Julia Solomonoff es una artesana del cine. Filma como nadie mundos particulares para hablar luego de universos que repercuten en sus personajes y espectadores de manera generalizada. En esta oportunidad la excusa es hablar de un actor que decide renegar de su pasado e inventarse una vida en Nueva York hacia afuera que no existe. Y en el constante mentir, un laberinto de situaciones le complicarán su presente, aislado, solo, apremiado, con la economía que lo amenaza y lo impulsa a hacer cosas para sobrevivir, pero que en el fondo sabe que tampoco le permitirán ser él mismo. Guillermo Pfening brilla en medio de un oscuro relato, con grandes actuaciones además de Marco Antonio Caponi, Elena Roger y Rafael Ferro, sobre decisiones y sobre cómo cada acción repercute en los demás, y Solomonoff filma como nadie esa ciudad amada por algunos, pero también asfixiante para aquellos que no saben cuál es su verdadero camino a seguir.
Parecería que Alejandro Vagnenkos posee una capacidad adivinatoria, su película llega en un momento único en el que aún se discute el destino de la educación en un país que cada vez más produce y reproduce viejos modelos. El civilización o barbarie en un modelo de enseñanza que rechaza al otro por diferente, y que impide ver la verdadera riqueza de en la amalgama encontrar la identidad y desde allí acompañar el proceso educativo con otra impronta.
El cine francés avanza en la reinvención de historias vistas anteriormente, pero suma, una vez más, una mirada que se potencia por la contemporaneidad que logra, impregnando en la visual y en la puesta, siempre moderna, una vanguardia que transita la cotidianeidad de los protagonistas de manera natural y envuelve a los protagonistas. Las películas que tienen la búsqueda de la identidad como tema principal, han generado, además, un sinfín de relatos en los que se busca desesperadamente descubrir qué hay detrás de una sombra sobre la que nadie sabe nada. Las posibilidades expresivas que ese cuento hacen expandir las acciones, también han sido recurrente y metodicamente revisitadas, y en la última producción cinematográfica francesa, varias películas han trabajado con este tema. La historia de este film arranca cuando Mathieu (Pierre Deladonchamps) es alertado sobre el fallecimiento de su posible padre, yendo al pueblo en el que vivía, el hombre intentará también traer para sí información necesaria para poder configurar la tensión dramática para que el relato avance. Pero nada lo haría suponer que durante dos días desandará los pasos de ese hombre ajeno a él, con información necesaria y esperada para terminar por configurarlo como ser. De eso habla “El hijo de Jean” (Francia, 2016), de Philippe Lioret (Welcome), una película que asombrosamente encuentra una manera de relatar precisa, cual caja de sorpresas y que apoya su narración en logradas interpretaciones de sus protagonistas. Y en el llegar al lugar para conocer a un ex socio de su padre (Gabriel Arcand), quien supuestamente tiene un regalo legado por el fallecido, Lioret no sólo construye un relato sobre posibilidades, sino también sobre hechos que se irán revelando ante el espectador, pero también, ante Mathieu, que sorprenden e impactan a la vez. El supuesto padre del hombre poseía hijos, y en un principio la desesperación por conocerlos, hará que el protagonista de este laberíntico film vaya recorriendo el guion intentando descubrir vínculos, espacios, relaciones, queriendo apropiarlos para también completarse. Pero, la habilidad del relato radicará justamente, en mezclar el fresco social con el policial, y de esa conjunción sale un potente relato sobre la familia, el amor, la paternidad, y el lugar en el que se depositan ideas preconcebidas sobre los vínculos filiales. “El hijo de Jean” posee la virtud de encontrar en un relato, que avanza lentamente, la capacidad para capturar la atención total del espectador y así, dejarse tentar por la increíble capacidad interpretativa de sus protagonistas, impensable este relato sin ellos. Deladonchamps se pone en la piel del hijo de Jean, con su enigmática capacidad para interpelar a la audiencia tras su mirada cristalina y su adusto gesto de preocupación, el contrapunto con Arcand, gran actor de la comedia francesa, potencia cada uno de los gestos que ante los hechos que se van narrando aparecen. El misterio que envuelve a “El hijo de Jean” y la identidad de Mathieu es la posibilidad de relatar la historia gradualmente, con paso lento pero firme, con un despliegue actoral único, y con una dirección de cámaras que prefiere en detalles y planos cercanos, lograr la compenetración total con su historia, lográndolo y convirtiendo a esta propuesta en una de las gratas sorpresas que renuevan la cartelera cinematográfica local.
El cine cubano avanza sobre prejuicios con un film contundente sobre la búsqueda de identidad. Lazos familiares que se renuevan, relaciones que se quiebran y la esperanza de un joven por poder encontrar su camino. Jesús debe no sólo asumir su identidad sexual en una sociedad que lo estigmatiza, sino que deberá recomponer una relación perdida hace años y que sorpresivamente vuelve a su vida para confirmarle que es quien desea ser.
Hay un halo de misterio que envuelve a la propuesta de Jordan Peele que potencia cada plano y cada secuencia. Porque en una simple lectura este thriller termina por desnudar mecanismos de violencia y racismo que, inexplicablemente, siguen enquistados en la sociedad. Si de la simple ecuación Pueblo de los malditos+The purge, se termina por configurar un adrenalínico y tenso relato, que apoyado en una banda sonora que eleva la acción a niveles insospechados, termina por configurarse una de las grandes sorpresas cinematográficas del año.
El segundo film de Daniel Hendler en rol de director es urgente. Interpela al espectador con el detrás de escena del armado de una campaña política que no se sabe en qué terminará. La agudeza de Hendler radica no sólo en rodearse de un gran cast (Ana Katz, Verónica Llinás), sino en ofrecerles la oportunidad de lucirse con diálogos y situaciones inmejorables para retratar el cinismo de la política y sus mecanismos de producción.
Hundidos en el yerbatal A veces el cine documental termina por compenetrarse tanto con el objeto que muestra, que el resultado final es mucho más contundente y relevante que el disparador que tomaba para iniciar su relato. Raidos (2016) de Diego Hernán Marcone trabaja con ideas sólidas sobre el trabajo, la explotación y el esfuerzo necesario para poder cumplir sueños a pesar que el contexto y la dura realidad no anime a nadie a buscar otro rumbo. Marcone lleva su cámara a un pequeño pueblo del norte argentino llamado Montecarlo, en el que la actividad principal del lugar, la recolección de hojas de yerba mate, termina por configurar un escenario poco propicio para las aspiraciones más profundas de aquellos que habitan el lugar. La “tarefa” (nombre específico de la actividad de la cosecha de yerba), domina las vidas de aquellos que la hacen. “Cuando éramos chicos era una diversión el yerbal, ahora no”, afirma uno de los que componen el “elenco” de la película. Y en esa afirmación hay una profundidad que a lo largo del largometraje no sólo se fortalecerá, sino que, mientras Marcone muestra en la pantalla la realidad de la actividad, se presenta como el principal punto a resolver entre las víctimas y los victimarios de un sistema que fagocita sueños y esperanzas de progreso. “Empecé en la tarefa a los 13 años, con mi vieja, y con el tiempo dejé el estudio” dice otro personaje, y luego asistimos al registro de un “empleador” que abona las jornadas de arduo trabajo bajo el sol que curte la piel. La película utiliza los detalles para destacar alguna actividad al reposar la mirada en, por ejemplo, el lavado de la ropa de trabajo a mano en recipientes plásticos que contienen la suciedad del esfuerzo diario por conseguir un peso, logro de un director que debuta con esta crónica humana. Por momentos el director decide virar la acción hacia algo más lúdico, como puede ser un partido de fútbol, porque detrás de las historias personales y particulares, hay una unificación de los cuerpos que narran desde el goce y la libertad que la noche ofrece y que potencian el corpus del film. La película desanda un relato sobre el desarraigo aún en el propio grupo de pertenencia. Dos jóvenes descansan, se miran, se cuentan historias y luego juegan con sus cuerpos formados bajo el esfuerzo laboral, en su origen, para mostrar una veta mucho más relajada del objeto que se analiza a lo largo del film. Los taraferos continúan con la actividad, aguardan su paga y se disponen el sábado a quemar esos pocos pesos que le han brindando, y por suerte allí está la cámara, para dejar en claro que no es lo mismo trabajo que explotación, sueños que delirios, crisis y cambio, para poder seguir apostando a un tiempo que debe venir para sanar y curar heridas.
Un ex matrimonio se reencuentra tras la pérdida de su hijo. Ambos se desconocen y reviven sus peores momentos juntos mientras intentan cumplir con la última voluntad de éste. Reunirse en un valle turístico en el que, “supuestamente” se verán nuevamente. Lo sobrenatural se introduce en la trama, algo que viene interesando, aparentemente, al último cine europeo (Oliver Assayas lo ha hecho con “Personal Shopper”) trabaja de manera intensa con este cariz generando productos que profundizan sobre el tema. La ex pareja se cela, se rechaza, se insulta, se reúne, y el misterio del hijo que los visita por última vez, configuran la ecléctica propuesta, un duelo entre Isabelle Huppert y Gerard Depardieu que no termina de estar a la altura de sus protagonistas.
Christian Mungiu desanda los caminos de un hombre que necesita cumplir a toda costa los objetivos que imaginó para su hija. Luego de ser atacada en la calle a punto de terminar sus exámenes para continuar estudiando, el padre comienza a trazar redes hacia varios lugares para evitar que la joven quede fuera del sistema educativo. La cámara de Mungiu acompaña al hombre de manera imperceptible, dejandose llevar por laberintos burocráticos, dependencias policiales, su propia casa, construyendo una multiplicidad de conflictos que caen sobre el hombre como un efecto dominó.
Fallida película de Nicole García, con una idea que no termina de cerrar del todo. El melodrama en el que se envuelve la historia de una mujer enferma y su reciente conquista amorosa, nunca termina por consolidar alguna idea cinematográfica válida sobre aquello que la pasión debería encender la pantalla. Tal vez por eso, en cada juzgamiento que García hace sobre sus personajes es en donde todo cae en redundancia.