3 Corazones

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Con ecos de otros, mejores melodramas

Si la película de Benoît Jacquot genera cierto placer en el amante del género, es por un efecto de espejo roto, que vale más por lo que sus fragmentos reflejan (otros melodramas, como los del gran François Truffaut) que por lo que son. 
¿Hacía cuánto tiempo no había ocasión de gozar de ese (des)concierto de flechazos amorosos, desencuentros programados por el dios Destino, obsesiones fatales y pésimas elecciones del corazón, que definen al melodrama cinematográfico? Melodrama en su acepción francesa. Esto es como amor loco. Especialidad que François Truffaut supo cultivar con cartesiana pasión a lo largo de su carrera. Con una diferencia: en La mujer de la próxima puerta, Las dos inglesas y La piel suave, para nombrar algunas, héroes y heroínas se enamoraban a ciegas, como indica la tradición de la tragedia. Mientras que aquí son conscientes de que están metiendo la pata hasta el cuadril, y la meten igual. Con lo cual, en lugar de pensar “estamos jodidos”, llevado por la identificación a la que necesariamente apunta el género, el espectador puede llegar a pensar “jódanse”. Y eso no es bueno para nadie.Sin entrar en mayores detalles de trama, debe decirse que los corazones del título son los de dos hermanas, Sylvie (Charlotte Gainsbourg) y Sophie Berger (Chiara Mastroianni) y un inspector de finanzas, Marc (el belga Benoît Poelvoorde), que las conoce durante un viaje a Lyon. Las conoce por separado y, como un mediático de hoy en día (pero sin medios), se ocupa de juntarlas. Ellas están casadas. Él es soltero, poco y nada se sabe sobre su vida amorosa. Si se tratara de relaciones pasajeras, vaya y pase. Pero no: los tres se enamoran como en el siglo XIX, tirando por la borda seguridades burguesas, instituciones matrimoniales y roles sociales. Con lo cual va a haber drama, culpas, lágrimas. Madre de ambas, la inevitable Catherine Deneuve (casi una fatalidad del cine francés) observa todo desde una distancia discreta, sabia, calladamente sufrida.Pero claro, no es la trama lo que importa sino los detalles anticipatorios, el balance entre énfasis y ahogos, los grandes saltos temporales, los estragos del tiempo y el azar. El primer plano de la película presenta a Marc con el corazón en la boca, llegando tarde a la estación y perdiendo el último tren (tentador volver a pensar en Truffaut, pero no viene al caso). Presentación de un personaje que vive à bout de souffle (detalle interesante, el hipertenso Marc no responde en lo más mínimo al estereotipo del inspector de finanzas), primera intervención del azar o la fatalidad (por perder el tren conocerá a Sylvie) y un componente básico de toda tragedia o melodrama: el carácter premonitorio (otra llegada tarde de Marc resultará irreparable).“¿Cuántos años tenés?”, le pregunta Sylvie a Marc en la calle. El mira la dirección, el número 47, y después la hora: son más de las 12 y cumple esa edad. Una casualidad tan aparatosa sería atribuible al destino si estuviera planteada dramáticamente, pero la escena está jugada en tono de comedia, por lo cual suena más a comentario autoparódico. Lo que no pega mucho es que el director Benoît Jacquot va a inclinarse después hacia el melodrama clásico, con dos de las puntas del triángulo eligiendo la peor opción, y la tercera, como víctima ignorante. Otro clásico del género, el objeto como signo de la fatalidad, está representado aquí por un encendedor. Pero, otra vez, forzamiento: para que el objeto se vuelva signo, todos fuman más que Don Draper y sus compañeros de Mad Men.También la música desentona, con tonos hondos y amenazantes en las primeras escenas, que no dan para eso. Aquí está bien que desentone, ya que funciona como signo premonitorio. Desgajada del relato, una subtrama sobre corrupción política gana relevancia en la segunda parte, revelando en Marc un costado quijotesco que no ayuda a explicar lo que más que pasiones ciegas parecen simples irresponsabilidades amorosas. Si 3 corazones genera cierto placer en el amante del género es por un efecto de espejo roto (un espejo del siglo XVIII es otro objeto-signo aquí), que vale más por lo que sus fragmentos reflejan (otros melodramas, más redondos) que por lo que son.