Amigos de armas

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

La guerra, negocio al alcance de todos.

Basado en un artículo periodístico que dio cuenta de la “democratización” de las licitaciones militares, el film narra el ascenso, apogeo y caída de personajes que viven la acumulación de dinero fácil como un triunfo sobre el sistema.

Algo está pasando en la Nueva Comedia Americana. Meses después de la incursión de Adam McKay en el terreno de los films “basados en hechos reales” con La gran apuesta, otro de sus directores-estrella cruza el Rubicón rumbo a un cine si se quiere “serio”, abierta y deliberadamente político. Se trata de Todd Phillips, máximo responsable de esas topologías del descontrol que son Old School y la trilogía ¿Qué pasó ayer? Como el multinominado largometraje de McKay (cinco para el Oscar y los Bafta británicos, cuatro en los Globos de Oro), Amigos de armas se ampara en la impunidad de un género históricamente bastardeado como la comedia para abordar un tema espinoso cuyos coletazos pegan fuerte en gran parte del mundo (la burbuja inmobiliaria allá, el negocio de la guerra acá). Pero a diferencia de McKay, Phillips se ríe más del sistema y no meramente del canal que lo contiene.

La gran apuesta culminaba en una toma de conciencia generalizada, manifestada en el pesar de sus protagonistas por haberse vuelto recontra ricos a costa de la estafa a millones de ciudadanos. Lo más parecido a una trasgresión era, en todo caso, el desparpajo a la hora de evidenciar las costuras de su verosímil rompiendo la cuarta pared y preanunciando sus próximas secuencias. La forma de disponer los elementos dramáticos de Phillips es menos pirotécnica. Su articulación con el relato, más convencional. Pero el resultado es una sátira más vitriólica, definitivamente menos culposa. Porque Amigos de armas es, igual que Viaje censurado o ¿Qué pasó ayer?, la crónica de cómo un escape ante una insatisfacción puede devenir en un auténtico desmadre.

“La guerra es un sector de la economía”, dice la voz en off de David Packouz (Miles Teller) en la escena introductoria, segundo después de que, elipsis mediante, sobreviviera a una brutal amenaza en… Albania. Esa voz habla desde un presente ubicuo y tiene un tono cínico del que la película se apropia durante gran parte del metraje. Cinismo hay en la mirada a ese pobre pibe que pasa sus días masajeando millonarios por unos dólares y que recibe un baldazo de agua fría con forma de test de embarazo de parte de su novia. Pero sobre todo en la dispensada al universo contratista al que ingresará después de la aparición de Efraim Diveroli (Jonah Hill, oscuro como nunca), un viejo amigo de la infancia devenido en emprendedor armamentístico que le propone sumarlo al negocio como socio.

El rótulo de “hechos reales” no hace más que acrecentar el absurdo de todo lo que se ve: en los últimos años de la administración Bush, las críticas de favoritismo a las grandes empresas obligó al gobierno a “democratizar” las licitaciones militares, abriendo sus concursos a prácticamente cualquiera. Incluso a dos pibes de menos de 30 años. Basado en el artículo periodístico “Arms and the Dudes”, escrito por Guy Lawson para Rolling Stone, Amigos de armas narra el ascenso, apogeo y caída de estos aspirantes a Tony Montanas –fumones en lugar de cocainómanos– con una velocidad e intensidad similares a las aplicadas por Martin Scorsese en la excitadísima El lobo de Wall Street, referencia nada casual si se tiene en cuenta que, en ambos casos, se trata de personajes que viven la acumulación de dinero fácil como un triunfo sobre el sistema. Tanto a Jordan Belfort como a Efraim y David los mueve esa pulsión de querer más, de enfrentarse a los pesos pesados, de sentirse invencibles…hasta que se dan cuenta que en realidad nunca lo fueron.

Los muchachos intentan dar el salto definitivo con una venta a gran escala de productos cuya adquisición implicará dejar definitivamente atrás la zona jurídica gris para entrar en una ilegal. Phillips celebra su crecimiento acompañándolos en su frenesí, pero, igual que Scorsese, no les suelta las manos cuando los hilos del negocio empiecen a cortarse, ni tampoco los somete al escarnio aun cuando ellos sepan que son parte de ese grupo de personas que “se hacen ricas sin pisar un campo de batalla”, tal como dicen por ahí. Porque para Phillips no existe la culpa, o al menos no como valor cinematográfico. En Amigos de armas, igual que para Nietzsche, no hay hechos morales, sino interpretaciones morales de esos hechos. Interpretaciones que, aun cuando gran parte del cine de Hollywood no lo entienda, deben ser patrimonio innegociable de los espectadores.