Amantes por un día

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Como un retrato cubista

En el nuevo film de Garrel hay una precisión, una capacidad de síntesis y una limpieza de ejecución que hablan de un cineasta en plena forma, relajado tanto en su relación con los personajes como con los actores.

En su film más reciente, premiado en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes del año pasado, Philippe Garrel vuelve a demostrar que sigue teniendo un pulso impecable para contar pequeñas historias de amor y desamor en blanco y negro, como su película inmediatamente anterior, A la sombra de las mujeres, que la temporada anterior pasó injustamente inadvertida por la cartelera de Buenos Aires. Un poco como el coreano Hong Sang-soo, que también trabaja en una escala íntima y suele privilegiar la imagen monocromática, Garrel cuenta siempre un poco la misma historia, la de un desencuentro amoroso, pero con distintas variaciones. En este caso, el de un profesor de Filosofía cincuentón (Eric Caravaca), enamorado de una bella estudiante (Louise Chevillotte) que tiene la edad de su hija (Esther Garrel), quien a su vez se muda con ellos después de tener una terrible crisis con su novio. Nada más, pero tampoco nada menos, considerando que en el guion colabora por segunda vez con Garrel el legendario Jean-Claude Carrière (ver entrevista aparte) y en la fotografía está el exquisito Renato Berta, un auténtico maestro de la luz.

La novedad importante en el cine de Garrel está en que aquí, por primera vez, las mujeres atraen en su totalidad la atención del director, que hasta su film inmediatamente anterior siempre ponía en pie de igualdad a la pareja, con sus idas y vueltas, con sus lealtades y traiciones. Las dos chicas de Amantes por un día –título que alude a una famosa canción interpretada dolorosamente por Edith Piaf– se apoyan mutuamente, dejando al hombre en un evidente segundo plano: una para intentar paliar los tormentos de su reciente y traumática separación; la otra para esconder sus frecuentes travesuras e imprudencias. Desconfiadas entre sí al comienzo, no tardarán en hacerse amigas, cómplices y confidentes incluso. Al fin y al cabo, tienen la misma edad y pueden compartir sus secretos: un intento de suicidio o unas fotos comprometedoras las asocian impensadamente a la espalda del hombre con quien conviven y que es, a la vez, padre y amante. Y que no la tiene fácil en ese doble rol, donde siempre parece quedar desubicado, haga lo que haga.

Cierto humor fino pero no por ello menos absurdo pareciera asomar también por primera vez en el cine de Garrel, cortesía quizás de Monsieur Carrière, que siempre supo encontrar el punto de irrisión entre el hombre y la mujer, o entre un hombre y sus dos mujeres, que por momentos parecen un poco la misma, como sucedía en Ese obscuro objeto del deseo (1977), de Luis Buñuel.

En el nuevo film de Garrel hay una precisión, una capacidad de síntesis (apenas 75 minutos dura la película) y una limpieza de ejecución en cada escena que hablan de un cineasta en plena forma, muy seguro de sí mismo y relajado tanto en su relación con los personajes como con los actores que los interpretan. La figura geométrica del triángulo adopta nuevos aspectos, los vértices parecen cambiar permanentemente de lugar y la trama juega con sus criaturas como si tratara de un cuadro cubista, donde no se sabe bien donde comienza una y dónde termina la otra.

El trío protagónico está excelente en su totalidad, pero no se puede dejar de hacer una mención aparte para Esther Garrel, la nueva revelación de la familia: nieta de Maurice y hermana de Louis, dos tremendos actores, la hija menor del director Philippe le hace honor al apellido con una interpretación y una fotogenia fuera de norma. Todo el amor, el humor, el dolor e incluso el ridículo conviven en ella con una naturalidad no exenta de cierto pathos trágico que le da al personaje una profundidad que de otra manera quizás no tendría.