancia, él no construye desde su perspectiva los hechos, queda juzgado por la cámara de Phillips, timorata para aceptar los riesgos que plantea el personaje encarnado por Hill.

Allí es donde se establecen las diferencias fundamentales con las películas de De Palma y Scorsese, que también tienen una opinión sobre lo que cuentan, una mirada acerca de lo que implica la voluntad por adquirir cada vez más poder y dinero, pero que aún así les permiten a sus protagonistas no justificarse, sino mostrarse plenamente, decirles a los espectadores quiénes son, por qué son así, revelándose como seres casi amorales e infantiles, que se muestran orgullosos de sí mismos o sumamente autocríticos con absoluta propiedad. En Amigos de armas eso no termina de aparecer, casi siempre el disfrute está atravesado por la voz culposa de David, quien tratando de explicar todo incluso obtura en buena medida las posibilidades estéticas y narrativas del film.

Phillips quiere trasladar algo de su visión cómica al terreno de la realidad estadounidense y realizar una tesis social, en una operación similar a la de Adam McKay en La gran apuesta, pero no tiene las ideas tan claras como aquel. No se trata de una cuestión de validez en el punto de vista ideológico, sino de convicción, de saber exactamente qué contar y de tener la seguridad pertinente para así poder otorgarle libertad a las criaturas que pueblan el film. En eso, la frase final -“no más preguntas”- es reveladora de los límites de Amigos de armas: Phillips no se atreve a explorar todos los enigmas que plantea la historia, se queda sin hacer las preguntas más incómodas y lo que queda son respuestas superficiales, fáciles de digerir para las mentes culposas.