3 anuncios por un crimen

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Entregar la placa, he ahí el dilema. Desde Gary Cooper en A la hora señalada a Clint Eastwood en Harry el sucio, más Glenn Ford en Los sobornados y Samuel Jackson en Shaft. Allí está el asunto. Al menos como gesto en el cual anida lo demás, en tanto síntesis de lo acontecido y lo que todavía podría suceder. Para llegar allí, a ese momento, habrá que esperar a que Tres anuncios para un crimen suceda y de paso abra unos pertinentes puntos suspensivos.

A la manera de un juego de ajedrez, tal como lo expone el sheriff de Ebbing (Woody Harrelson), la película de Martin McDonagh (Escondidos en Brujas) reparte las fichas sobre el tablero y deja que la partida comience. Podría decirse que el juego estaba sobre tablas, casi dormido, pero hizo falta una movida pícara para sacudir el avispero. De esta manera, Mildred (la estupenda Frances McDormand) alquila tres carteles a la vera de una ruta poco transitada, y les deposita consignas, slogans, dedicados a la apatía policial tras la violación y asesinato de su hija. Cuando caiga la primera ficha, las demás comenzarán a atajarse. Y lo que acontezca no tendrá, vale subrayar, consecuencias esperadas.

Mediante ardid semejante, apuntado a tocar la base de un nido humano y social, en este caso escondido en un pueblito profundo de Missouri, el director inglés traza una historia que se abruma de sombras. Tres anuncios para un crimen es una película noir, abocada a hundir sus imágenes en la duda y con ellas a sus personajes. ¿Quién mató a esta niña, de manera tan aberrante? Así como lo hiciera David Lynch en Twin Peaks, el enigma que el suceso encierra abre otras puertas, más o menos coincidentes, a veces tangenciales. Por ejemplo, el parlamento de Mildred al cura, dedicado a responsabilizar a todo aquel que decide ser parte de un grupo de comportamientos réprobos, es ejemplar, extraordinario. Podría pensarse que el film de McDonagh contiene muchas (y correctas) bajadas de línea semejantes, pero no, lo que prima es lo hediondo que puede ser el agujero cuando se descubre que todos, más o menos, chapotean en él.

Seguramente, la Mildred de McDormand esté destinada a convertirse en uno de los mejores papeles femeninos del último cine, sobre todo por ser pasible de encerrar tantas contradicciones. Con ella habrá de ocurrir en mayor medida la empatía del film, pero hasta ahí nomás. Hay que descubrir por qué y de qué manera nadie es nunca lo que aparenta. Porque Mildred tiene sus momentos vacíos, sin dudas, aun cuando sepa qué decir y cómo, tan segura de sí misma. Ella, sin embargo, nunca ríe. ¿Quién te creés? le dicen, y no sin dignidad.

Podría también decirse, dado el caso, que se trata de un film cínico. Pero no, nada de eso. Antes bien, es una película que retrata una hipocresía compartida, para la cual los roles pueden variar de acuerdo con lo tolerable. Allí donde se crea hay buenos o malos venales, mejor ver la película y aceptar que nadie es tan unívoco como para pensarlo de igual modo. En todo caso, la propuesta de McDonagh lo que hace es matizar de maneras incómodas, de cara a una sociedad ‑la norteamericana, en este caso‑ que deja impactarse por la publicidad y la televisión como no lo hace por otros medios. Un comentario semejante valida al cine como tal, todavía resquicio de una mirada crítica.

Lo hediondo que puede ser el agujero cuando se descubre que todos, más o menos, chapotean en él.

Si Mildred es la (anti)heroína, la mejor de sus réplicas la encarna Sam Rockwell: el perfil de su policía Dixon es hediondo, bruto, vive con mamá, racista, torturador. Cuando estas características sean puestas frente al espejo correspondiente, surgirán otros rasgos; entre ellos, los de una madre que lamenta los buenos viejos tiempos de negros perseguidos. Si el fuego era el arma letal y simbólica con la que los negros eran perseguidos en el sur, a Dixon le sucederá algo no tan alejado de tales características.

Ese momento de la película es espectacular, entre otras cosas porque es la situación clásica del western, el duelo: un enfrentamiento que también es mímesis edilicia, entre el edificio de la agencia publicitaria y el de la policía. Dos caras de una misma moneda, dos instancias de control, de consignas imperativas. A las dos ‑allí el quiebre‑ las toma por asalto Mildred, y de una manera que bien podría ser tildada de "terrorista". Ese choque hará surgir de entre sus entrañas de concreto hirviente algo distinto.

Pues bien, llegado el momento de dejar la placa ‑y descubra el espectador desde su butaca quién es el protagonista verdadero del asunto, puesto que dicha situación se desdobla en dos escenas‑ lo que asoma tras ese gesto es un manto de connivencia repugnante entre la política y la policía. De los retratos más cáusticos que se le han visto a película norteamericana en estos últimos tiempos.