Amapola

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Amapola es la película de un eximio diseñador de producción, pero también el debut de un director sin experiencia. Ambos aspectos quedan plasmados de forma contundente (para bien y para mal) en los poco más de 80 minutos de un film deslumbrante en lo visual, pero fallido en cuanto a su fluidez narrativa y solidez actoral.

El cordobés Eugenio Zanetti ganó el Oscar por su aporte a Restauración (1995) y fue nominado tres años después al mismo premio por Más allá de los sueños. Se trata, por lo tanto, de un artista de prestigio internacional, pero que debió luchar durante mucho tiempo para concretar en la Argentina su ópera prima como realizador. Y lo hizo finalmente a partir de un guión propio que recorre tres décadas (arranca con la muerte de Evita, en 1952; tiene su pico dramático durante el golpe militar de 1966, y cierra durante la guerra de Malvinas, en 1982) de la Argentina. De todas maneras, y más allá de ciertas alegorías políticas, Amapola no pretende ser un fresco histórico, sino una fábula, un tragicómico cuento de hadas, un musical con elementos fantásticos.

El film está narrado desde el punto de vista de Ama (la californiana Camilla Belle, con serios inconvenientes para trabajar en castellano y mucho más suelta cuando tiene que afrontar diálogos en inglés), una niña que es testigo de los cambios que se producen en el Gran Hotel Amapola, ubicado en Tigre, a orillas del Paraná.

La protagonista va y viene (se habla de que posee una percepción del tiempo y el espacio diferente del resto) para intentar cambiar los destinos del imponente lugar (abandonado a su suerte fruto de constantes desmanejos económicos), de sus parientes y hasta de su amante Luke (el galán canadiense François Arnaud), un desertor de Vietnam que viaja sacando fotos por el mundo.

Más allá de la apuntada subtrama romántica, de las sucesivas internas familiares, de las múltiples secuencias musicales (coreografiadas por Ricky Pashkus) a puro mambo o de una puesta de la shakespeareana Sueño de una noche de verano que se hace en el lugar, el film luce bastante caótico y deshilachado, con un abuso de la omnipresente banda de sonido de Emilio Kauderer (como si el director no confiara en la posibilidad de generar climas y sensaciones sólo con las imágenes), con una utilización muchas veces torpe e innecesaria del montaje paralelo, con personajes secundarios que desfilan por la pantalla casi sin desarrollo, carnadura ni profundidad y, en muchos casos, con diálogos ampulosos y con llamativos desniveles interpretativos en un mar de sobreactuaciones.

Está claro que Amapola está jugada siempre al artificio, pero incluso una propuesta de esta índole debe generar algún rasgo de identificación y empatía con el espectador que el film no logra. Queda, por lo tanto, admirar el aporte del director de fotografía suizo Ueli Steiger (habitual colaborador de Roland Emmerich), que utiliza sobre todo tonos sepias para dar una pátina nostálgica al relato, y el exquisito trabajo de dirección de arte, supervisado, por supuesto, por el propio Zanetti. Un gran despliegue de producción que enriquece la forma, pero que no alcanza a salvar el contenido.