Abattoir: recolector de pecados

Crítica de Emiliano Fernández - CineFreaks

Las tragedias unen a los pueblos

Abattoir prometía ser una reinterpretación original de los motivos de las casas embrujadas pero lamentablemente deja pasar la oportunidad que ofrecía su premisa de base y termina cayendo en un revoltijo de estereotipos y agujeros importantes en la trama…

La carrera de Darren Lynn Bousman, un norteamericano que se hizo conocido en el ámbito internacional por haber dirigido tres capítulos de la saga de El Juego del Miedo (Saw), ha sido francamente de lo más errática: luego de sus interesantes colaboraciones para la franquicia centrada en Jigsaw, lo más “parejo” que hizo -en términos cualitativos- fue la trilogía de musicales freaks con Terrance Zdunich, compuesta por Repo! The Genetic Opera (2008), The Devil’s Carnival (2012) y Alleluia! (2016). Como buen realizador de corazón clase B, el resto de su producción se mueve en un espectro que va desde lo potable símil Sangriento Día de las Madres (Mother’s Day, 2010), remake del clásico trash de Charles Kaufman de 1980, hasta propuestas relativamente fallidas como La Profecía del 11-11-11 (11-11-11, 2011), The Barrens (2012) y la que hoy nos ocupa, Abattoir (2016).

El film mete en una coctelera a las dos obras maestras del tándem William Castle/ Robb White, léase Mansión Siniestra (House on Haunted Hill, 1959) y 13 Fantasmas (13 Ghosts, 1960), para construir un relato que comienza con una premisa atractiva pero a posteriori termina en un atolladero de mediocridad y redundancias. La protagonista es Julia Talben (Jessica Lowndes), una periodista que descubre que un hombre mató a su hermana y a la familia de ésta. El asunto se torna muy bizarro cuando, días después y ya con el culpable tras las rejas, la mujer regresa a la casa en cuestión y encuentra que la escena del crimen ha sido removida desde los cimientos. La investigación correspondiente la conduce hacia Jebediah Crone (Dayton Callie), un personaje misterioso que lleva años y años comprando propiedades en donde se cometieron asesinatos y “coleccionando” habitaciones completas.

Durante toda esta primera parte la película cumple en lo que respecta a apuntalar un enigma coherente y ameno, circunstancia que cambia para mal en un segundo capítulo en el que los agujeros de la historia se multiplican exponencialmente y el guión de Christopher Monfette licúa la tensión acumulada hasta el momento: ayudada por su ex pareja, el Detective Declan Grady (Joe Anderson), Julia se dirige a Nueva Inglaterra, el pueblito donde ella y las víctimas anteriores nacieron, para dar con Crone e intentar comprender algo de lo ocurrido. A partir del instante en que llega al lugar y se topa con Allie (una Lin Shaye demasiado exagerada como la típica pregonera del horror por venir), la incógnita principal desaparece a medida que una serie de escenas soporíferas y de manual se suceden una tras otra, todas centradas en una Julia a merced de los pueblerinos y de un Crone muy anacrónico y kitsch.

De hecho, hasta la aparición de la mansión embrujada de turno -en los últimos 20 minutos del metraje- resulta una decepción porque cada movimiento de la trama se ve llegar desde kilómetros a la distancia, como si reproducir los motivos de los opus de Castle y White constituyese un sinónimo de éxito asegurado o como si tratar a Crone como una cruza entre los talentos oníricos de Freddy Krueger y la verborragia del Frederick Loren de Vincent Price aportase algo novedoso a esta altura del partido. Tampoco se le puede echar del todo la culpa a la falta de convicción de Bousman en ese segundo acto o al desempeño pobretón de Lowndes en el rol de Julia, ya que el que realmente falla en elevar la intensidad es el guionista Monfette, desaprovechando la idea de base alrededor de los “sacrificios” de los vecinos de Nueva Inglaterra y aquello de que las tragedias tienden a unir a los pueblos…