Acusada

Crítica de Diego Lerer - La Agenda

La posverdad como trama

Con toques de suspenso más cercanos a Netflix, Acusada refleja hasta qué punto datos que entendemos como verdad son, finalmente, una construcción.

Al menos en el cine, el detrás de escena de los juicios suele estar centrado en la maquinaria de preparación para enfrentar el escenario donde se dirime, al menos legalmente, la culpabilidad de una persona. Es un género clásico, sostenido a partir de cientos de películas, especialmente hollywoodenses. Pero en los últimos años algo de ese género se ha alterado. Ya no es cuestión de tener mejores evidencias que la otra parte. Ni siquiera de ser más convincente a la hora de interrogar o de hacer alegatos. Los juicios, ahora, se ganan o pierden en la corte de la opinión pública. Y de eso, entre otras cosas, se trata Acusada, la película de Gonzalo Tobal que explora hasta qué punto lo mediático y lo socioeconómico son centrales a la hora de determinar qué funciona en esos y en otros ámbitos. En ese punto, es una película sobre esto que tendemos a llamar “posverdad”.

De principio a fin, Acusada está atravesada por esa idea, una que podríamos definir así: “lo que aparenta ser verdad es más importante que la propia verdad”. Partiendo de ahí, podemos pensar que las impresiones sobre lo que es o no cierto son más potentes, a la hora de probar inocencias o culpabilidades, que la inasible verdad. Y en este sentido, la comunicación es lo central. Se puede decir que Acusada es lo que pasa entre dos videos. El primero, uno que deja a la sospechosa como presunta culpable. Y un segundo, que no vamos a revelar acá, pero que le da una vuelta de tuerca al asunto.

Ese primer video es la evidencia a partir de la cual Dolores Drier (Lali Espósito) se vuelve la sospechosa principal del asesinato de Camila, su mejor amiga. Camila filma a Dolores en una fiesta, en una situación –digamos– sexualmente comprometida, y Dolores le dice que si ese video se da a conocer la va a matar. Obviamente, el video circula, se viraliza y, en otra fiesta que transcurre tiempo después, Camila aparece muerta, bañada en sangre. Todos los caminos (los motivos pero también la cercanía de la sospechosa con la chica fallecida en el lugar y en el momento de su muerte) conducen a Dolores.

Pero la película recién se inicia dos años después de este hecho y se centra en el juicio a Dolores. Para ese entonces la chica ya es una celebridad mediática: la entrevistan en televisión, le hacen estudiar lo que debe decir y lo que no, qué gestos usar y cómo usarlos, cómo sentarse o peinarse. Están sus padres (Leonardo Sbaraglia e Inés Estévez) preocupados por cada detalle y lo mismo hace el muy caro abogado que han contratado (Daniel Fanego). Pero a ese equipo hay que sumarle especialistas en imagen, maquilladoras, vestuaristas, jefes de prensa, etc. Más que la acusada por un crimen, Dolores parece una candidata política. O una estrella… como la propia Lali Espósito.

La película en sí prefiere insertarse más en ese territorio que en los detalles fácticos del caso (las famosas “evidencias”, un asunto que no se analiza en profundidad), ya que lo que realmente importa es controlar “el relato”, la narración pública de los hechos. Ahora, ¿controlar el relato es necesariamente mentir? ¿O se puede controlar diciendo la verdad? ¿Es posible “guionar” todos los actos de una persona? ¿O en algún momento la “naturaleza” se va a escapar? De eso parece tratarse la película aunque, en el fondo, casi no importa qué es verdad y qué no lo es. Importa lo que los jueces compren.

La película, claro, no es un estudio filosófico acerca de la posverdad y en su forma tiene más que ver con los thrillers tradicionales donde se debe determinar si tal persona es o no considerada culpable de un crimen. Y ahí entran los elementos dramáticos que arman la ficción. Interpretada de manera seca y con la menor gestualidad posible por Espósito, logrando que el espectador realmente no sepa si es o no culpable, Dolores es un misterio, un enigma, una joven que tal vez aprendió demasiado bien las lecciones del coach de turno. O no. Quizás es simplemente una chica enigmática.

Las observaciones sobre la vida “fiestera” de Dolores y sus amigas, su compleja relación con sus padres (ambos obsesionados en controlar todo lo que dice, ve o hace, hasta su acceso a internet), la un tanto curiosa actividad sexual en la que se embarca desde su casi encierro y su fastidioso apego a esas obligaciones impuestas por su equipo, tarde o temprano generarán el material dramático que dará fuerza al relato. Pero la excesiva compenetración de todos los personajes en sus roles (no los actores, sino los propios personajes) hace que por momentos a uno le cueste involucrarse emocionalmente con ellos. Miembros de una clase alta privilegiada, quieren controlar todo de una manera un tanto excesiva. Y eso no los vuelve precisamente simpáticos. Es Dolores, de algún modo, desde su rol de animal enjaulado (metáfora que la película subraya), la única que permite algún grado de identificación. Aun siendo potencialmente una asesina.

Tobal logra que la película —fotografiada por Fernando Lockett con su acostumbrada elegancia—, sea visualmente rica, aun cuando transcurre en su mayoría en un gran caserón donde vive la familia Drier. Algunas decisiones de guión (como mostrar poco y nada a la víctima o a su familia) son inteligentes y una clave entrevista televisiva, con Gael García Bernal como periodista supuestamente incisivo, se vuelve casi la secuencia “de acción” clave de un relato que coquetea con algunas ideas visuales hitchcockianas pero no las desarrolla del todo.

Acusada es un drama con toques de suspenso más cercano a lo que uno puede encontrar en Netflix que a lo que habitualmente se ve en la competencia de un festival como Venecia, donde recientemente compitió. Eso no es necesariamente una crítica a la película (sí al festival, que el año pasado le negó ese mismo lugar a Zama, sin ir más lejos, una película que necesita más de esos espacios) sino un intento de reflejar el tono que Acusada maneja. Una película correcta, efectiva, que intriga pero no apasiona y que crece en interés cuando uno piensa hasta qué punto refleja esas ideas antes mencionadas: cómo estos relatos que hoy entendemos como verdad son, finalmente, una construcción como cualquier otra.