De pasiones desatadas Una historia de amor entre mujeres, con Cate Blanchett y Rooney Mara sacándose chispas. Mucho ha cambiado de 1951 al presente. Patricia Highsmith escribió El precio de la sal bajo un seudónimo: recién en 1989 se imprimió como Carol, y con su nombre. Una historia de amor, de pasión, entre dos mujeres, era tal vez demasiado para la época. Y si además la resolución iba más allá... Pero lo que era casi prohibido por entonces, ahora es visto desde otra perspectiva. Y Todd Haynes, el artista de Velvet Goldmine, y especialmente Lejos del Paraíso, la narra desde hoy, pero ambientándola como la novela original, y hasta rodándola con un aire de clasicismo que subyuga y conmueve. Carol, una mujer casada, de la alta sociedad, conoce a Therese, una vendedora de una tienda. La señora, se adivina, tiene experiencia en pasiones, algo que la jovencita no sabe cómo sobrellevar. Haynes marca la encorsetada tirantez de la sociedad estadounidense de los años ’50 y la timidez de Therese, y cuando el entusiasmo deje lugar al arrebato y estalle con vehemencia, el erotismo será cuidado, pero concreto. Real. Perceptible. Lo que entrega Haynes es algo así como un embrujo. Hechiza al espectador, pero primero a Therese, en su confusión sexual, ya que tiene novio. Carol, la película, no tiene ataduras. Cate Blanchett da una clase de actuación. Enfundada en el vestuario de Sandy Powell, es toda una señora, pero también toda una mujer. Sabe balancear la pasión con el miedo (a perder a su amante, a perder a su hijita) y tiene eso que se llama presencia: cada vez que irrumpe en escena, como Katharine Hepburn, se nota. Rooney Mara está a kilómetros de la Lisbeth de Millenium, y por eso mismo su labor se acrecienta. Modosa y recatada como es Therese, es el personaje que cambia, que crece y que se iguala a su par. Sería otro tema de discusión cómo es que Carol quedó fuera de las nominaciones más importantes del Oscar, como mejor película y director, si será que a la Academia definitivamente no le cae bien Haynes, pero no por ello habría que perderse esta valiosa película. Todo lo contrario.
Hechos (imágenes) y no palabras El filme con DiCaprio y 12 candidaturas al Oscar tal vez no se convierta en un clásico, pero hoy es la manera clásica de filmar lo que a Hollywood le gusta. Si Revenant, El renacido termina llevándose el Oscar a la mejor película dentro de un mes es porque abrevia, glorifica y expande dos temas que el cine de Hollywood viene exprimiendo y ensanchando últimamente: la superación y la venganza. La alta definición del cine digital da una imagen y resolución prístina, pura. Así que si Birdman, al margen de la maestría de Emmanuel Lubezki para guiar la cámara en plano secuencias, era todo verbo, aquí es todo visual y muy, muy poco diálogo. Basada en una novela que refiere a ciertos personajes reales y a expediciones por 1820, remontando el río Missouri para cazar animales y llevar pieles, las matanzas (de animales y de humanos) y en especial cierta pelea cuerpo a cuerpo acercan a Iñárritu a Tarantino. ¿Y nos parece o tomó prestada la escena de Glass acurrucado en el vientre del caballo de Historias de caballos y hombres? Los que siguen los filmes de González Iñárritu saben que a sus protagonistas les cuesta pasarla bien. Hugh Glass es un guía viudo que tiene un hijo indio, es atacado por un voluminoso oso pardo que -aunque de composición digital, por lo que el filme podría llevarse el Oscar a efectos visuales- lo deja maltrecho, queda acechado por indios rees y los compañeros prácticamente lo dejan abandonado a su suerte. Ah, alguien acuchilla y asesina a su hijo. Así que ahí tenemos a Glass, malherido y superando obstáculo tras obstáculo, y sediento de venganza al ser testigo de quién asesina a su hijo. Todo el relato gira entorno a Glass, lo que es decir, a DiCaprio. El actor, que por quinta vez aspira a un Oscar hasta el presente esquivo, está el 95% en pantalla, y el otro 5% el resto de los personajes hace referencia continua a él. Como suele gustarle a Iñárritu en su versión romántica, hay flashbacks de la esposa asesinada de Glass, hay visiones y hay cuerpos suspendidos alla Birdman, y algunos golpes de tambores por cierto remedan a la película con la que el realizador de 21 gramos y Amores perros ganó el Oscar el año pasado. ¿Repetirá, como un postre? Pero por un lado decíamos que El renacido es casi la antítesis de Birdman en cuanto a que aquel filme estaba soportado en la palabra y una catarata de diálogos ingeniosos e inteligentes, que a muchos espectadores les resultaban pretenciosos. En El renacido la palabra casi no existe, y cuando Iñárritu hace hablar a sus personajes es porque resulta indispensable. Aquí, el poder lo tiene la imagen. Y la imagen es puro esplendor visual. Además de la potencia su forma de narrar, el paisaje nevado y los amplios horizontes son de una belleza indescriptible. Rodada en California, en Canadá y en Ushuaia (toda la secuencia final, cuando en el hemisferio Norte se quedaron sin nieve), la imagen en pantalla grande justifica el precio de la entrada. Como Fitzgerald, el malo de la película, está Tom Hardy, que es el nuevo Mad Max y ya peleó siendo Bane contra Batman en la última de la trilogía. Y aquí parece que lucha con Superman, porque Glass podrá tener apellido en inglés frágil, pero está construido a semejanza de los grandes héroes épicos, movido por la venganza. Y tal vez El renacido no se convierta en un clásico, pero hoy es la manera clásica de filmar lo que a Hollywood le gusta.
¿Hay alguien ahí afuera? Candidata a 4 Oscars principales (filme, director, actriz y guión adaptado), más que sobre la privación de la libertad es sobre la relación madre e hijo. Joy y su hijo, de 5 años, juegan en su cuarto. La madre fomenta la imaginación de Jack, le inventa historias, personajes. Le hace ver un mundo que el chico no conoce. Y que ella comienza a olvidar. Porque esa habitación es el cuarto en el que están prisioneros, confinados desde hace años, obligados por El viejo Nick, que secuestró a Joy, la violó y lo sigue haciendo por las noches. Así es: La habitación se centra en esa mujer que ansía tanto volver a la libertad como proteger a su pequeño hijo, que nació allí y no conoce el mundo exterior, y para quien todo lo que sucede en ese cuarto es normal y hasta le da seguridad. Basada en el best seller de Emma Donoghue, quien tomó como referencia el caso de Elizabeth Fritzl, liberada en 2008 tras pasar 24 años encerrada y abusada por su padre, Donaghue como guionista cambió el punto de vista del narrador: en la novela es Jack, aquí tiene sólo algunos parlamentos como voz en off. En ese cuarto de 3 x 3 lo que para Jack es todo su mundo, para Joy es una cámara de torturas. La curiosidad del niño por lo que le llega desde el televisor -que podría convertirlo en una suerte de joven Chauncey Gardiner, el personaje de Desde el jardín- contrasta con el sentido de claustrofobia que el director Lenny Abrahamson logra transmitir. Rodada con una cámara especial, es la actuación de Brie Larson (Joy) la que entrega, transfiere esa sensación de encierro y aislamiento. Pero antes que una película sobre la privación de la libertad y la lucha por sobrevivir en una situación extrema, La habitación trata sobre esa relación entre madre e hijo, la (sobre)protección necesaria que ejerce Joy sobre Jack y los cambios que experimentará la relación y cada uno de ellos cuando algo no por esperado, suceda. Los riesgos y los peligros que toda vida conlleva, impulsados y desarrollados a una enésima potencia. La habitación es un filme que merece verse -cuesta decir disfrutar, pero sí, es una experiencia cinematográfica difícil de olvidar- sin spoilers, entrando al cine con escasa información. Para descubrir, sorprenderse y seguir de cerca minuto a minuto, tras una primera media hora atrapante. Y agobiante. Lenny Abrahamson, un realizador irlandés independiente, tiene un toque poético y una maestría para conducir a sus actores en los distintos estados anímicos de sus personajes. Brie Larson conmueve y logra la empatía con el espectador desde la primera toma, desde que cocina la torta de cumpleaños de 5 de Jack. Su personaje tiene subidas y bajadas, y la actriz, a quien hemos visto en pocas películas aquí, y por lo general en roles secundarios, lo hace creíble y querible. No debería escapársele el Oscar. Párrafo aparte para Jacob Tremblay, que tenía 8 cuando filmó la película y es dueño de una inocencia y una madurez impensada en un actor de su edad.
Hablame bien Todos los filmes de Tarantino son, en esencia, un western. Y aquí recupera el valor de la palabra, más que la clásica violencia, en sus personajes. Aunque él diga que es un género que está descubriendo, y que Los 8 más odiados es recién su segundo western, todas las películas de Quentin Tarantino son, en esencia, un western. Piénselo y me dará la razón. Pero ¿qué es lo que más atrae de una película de Tarantino? Viendo alguna de las matanzas en Los 8 más odiados, descubrimos que cuando llega aquello por lo que muchos señalan es su marca en el orillo, la violencia, la sangre a borbotones, esperamos que esos minutos terminen. Que pasen. Porque ya no conmueven, y sabemos que no va a pasar nada nuevo en esas escenas más que saber, al final, quién muere y quién vive. Es mejor aguardar que el (los) personaje(s) en cuestión mueran para meternos de lleno en cuál es el comportamiento de los que sobreviven... Aunque filma como los dioses, los diálogos, descubro, son lo que nos fascinan. Recuerden los diálogos en escenas previas a las terribles balaceras en Bastardos sin gloria, o Django sin cadenas, para no ir a Pulp Fiction o Perros de la calle. Los 8 más odiados, el octavo filme de Tarantino después de sus previos 7 magníficos, tiene varias vueltas de tuerca y sorpresas. Como si fuera un relato de Agatha Christie, en cuanto al suspenso, porque la dama se desmayaría al ver el desenlace de Los 8 más odiados. O un filme de Hitchcock: el maestro del suspenso decía que lo más apasionante era mostrar al espectador que dos personajes se sentaban a una mesa, y debajo de ella había una bomba por explotar, pero los protagonistas no lo sabían. Mucho de ello hay en la construcción de Los 8 más odiados. En la que tampoco nadie es quien dice ser. Tras una toma de apertura monumental (un Cristo nevado cerca del que pasa una diligencia), Tarantino presenta uno por uno a sus personajes. La brutalidad difícil de contener de los 8 se pondrá de manifiesto. Ruth (Kurt Russell) es un cazarrecompensas que lleva a la horca a Daisy (Jennifer Jason Leigh), pero una tormenta de nieve los hace buscar resguardo en lo de Minnie a ambos, al chofer, a Marquis (Samuel L. Jackson), otro cazarrecompensas que levantan en el camino, y al futuro sheriff (Walton Goggins) de Red Rock, destino donde ahorcarían a Daisy. Pero en el refugio no están Minnie, ni Sweet Dave, sino un mexicano (Demián Bichir) que dice estar cuidando el lugar, y otros tres recién llegados: un verdugo, británico (Tim Roth), otro, como Roth, ex Perros de la calle, que es el cowboy Joe Cage (Michael Madsen), y el general confederado que interpreta Bruce Dern. Entonces es mejor admirar la paleta de colores y en 70 mm que utiliza Robert Richardson. La amplísima pantalla no sólo sirve para los exteriores, fíjense cómo recorta a los personajes en primer plano. Y la música de Ennio Morricone -con las disculpas del maestro italiano, parece le han quedado unos cuantos acordes perdidos de Los intocables, que utiliza aquí-, que es como un repiqueteo. ¿Qué hace Tarantino? Ataca nuestra conciencia, las ideas morales. ¿Es políticamente incorrecto? Lo políticamente correcto no le interesa. El tiene su mundo. Y aquí son todos malos, feos y violentos.
Cómo surgió “Moby Dick” La historia del barco que sufrió el ataque de la ballena blanca, contado con efectos, grandilocuencia y algunos lugares comunes. La nueva película de Ron Howard -un realizador tan ecléctico que puede hacer maravillas pequeñas como El diario, filmes de consumo masivo con pretensiones artísticas como Apollo 13 y Rush, colocarle peluquín a Tom Hanks y azotarnos con bodrios comerciales como la saga de El código Da Vinci- cuenta el viaje del barco ballenero Essex, en 1820, que inspiró a Herman Melville para escribir Moby Dick. La película se incluye entre esas epopeyas marítimas que tanto le gusta(ba)n a Hollywood, historias de entereza, de hombres abandonados a su (mala) suerte, a kilómetros de todo y de nada, y que deben subsistir como sea. Hay algo de Una aventura extraordinaria y de Inquebrantable, claro. Tal vez usted leyó sobre En el corazón del mar hace unos cuántos meses, cuando la película iba a estrenarse internacionalmente y luego se postergó. Y es, junto a Steve Jobs, el otro estreno de este último día del 2015, otro ejemplo de buenas realizaciones, pero que no han sido apoyadas por el público, al menos en su país de origen. Howard contactó a Chris Hemsworth, a quien había dirigido como James Hunt, el piloto de Fórmula 1 en Rush, y le confió el papel de Owen Chase, primer oficial del ballenero Essex, a cuyo mando parte el acomodado George Polard (Benjamin Walker), nombrado capitán por una cuestión de linaje y no de capacidad en ultramar. Estamos hablando de 1820, cuando el aceite de ballenas servía para iluminar ciudades enteras, antes del apogeo de la industria del petróleo. Howard cuenta dos historias a bordo de ese barco, y la combina con una tercera. La del océano, que tiene que ver con la lucha entre los hombres y la ballena, que parece tener ansias de venganza humana, y ataca repetidas veces el Essex; la segunda es la de la supervivencia cuando el barco naufraga; y la tercera es la que une a Melville con Thomas Nickerson (Brendan Gleeson), sobreviviente de la tragedia, a quien visita más de 30 años después del naufragio, interesado en conocer de primera mano qué fue lo que sucedió. Por un lado está lo ampuloso, lo magnífico, el deseo de Howard por hacer una película majestuosa. Entonces apelará al 3D para sentirnos como los marineros, en medio de una tempestad, o vibrar con los ataques de la ballena. Los efectos visuales son muy buenos, y no puede reprocharse absolutamente nada a la ambientación, la fotografía de Anthony Dodd Mantle, y hasta la música del español Roque Baños, que acompaña y no se pone adelante de las acciones, algo que egoístas compositores suelen realizar. En esto también hay un punto que enlaza a En el corazón del mar con Una aventura extraordinaria, ya que lo que sucede en alta mar es contado en una entrevista. El poder de la naturaleza ante el hombre, la capacidad de éste por realizar actos que van más allá de los límites imaginables, también son centrales. Pero Hemsworth está lejos de lograr compenetrarnos en su papel de cazador de ballenas, como lograba Robert Shaw a la pesca del escualo en Tiburón. No está de más recordar que Howard ya tuvo su bautismo de fuego en el agua con otra película con un ser que se sumergía y emergía. Era Splash, con Daryl Hannah como una sirenita. En fin, que el tiempo pasa para todos.
Estrellas no alineadas Ni la suma de nombres rutilantes (Keaton, Goodman, Seyfried, Wilde, Helms) remonta esta floja comedia. Quién más, quien menos, cuando llegan las Fiestas de fin de año cada uno hace su balance, a veces se encuentra sentado a la mesa y, antes o después del brindis, se desencadenan allí peleas, pases de facturas y reproches la mayoría de las veces previsibles y/o frenables. No es el caso de Navidad con los Cooper, la comedia de Jessie Nelson que desperdicia un elenco de esos que Hollywood suele reunir cuando en el productor llamar al director de casting después de desglosar el guión y advertir que es mejor reunir talento delante de la cámara, porque de movida la mano viene algo complicada. Y no es porque Nelson haya demostrado no tener agallas. Mi nombre es Sam era una película muy emotiva, pero en una cuerda completamente diferente a la que tensa ahora. Charlotte y Sam (Diane Keaton y John Goodman, dos de los muchos nombres desperdiciados en la película) son un matrimonio que está junto desde que eran hippies. Están por divorciarse, pero no desean hacerlo antes de pasar la última Navidad en familia, con sus hijos, sus nietos y algún abuelo (Alan Arkin, por caso). No queda en claro cuál es el motivo por el cual estos sesentones desean seguir cada uno por su lado, porque la no realización de un viaje que vienen arrastrando sería como demasiado poco. Tampoco importa. Porque si ellos dos son el centro, hay varios satélites dándoles vuelta, desde una hija que “engancha” un marine (Jake Lacy, de Girls) en un aeropuerto para llevar a alguien a la reunión, y no la miren con cara rara porque no tiene novio (y eso que es Olivia Wilde). Ed Helms (¿Qué pasó ayer?) es el otro hijo, recientemente divorciado, a su vez con dos hijos algo rebeldes. Y el abuelo se sienta siempre en un restaurante donde la atiende la misma mesera (Amanda Seyfried), que quiere algo más que servir café caliente. Hay más personajes, como el de la hermana que interpreta Marisa Tomei, pero si los contamos en bloque no queda nada por sorprenderse, si usted decide ir al cine. El problema con Navidad con los Cooper no es la trama, que sería en este caso lo de menos, sino los diálogos, ni la conglomeración de estrellas, sino que la conjunción precisamente no se da. No se alinearon las estrellas, ya no los planetas, los gags se caen de maduros, la banda sonora mezcla más que combina clásicos navideños, y un largo etcétera.
la secuela que todos estábamos esperando La saga retoma con más energía, con personajes conocidos y una camada nueva que revitaliza el universo galáctico. Todo fan de Star Wars sintió un cosquilleo cuando se enteró de que Disney había comprado Lucasfilm, la productora de George Lucas. La picazón amenguó cuando se difundió que J.J. Abrams, cerebro detrás de Lost, iba a dirigir el primero de los tres filmes de esta nueva trilogía que son los Episodios VII, VIII y IX. Fanáticos de Star Wars, seguidores de la Fuerza, admiradores de Luke Skywalker y Han Solo, podemos quedarnos tranquilos. El despertar de la Fuerza es la secuela a El regreso del Jedi que todos estábamos esperando. Hace honor a la saga, lo que no habían hecho las precuelas. El despertar... tiene entidad propia, porque J.J. Abrams es un buen discípulo de Lucas, pese a que no escuchara sus sugerencias para construir la nueva trilogía. Y si parece más un filme de Steven Spielberg (de quien Abrams es amigo y fan) que del Lucas de 1977 a 1983 (por favor, olvidemos la etapa de Episodio I a III), debe contarse como un elogio. Abrams es fanático de lo que Lucas produjo entre 1977 y 1983 (los Episodios IV a VI). Y llamó a Lawrence Kasdan, guionista de El Imperio contraataca y El regreso del Jedi, por lo que el espíritu que anida en El despertar de la Fuerza está embuido, sumergido en la, llamémosle, época gloriosa del universo galáctico. Cuando la fanfarria inicial de Star Wars, debida a John Williams, arranca, junto con el crawl con el enunciado de por dónde arranca el Episodio VII, el sentimiento de zambullirse, dejarse llevar por una nueva aventura permanece intacto. Emociona. Allí nos enteramos de que Luke Skywalker lleva años desaparecido y de que de las cenizas del Imperio surgió la Primera Orden. Que la ex princesa Leia (Carrie Fisher), hermana de Luke, ahora es generala de la Resistencia (antes, la Alianza rebelde) y quiere hallarlo. Hay que combatir a los seguidores del extinto y maléfico Darth Vader, padre de Leia y Luke. Abrams y Kasdan entienden que se deben a un público adicto, pero también quieren generar uno nuevo, saben que niños y adolescentes ingresan al universo galáctico recién con El despertar de la Fuerza. Y entonces la ingenuidad de los nuevos protagonistas (Rey, Finn y Poe) es bienvenida. Ellos se maravillan, como los nuevos espectadores, de las figuras míticas de la saga. Y aquí están esos nuevos personajes. Rey (Daisy Ridley, 23 años), una chatarrera o cartonera, que en el desértico Jakku rescata a BB-8, un droide rodante y pariente cercano de R2-D2 que tiene en su poder un mapa que permitiría saber dónde está Luke. En Jakku, Rey y BB-8 se cruzan con Finn (John Boyega), un Starmtrooper renegado, que no quiso participar en la matanza que abre la película, donde el piloto Poe (Oscar Isaac) le entrega a BB-8 el mapa que a su vez le había dado un aliado de Leia (Max von Sydow). Ya saben que en algún momento Rey -que tiene un protagonismo avasallante y bienvenido, y es más heroína que Finn, a quien le dejaron más chistes que momentos de proezas, que los tiene, aunque quién sabe qué pasará en el Episodio VII dentro de dos años- y Finn se cruzarán con Han Solo (Harrison Ford) y Chewbacca. El que también quiere conseguir el mapa es el misterioso Kylo Ren (Adam Driver), seguidor de Darth Vader, que viste de negro, tiene casco y su voz sale a través de un filtro, y a quien de movida un personaje le dice que sabe a qué familia pertenece. Kylo responde al Líder Supremo Snoke (un malvado en holograma, muy desdibujado por cierto), que quiere eliminar al último Jedi, Luke, porque sin él no podrían formarse nuevos Caballeros. Si toda película de aventuras tiene su horma en el villano, Kylo ofrece una tipología novedosa en la saga. No es un Darth Vader, es un tipo a veces temeroso, confundido, lo que lo hace bastante más rico y menos lineal que muchos malvados de estos días por esta galaxia. Mucho pudo cambiar (o no) en los 30 años a los personajes que sobreviven de El regreso del Jedi, pero sí bastante cambió la manera de filmar. Por suerte, este Episodio VII no tiene esa manía de cortes de montaje abruptos, apresurados y modernos, y la edición es más tranquila. Se parece a la trilogía de los Episodios IV, V y VI. Los efectos especiales (Star Wars creó los efectos especiales tal como los concebimos hoy en día, por si alguien se olvidó) son esenciales, pero no distraen. Esto es: las persecuciones y batallas de las naves espaciales desafían la gravedad, hay bichos y especies extrañas, están los sables láser, la escenografía es colorida, pero todo es un combinado. Y aquéllos que nunca vieron un fotograma de La guerra de las galaxias, también la pueden disfrutar y entender (aunque lo primero, un poquito menos). También, y como era de esperar, quedan muchas preguntas sin respuestas, al margen de un final presumiblemente abierto. Por qué tal personaje tiene ciertos poderes, cómo y por qué otro tenía el sable láser de Luke, de qué familia proviene la huérfana Rey, y más. Pero la sensación que queda al final de El despertar de la Fuerza es qué bueno tener que esperar dos años para saber cómo continúa, algo mucho más placentero que la incertidumbre que tuvimos después de ver Episodio I La amenaza fantasma, y temer que todo se desbarrancara más. “Algunas cosas no cambian”, dice Han Solo, el héroe que tanto estábamos extrañando.
En el terror, no todo está dicho Basándose en la mitología irlandesa, el filme es algo distinto al clásico relato de terror en torno a un bosque. Corin Hardy es un artista visual, y su trabajo detrás de cámaras como director novel en Los hijos del Diablo (The Hallow, en el original) apunta a un camino transitado y a veces farragoso. Es el del neófito, el que llega a un lugar que desconoce y debe resolver allí situaciones complejas en un medio en el que no está habituado. Porque por más que Adam sea un técnico forestal y ese ámbito nuevo sea un bosque, las cosas que suceden allí no son para cualquiera. Y menos para un joven matrimonio con una hijita bebé. Y un perro. En una de sus primeras salidas por el bosque, encuentra muerto un ciervo. Una sustancia tan oscura como extraña sale de él. ¿Qué hace Adam? La analiza en su casa en el medio del bosque, adonde se mudó con su familia. Lo que observa no lo tranquiliza, y menos las advertencias de un vecino malhumorado y supersticioso. La aparición de espíritus malignos deja de ser una leyenda para empezar a tomar entidad, y Hardy se encarga de ir acrecentando la tensión, hasta hacerla casi insoportable. Como suele suceder con el género, cuando no es una mera sumatoria de golpes de efecto, sangre, vísceras y varios etcéteras, el suspenso es el mejor amigo de la trama, y Cordy supo imprimírselo al relato. Claro que llega un momento en el que la mitología irlandesa, las apariciones, la mala onda de los vecinos y el trastorno psíquico que, es evidente, comienza a aparecer en Adam, se aúna y abruma. Igual, es un exponente -algo- distinto al habitual filme de terror en torno a una casita perdida en el bosque.
Gritos y ningún susurro El recuerdo de un amante latino, con sus ex y sus hijas encontrándose en un homenaje: drama y humor. Comedia con intérpretes -no todos- que han tenido su esplendor en décadas anteriores, como la fallecida Virna Lisi, a la que se le dedica la película, y Marisa Paredes, y más actuales como Valeria Bruni Tedeschi y Candela Peña, Latin Lover es una película coral. Una melange, la Biblia junto al calefón, un conglomerado de actores de distintas nacionalidades europeas para esta comedia dramática que está mejor cuando es drama que cuando es comedia. Aunque sea preferible reír que llorar, los momentos mejor trabajados de esta película de Cristina Comencini, hija del legendario Luigi (Pan, amor y fantasía) surgen cuando los personajes femeninos entran en confrontación. Y serán varias veces, porque la excusa del filme es una reunión por el décimo aniversario de la muerte de Saverio Crispo, el latin lover del título. Saverio tuvo muchas mujeres, y muchas hijas, y todas estarán allí, con parejas y descendientes en el pueblito italiano donde se le rendirá homenaje. Y surgirán secretos, peleas, humoradas y todo lo que el cine italiano viene ofreciendo desde que la commedia all’italiana existe. Lo de las nacionalidades tiene que ver precisamente con que Saverio, que no era severo a la hora de elegir compañera de cama, rodaba películas por todo el continente dejando un tendal en sus amoríos. Comencini se preocupa por dibujar mejor a las viudas y las hijas que a los personajes masculinos, que son todo un brochazo (el infiel, el que guarda un secreto, y así). Latin Lover no puede dejar de caer en el pecado de que, al ser un filme coral, los desniveles de las actuaciones y de las subtramas terminen por ofrecer una montaña rusa. Y si nunca emociona, tampoco deja de ser un buen pasatiempo, con muchos rostros conocidos de actores que hacen lo que pueden el poco tiempo que saben que la cámara los estará tomando.
De eso no se habla Un matrimonio en crisis en un hotel con vista al mar, en el pretencioso filme con Angelina Jolie Pitt y su marido Brad. Si hay un gancho vendedor de Frente al mar es que los protagonistas son Angelina Jolie Pitt y su marido Brad. La única vez que habían trabajado juntos como actores fue en Sr. y Sra. Smith, donde componían a un matrimonio aburrido. Como aquí. En aquella película aún no eran pareja. En la ficción eran espías, y descubrían que tenían la orden de asesinarse mutuamente. En Frente al mar, que dirige Angelina, ya son pareja, por lo que el morbo de algunos espectadores podrá ir acrecentando. Roland y Vanessa son un matrimonio de artistas estadounidense que deja Nueva York para escaparse a la costa francesa. Frente al Mediterráneo, pueblito pesquero, hotel con vista al mar. Jolie Pitt (como firma ahora Angelina) parece querer acercarse al cine de arte europeo, y a Antonioni tras dos películas como directora en la que demostró ser antónima de Antonioni, In the Land of Blood and Honey e Inquebrantable. Dos dramas que transcurrían en tiempos y en plenas guerras. Ahora son los años ’70, Roland y Vanessa llegan en un hermoso convertible al mar azul, fuman y beben mucho. Ella, que era bailarina, está deprimida y luce casi siempre cansada. Eso sí, viste extraordinaria. El pretende ir a un bar a escribir, cuando se siente un fracasado y está bloqueado como escritor de novelas. El sale, ella casi siempre se queda encerrada. ¿Parece, o arreglaron para estar de vacaciones el menor tiempo posible juntos? Algo, mucho de eso hay en Frente al mar. A los 45 minutos de las dos horas de proyección, Roland finalmente tira una pista. “¿Alguna vez vamos a hablar de ello?”. Es que de eso no se habla, claro, hasta llegar al final. Por lo que la película va pasando de puede salvarse este matrimonio a un estado de, ejem, excitación cuando una pareja joven de recién casados (Mélanie Laurent, que trabajó con Pitt en Bastardos sin gloria, y Melvil Poupaud) se alberga en la habitación contigua. Y, upa, Vane primero y Roland después descubren un agujerito, allá abajo en la pared, donde pueden pispear lo que hacen Lea y Francois. Claro, tienen sexo. El que no tienen Vane y Roland. Es nítido que Jolie Pitt va a tomarse su tiempo para desarrollar la trama. También, que la historia en sí es pequeña. El conflicto es mayúsculo, pero tarda en descubrirse. La directora quiso jugar con la impaciencia de su público, que esperará un buen rato para ver si la pasión entre ella y Pitt se enciende en algún momento, y elucubrará ideas sobre qué le pasó a Vanessa para estar tan distante y que las lágrimas se detengan en sus labios encolagenados. Paciencia. Por allí, como Michel, el dueño del bar, está Niels Arestrup (Un profeta), dando una clase de economía de gestos y expresiones. Jolie Pitt no se destaca precisamente en la redacción de los diálogos, y lo que hace el francés es apropiarse del texto y crear un personaje, algo que el resto del elenco dejó para otra oportunidad.