Amantes por un día

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

El alquimista

Cincuenta años después de Marie pour mémoire, Philippe Garrel sigue filmando en presente. Los rostros, los cuerpos, las miradas, las respiraciones y las voces: el cineasta celebra la humanidad en cada rincón, entre susurros y caricias, con una discreción elegante y una intensidad secreta. En su cine, la intimidad se convierte en una sustancia suspendida en el aire, en una luz sublime que fluye entre los seres cuando están parados juntos o caminando lado a lado, cuando se tocan, se hablan o se miran en silencio, cuando se encuentran solos pensando en el otro. Su nueva película vuelve sobre la amistad, los celos, la traición, el deseo, los encuentros y las separaciones, que se revelan en la ligera vibración del rostro de una joven, en la musicalidad de las voces en off o en la imagen de un hombre desdichado que camina solo en la noche de París. Amantes por un día transmite una emoción simple, física, cotidiana, sexual, parisina, joven y musical.

Estamos en un territorio conocido: las calles de París y los cafés populares del centro, fotografiados en un blanco y negro exquisito bajo una melodía de Jean Louis Aubert. Pero hay una energía sexual inédita y rupturas de tono inesperadas. La película comienza de un modo sorprendente con dos picos consecutivos de gran intensidad que unen el placer y el dolor en un mismo movimiento. Una estudiante se precipita por las escaleras de la universidad para unirse a su amante en el baño. Una segunda joven, abandonada por su novio, se lanza hacia la vereda y se funde en lágrimas. La estudiante vive una historia de amor con su profesor de filosofía, con quien comparte el departamento. La otra joven es la hija del profesor que llama a su puerta después de la ruptura. Las dos mujeres comienzan a habitar el mismo espacio, se apoyan mutuamente y comparten sus secretos. Garrel presta atención a los pequeños detalles y plantea la relación amorosa como un constante titubeo entre el deseo y la filiación. Combinando dos momentos contradictorios del ciclo sentimental, el cineasta examina con una agudeza profundamente conmovedora esta paradoja emocional.

Las dos mujeres no comparten la misma relación con el cuerpo: la sensualidad radiante de aquella que accede al deseo presente se contrapone con la aparente fragilidad de la que permanece anclada en un proyecto para restablecer su pareja. El vínculo filial es palpable: Esther Garrel, hija veinteañera de Philippe, aporta una notable energía juvenil a la película. Louise Chevillotte, por su parte, es todo un descubrimiento: un rostro-paisaje y un cuerpo magnético, adolescente y adulta, enigmática y presente. Las mujeres aman, desean, cambian de hábitos, sacuden al hombre y hacen avanzar la historia. El cineasta encuentra una belleza singular en la encarnación ligera y justa de estas historias de continuas decepciones amorosas. El trabajo interno de la película, sus ecos y los efectos de los encuentros y desencuentros, conforman una estructura delicada, precisa y compleja que fluye con una genial simplicidad. Garrel sigue depurando su cine con una precisión sintética que concentra la sustancia de los sentimientos amorosos, conjurando su fugacidad con una alquimia misteriosa.