Cómo se sufre ser genio Siempre es atractivo conocer la vida de un genio, y aquí se suma la actuación de Irons. No es poco. El universo de los genios siempre es atrapante. Y, por lo general, sus vidas están llenas de contratiempos, por lo que las versiones cinematográficas, las biopics, suelen estar plagadas de momentos infelices y pocas satisfacciones. Así como en El Código Enigma se reflejaba a Alan Turing peleando porque consideraran serio su análisis para decodificar un sistema de comunicación de los nazis -y de paso, su homosexualidad-, y en La teoría del todo se pintaba a Stephen Hawkins, ahora El hombre que conocía el infinito retoma al indio Srinivasa Ramanujan, un joven que supo ganarse un lugar en el mundo de las matemáticas, saltando prejuicios a comienzos del siglo pasado en una Inglaterra que veía a los súbditos en su colonia más importante como ciudadanos de segunda. No todos, claro, aunque en el medio académico también había aprensión, terquedad y arbitrariedades varias. Ramanujan (Dev Patel, de ¿Quién quiere ser millonario?), que vivió en la pobreza y sin trabajo en su país, logró que una eminencia de Oxford, G. H. Hardy (Jeremy Irons) aceptara cobijarlo y volverse una especie de mentor. Allí, Ramanujan realizó análisis matemáticos hasta el momento imposibles, ya sea en la teoría de números, las series y las fracciones continuas. Aunque por momentos todo suene algo esquemático -lo de los prejuicios de otros académicos para no apoyar el ingreso del indio a la casa de altos estudios; el clisé en que se convierte su tuberculosis; alguna miradita ya conocida a Jeremy Irons- la relación entre ambos personajes es troncal, y allí está lo mejor de la segunda película del realizador Matt Brown en 15 años. Irons puede mascar su pipa, leer un diario tamaño sábana o acomodarse el cabello con la misma minuciosidad, y hacernos creer cada línea de diálogo imposible. Habrá que ver cómo le sale a Patel ser algún día otra cosa que un joven acomplejado, papel que viene repitiendo, pero por ahora sigue cumpliendo.
Del mito al hecho hay mucha animación El mito de las cigüeñas y los bebés, actualizado en una comedia que tiene toques de genuina emoción. La cosa es más o menos así: si en animación hay que imaginar una historia nueva y no replicar personajes, los estudios de Hollywood no se preocupan por la verosimilitud -como tampoco lo hacen si hay epidemia de secuelas- y apelan a personajes que generen simpatía inmediata y no tengan un solo costado. Cigüeñas entra en este tipo de filmes, y como por ejemplo Shrek, que se basaba en un cuento de hadas, pero reformulado, aquí se basan en el mito de que son esas aves las que traen a los bebés al mundo. Claro que esa fábula o idea fantástica se actualiza: las cigüeñas recibían las cartas de los papis, fabricaban bebés, los transportaban a través de las nubes en una suerte de cápsulas espaciales y los llevaban a destino. Los verbos en tiempo pasado son porque ahora, en vez de despachar bebés, despachan y entregan paquetes. Montaña Cigüeña se amazoneó, y se convirtió en cornerstone.com. Es lo que hay. Lejos de allí, hay un chico, Nate, hijo único que tiene padres workaholics, que como no le prestan atención pide un hermanito. La reacción paterna es reírse y pasar a otro tema -típico- pero cual lema napoleónico (persevera y triunfarás) Nate encuentra en la buhardilla un prospecto para pedir bebés (¿él habrá llegado traído por cigüeñas?) y manda por sí mismo la carta. Ya antes la trama muestra a Junior, la cigüeña que está por ser promovida si logra que la beba que se quedó allí, Tulip, y ahora tiene 18 años, es despedida o llega a su hogar. Entonces tenemos a Junior, Tulip, un pajarito y el bebé hermanito de Nate por un lado, y a Nate y sus padres que le empiezan a prestar atención, por el otro. Y en el medio una conjunción en esta road movie -por supuesto que Junior, hasta herido, llevará con Tulip y el pajarito al bebé a la Tierra- con varios momentos como mojones de viaje. Y como si todo no está descubierto, si algo funcionó hay que aprovecharlo: una manada de lobos perseguirá a los héroes y formará figuras diversas, al estilo del cardumen de Buscando a Nemo. Lo que remarca a Cigüeñas es la emoción que se apodera del filme casi en sus momentos finales. La calidad de la animación podrá ser mejor, o no, pero como bien dijo alguien, en el cine lo que importan son las historias. Y aquí hay una.
Lavando y sufriendo Bryan Cranston es el agente que se jugó la vida para apresar al cartel de Medellín en este potente drama. La historia es real, aunque por momentos parezca surgida la de la más afiebrada mente de un guionista alucinado. Robert Mazur fue un agente encubierto, que en los años ‘80 se hizo pasar como un lavador de dinero que provenía de los carteles de la droga, para atrapar a los cabecillas del Cartel de Medellín, que regenteaba el colombiano Pablo Escobar. La película de Brad Furman (Culpable o inocente, con Matthew McConaughey) se estructura en ese medio tan peligroso y resbaladizo -el del tráfico de estupefacientes-, pero también en otro igualmente escurridizo como es el del personaje que asume una doble identidad. Porque Mazur no es, no fue, el típico agente que el cine y la televisión estadounidense nos ha venido mostrando. Es audaz, sí, pero es un esposo amante y padre de familia, no la pasa bien en medio de las fiestas de mujeres y cocaína, no se deja sobornar ni pisa el palito. Lo que a veces le cuesta a Mazur es no creerse demasiado en serio ser Bob Muzella, el lavador. Mazur advierte que más que ir tras la droga, deberían buscar dónde está el dinero que se mueve en ese mercado. De allí el plan y, también el resultado por todos conocido. Cuánto hay de hechos y cuánto de ficción habría que preguntárselo a Mazur, o a la madre del director, Ellen Brown Furman, que ofició de guionista. Pero las situaciones por las que atravesó el agente federal parecen brotar de una fuente inagotable de obstáculos y contrariedades varias. Desde inventarse una novia con la que está comprometido para zafar de tener sexo con una prostituta regalada por los narcos, para no ser infiel a su esposa, a pasar un “casting” en el que podría ganarse una bala en la cabeza. Bryan Cranston es conocido por su personaje en Breaking Bad. De fabricante de metanfetamina pasa aquí a combatir en la guerra con la droga. Pero Cranston (60) ha sabido cambiar de personajes arquetípicos como de vestuario (y además de esos raros peinados nuevos), ya en la ganadora del Oscar Argo como en la última Godzilla o en Trumbo (y será el tetrapléjico de la versión hollywoodense de Amigos intocables). Su cambio de registro es admirable, y ayuda a que la tensión constante sea cada vez más agobiadora. No está solo en ello, ya que John Leguizamo (su compañero), Diane Kruger (su falsa novia) y una irreconocible Amy Ryan como su jefa corren parejo en este filme que combina drama, crimen y thriller en medidas sumamente justas.
La soledad era esto El drama profundo que involucra a una pareja, sola en una isla desierta, está bellamente narrada. Un drama con todas sus cinco letras es La luz entre los océanos, una historia de amor profundo que involucra a una pareja a comienzos del siglo XX en una aislada isla en Australia, sin nada a 160 kilómetros a la redonda. Hasta allí llega Tom (Michael Fassbender), a encargarse del faro de la isla, una suplencia de tres meses que el héroe de la Primera Guerra Mundial cree le vendrá bárbaro para estar lejos de todo. Pero la suplencia se alarga -el anterior cuidador se arrojó por un acantilado-, y Tom permanecerá por años. No solo, ya que Isabel (Alicia Vikander), una joven a la que conoció en el continente antes de partir, se enamora de él, y las reglas indican que sólo podrá acompañarlo si se casa. Lo que hace, y a partir de allí se desencadena el drama. Tras la pérdida de dos embarazos, divisan un bote a la deriva. Encuentran un hombre muerto y una beba que llora, y deciden criarla sin informar a las autoridades, haciendo pasar a la beba como propia. La complicación surge cuando en una visita al continente Tom descubre a Hannah (Rachel Weisz) sollozando ante una tumba vacía: la de su esposo y la de su hijita, que cree muerta. Todo el recorte preciosista que Derek Cianfrance (el director de Blue Valentine) realizaba con los personajes sobre el paisaje agreste pasa a un segundo plano. El drama gana sustancia y consistencia, entre lo que deben hacer y lo que sienten los protagonistas, entre lo que les dicta la conciencia y el amor a esa niña que criaron, lejos de su verdadera madre. Las implicancias de La luz entre los océanos pegarán a cada uno de manera diferente, y hasta habrá quien haga un parangón con la apropiación de bebés durante la dictadura. La sutileza de Vikander (ganadora del Oscar por La chica danesa) va de la mano del agobio y la aflicción de Fassbender y la congoja de Weisz, en esta tragedia bellamente filmada que no deja indiferente al espectador en ningún momento de la proyección.
Pinta tu aldea (si puedes) Sin cinismo, pero con humor negro, la película con Oscar Martínez interpela al público en todo momento. Una radiografía o un espejo de ciertos aspectos de nuestra sociedad es lo que devuelve la pantalla cuando nos sentamos cómodamente en nuestras butacas a ver El ciudadano ilustre. No hay cinismo, ni tampoco hipocresía, sino sarcasmo e ironía. La misma que la dupla Duprat y Cohn destilaban en El hombre de al lado (2009), porque en el fondo el planteo es similar: una acción del protagonista genera una reacción de su entorno (el vecino en El hombre..., más de un habitante del pueblo al que regresa Daniel Mantovani en El ciudadano...). Y el público asiste, algún espectador más atónito que otro, a una escalada de violencia ante la que debe tomar una posición. Mantovani (Oscar Martínez en otra labor que lo consagra allí arriba, y que demuestra cómo el cine argentino “se lo perdió” durante tantos años) es un escritor que dejó Salas, su pueblito bonaerense, se afincó en Europa y ganó el Nobel de Literatura. Entre tantas invitaciones para dar conferencias, que rechaza una otras otra porque es un tipo de pocas pulgas y un hueso duro de roer, que cuestiona hasta a la Academia sueca cuando lo premia, le da el OK a la de su pueblito, que lo quiere declarar Ciudadano ilustre. Se alejó durante décadas, pero las vivencias que tuvo allí, en ese pueblo chico, nutrieron y están más que latentes en las páginas de sus obras. Así que cuando llegue será recibido con bombos y platillos -cochebomba de bomberos y un remis destartalado incluidos-, pero también con resquemores y ánimo de venganza. Si no es fácil alcanzar el éxito, los recelos y la envidia suelen ocupar tanto o más esfuerzo. E intolerancia. Mantovani no es un tipo simpático, y lo sabe, pero es sincero. Los directores juegan a la contraposición. Es una constante. Mantovani con el intendente, que aprovecha la situación buscando rédito político del visitante, Mantovani con un artista local, y con dos coprotagonistas. Es que los personajes centrales, Mantovani y los que componen Andrea Frigerio -aún afeada y sin maquillaje es lindísima como Irene, la novia del pueblo a la que dejó cuando eligió partir a Europa- y Dady Brieva -Antonio, el tipo con el que se quedó Irene- parecen creados, cortados con rigor, y tienen un solo rostro. La trama le va presentando al (anti)héroe distintas vicisitudes, y también al espectador. El ciudadano ilustre es una película que interpela. Lo hace las mayoría de las veces con humor negro, pero no es una comedia. El conformismo es un tema abordado, y también las contradicciones intelectuales y cómo funciona el mundo literario -Mantovani, que se siente superior al resto, desde que ganó el Nobel no volvió a escribir ninguna novela-. es una película punzante, negrísima y siempre atrapante y entretenida.
Como Pokémon Go Matt Damon regresó a la saga sobre el agente amnésico al que la CIA quiere dar caza por toda Europa. Hay persecuciones en Atenas y Las Vegas para cortar el aliento. La saga Bourne, es cierto, refrescó el thriller, y le adosó un costado no tanto político como de inmiscuirse en la privacidad a esta historia de espías que -absolutamente todos, los buenos y los malos- trabajan para el mismo ente. A estas alturas que los altos mandos de la CIA busquen cazar a Bourne por Europa parece el juego de Pokeéon Go. Pero la saga continúa. Porque Bourne no es un renegado. El despertó un buen día sin saber quién era y a lo largo de las tres películas anteriores -El legado, 2012, con Jeremy Renner es un spinoff y, digamos, no cuenta- el agente secreto amnésico fue reconstruyendo su pasado. Con flashbacks, persecuciones y a balazo y trompada limpia. Claro que entre este filme y el último con Damon (El ultimátum, 2007) han pasado cosas, como la explosión de las redes sociales y… Wikileaks. Así que la era digital está en primer plano, además de esas enormes pantallas desde las que se vigila con cámaras a todo el mundo, en todo el mundo. “Recordarlo todo no significa que lo sepas todo”, le dice Nicky Parsons (Julia Stiles), que viene ayudándolo desde la primera película de 2002. Ahora parece que su padre tuvo que ver en el origen del Proyecto Tradstone al que Jason (llamado en verdad David Webb) se anotó voluntariamente y lo convirtió en una máquina asesina. También, la película plantea, para quien no se entretenga en su balde de pochoclo, cómo la privacidad y la seguridad se ponen en jaque en estos días. Aunque en verdad, desde la primera Bourne el asunto está girando por esos argumentos, ya que desde el atentado del 11 de septiembre nada fue igual en la ficción de Hollywood. Bourne funciona también como un espejo de la situación, ya que se convierte (por decisión propia o de la CIA) en una amenaza a la seguridad nacional. Es que Bourne sabe mucho, y el jefe de la CIA (Tommy Lee Jones, con esa cara de siempre estar oliendo caquita) y una subalterna (Alicia Vikander) van de nuevo a la caza del agente que se cargó 32 muertes trabajando para la Central de Inteligencia. Los cadáveres que vinieron después son incontables. Hay, como siempre, acción trepidante, vueltas de tuercas, policías que siempre llegan tarde y un par de persecuciones, al comienzo en Atenas y al final en Las Vegas, que cortan el aliento. Damon dijo que no regresaría a Bourne si el personaje no tenía un replanteo, un nuevo desafío, dependía del guión lo satisfacía y si Paul Greengrass no volvía a estar detrás de cámaras. Bueno, dos de tres no está tan mal.
Africa mía El mítico personaje creado por Burroughs regresa a la pantalla en medio de cuestiones geopolíticas. Pero lo que prima en el filme con Alexander Skarsgård es la aventura. Cada tanto, vuelve. Lo retoman desde distintos ángulos y/o momentos de su vida, pero la fascinación del cine por Tarzán parece intacta, a salvo. A diferencia de Mowgli, que también fue criado por animales y en El libro de la selva se mantiene niño, el personaje credo por Edgard Rice Burroughs es el héroe que se vale por sus propios medios, afronta un universo hostil, tanto en la jungla como en la civilización, y lo trasgrede todo. El prefiere vivir como “salvaje” antes que como ciudadano del Viejo mundo, y allí es donde La leyenda de Tarzán lo presenta. En este caso, John Clayton (el sueco Alexander Skarsgård), hijo de aristócratas ingleses que sobrevivió en la jungla africana tras la muerte de sus padres y fue criado por los mangani, una manada de simios, aparece ya adulto y en Inglaterra. Casado con Jane (la australiana Margot Robbie), acepta regresar al Congo. Lo suyo será una lucha contra la esclavitud, el maltrato animal y a favor de la libertad en todas su formas, envuelto con moño en una trama en la que Leon Rom (el austríaco Christoph Waltz, haciendo por enésima vez de malvado) lo secuestra junto a Jane, que lo acompaña en su aventura africana, porque estaba aburrida o deseaba regresar tanto al Continente negro como él. David Yates, que dirigió para Warner Bros. las últimas cuatro películas de Harry Potter, se apoya en la venganza -el perfume que aromatizó a tantos filmes de los años ’90-, porque Tarzán escapa y debe rescatar a Jane de las manos del mercenario. El contexto incluye el abuso, la colonización y la explotación de la minería, y la confrontación de estilos va más allá de la naturaleza y la civilización. Igual, a no preocuparse, porque acá lo que está al frente es el espíritu de aventura, y el espectador puede tomar o dejar las cuestiones geopolíticas de entonces. Como muestra de corrección política, está ¡George Washington Williams!, que encarna Samuel L. Jackson, un personaje de la vida real que luchó contra el gobierno belga por el maltrato de los nativos del Congo, que aquí corre (como puede) al lado del héroe anglosajón. Rodada, salvo tomas aéreas y de ambientación, íntegramente en Inglaterra, por lo que Alexander Skarsgård jamás pisó Africa, el despliegue es grandilocuente, hay efectos para que Tarzán vuele de liana a liana, animales que son animación, humor, suspenso y lo que dijimos, aventura. El combo siglo XXI de Tarzán es así, y dependerá del éxito comercial que haya más historias del incontaminado hombre de los monos.
Animalitos de Dios Con puntos en común con la saga de "Toy Story", el nuevo filme animado de los creadores de "Minions" es un entretenimiento eficaz. Para los que piensan que no hay nada nuevo para descubrir en el cine, esta película les daría la razón. Dos personajes que no se caen bien desde el primer momento y que se ven obligados a compartir, no es una innovación. Animales que hablan cuando sus dueños no están, desde Toy Story, tampoco es muy original. Bueno, abrevando más en esta última, con los perros protagonistas antagónicos, pero que se ayudan y terminarán amigos como si se tratara de Woody y Buzz, La vida secreta de tus mascotas es un entretenimiento eficaz. Parte de una base afable y graciosa, que irá involucrando a más razas de peros y otros animales a medida de que Max (el perro que vivía para su dueña en su departamento neoyorquino) conozca a Duke (el lanudo que su dueña rescata de una perrera y lo lleva a vivir con Max, doblado al argentino por Campi) y un buen día se escapen y vivan una aventura alocada. La trama en este tipo de producciones suele ser lo de menos, y como si se tratara de una película de acción, en la que lo que importa son las secuencias precisamente de acción, que después se hilan, aquí los gags, aunque repetidos, tienen su vigencia. Hay romance interracial (entre razas), un conejo malo, que capitanea una banda de animales que no han sido protegidos por sus dueños, poca presencia humana (sí, como en Toy Story) y mucho slapstick, humor físico para que los espectadores más pequeños no se aburran ni se pierdan demasiado. Nacida de la cantera de Mi villano favorito y Minions (que es la película más taquillera en nuestro país, de 1997 al presente), la matriz es tan similar en el amado de personajes al de la saga de Pixar antes mencionada que es probable que quienes la adoran se sientan atraídos, o bien no enojados, pero tal vez molestos por las similitudes: hay que rescatar a alguien, los humanos no deben enterarse, y etc., etc., etc. Pero ya dijimos, en Hollywood no hay muchas ideas nuevas dando vuelta por los estudios, y si vuelven Tarzán, Dory y los animales prehistóricos de La Era de hielo, no le pidan a estas mascotas que sean muy originales.
Grande, y bajas calorías El regreso de Spielberg al universo infantil lo muestra clásico, pero sin el toque mágico: le falta entusiasmo. Hace ya cuatro décadas que cuando vemos un filme de Spielberg dejamos que nos manipule los sentimientos. Es una de las tantas habilidades que el director de Tiburón, E.T. y Encuentros cercanos del tercer tipo tiene, nos vende y compramos. El buen amigo gigante apela a ello, a que los ahora adultos recuperemos nuestra etapa de inocencia, y los niños... Los niños es otro tema. Para comenzar, y aunque el título prevenga otra cosa, el miedo ancestral de los chicos hacia los gigantes se ve reflejado en el inicio mismo del filme, cuando una noche el Gigante atrapa con su enorme mano a Sophie, y la saca del orfanato donde se encontraba. Ya lo dijimos en estas páginas: los paralelismos de la relación entre Sophie y el Gigante corren en paralelo con E.T. y Elliott: un niño traba amistad con un ser ajeno a su mundo, y ambos (o sea, los cuatro) por distintas razones están necesitando afecto, y se ayudarán. Como buenos amigos que son. Y, en el caso del Gigante y Sophie, como bien entrenados están en la soledad y el dolor. El Gigante la lleva a un valle, la Tierra de Gigantes, donde él vive con otros nueve seres aún más altos que él, que se mofan de su vegetarianismo (los otros gigantes comen niños; él, no). Así que deberá resguardarla de ellos. Utiliza un lenguaje propio y particular, tiene un alma sensible y es más bueno que Lassie, Dory y E.T. juntos. Mirá también: Spielberg: “Nunca habrá una secuela de ‘E.T.’” La vocación del Gigante es recolectar sueños. La imaginería de Spielberg está menos desbocada que en otras de sus películas para chicos -habría que discutir cuántos de los temas de El buen amigo gigante son comprendidos por los niños de hasta 6 o 7 años- y sigue un discurso de relato, si se quiere, más clásico al abordar el cuento de Roald Dahl (Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate). Pero el filme es decididamente desparejo. Luego de la secuencia inicial, la trama queda como estancada en la extensa presentación del ámbito del Gigante. Y es extraño en un filme del director de Los cazadores del arca perdida. Los chicos se inquietan, y uno pide que de una buena vez salgan del hogar del Gigante, a ver si pasa algo. Luego la película remonta -no contaremos a partir de qué-, y la última media hora tiene más comedia y acción, sin que esto último signifique necesariamente peleas, aunque las haya. Como si el director hubiera querido tomarse su tiempo para que Sophie y el Gigante se conocieran e hiciera partícipe de ello al espectador. El público ansioso, a relajarse. Es que no hay muchas sorpresas, ni demasiada excitación. ¿Un Spielberg bajas calorías? Tal vez. La magia digital logra que la captura de movimientos de Mark Rylance (el protagonista del anterior filme de Spielberg, Puente de espías, que le valió en febrero el Oscar al mejor actor de reparto) es impresionante. El Gigante muestra su alma desde la actuación del británico. A la pequeña Ruby Barnhill le falta carisma para ganarse la simpatía desde la platea. Mirá también: Steven Spielberg: "A mí me gusta correr riesgos" No es precisamente un cuento de hadas, y en tiempos en que en Hollywood lo digital prima por sobre la historia, El buen amigo gigante ofrece algo distinto desde ese aspecto, aunque le falte entusiasmo.
El paciente francés Es un gran filme sobre relaciones, no sólo entre un médico y sus pacientes, sino entre “gente como uno”. Nadie podrá decir que el director Thomas Lilti no sabe de lo que habla cuando cuenta en En un lugar de Francia la historia de un médico rural. Porque Lilti antes de emprender el camino de cineasta fue médico él mismo. Lo es, y ejerció también realizando suplencias en el ámbito rural de su país. Así que Médecin de champagne, en el original, estará reñida de su propia experiencia, aunque uno supone no tan dramática como la que vive Jean-Pierre, el protagonista. Pero vayamos por partes. Porque si el filme tiene como centro a este médico rural querido por todos en su pueblo, es en esas relaciones donde anida lo importante. A Jean-Pierre todos lo reciben con placer, con la confianza con la que uno deja entrar a su casa a un amigo. El no lo dice a nadie, pero tiene una enfermedad probablemente incurable, por lo que acepta a regañadientes que otro médico lo comience a acompañar en su tarea y sus visitas rurales. Ese colega será femenina (Marianne Denicourt) y Jean-Pierre no se la hace fácil: aquí el director se permite unas cuantas humoradas, ya que el tono de la película es el de la comedia dramática, pero sin exageraciones en el último adjetivo. La profesión de Jean-Pierre parece extinguirse. El lo presiente y después de estar tantas décadas atendiendo pacientes los siente más cercanos, les ha prometido cosas (a uno, que nunca lo internaría y llegado el momento lo dejaría morir en su casa en el campo, y así). Es que simboliza al médico al que se le confiesa, al que prefiere estar al lado de sus pacientes y le rehúye a los hospitales. Ese trabajo en sintonía con Nathalie -que ha sido previamente enfermera y no ha ejercido demasiado como médica- es lo que le plantea el mayor desafío a Jean-Pierre. Y el espectador está allí, conociendo a uno y a otra. Y sintiéndose parte de la historia: eso que es esencial en la experiencia cinematográfica, el joven Lilti (40 años), lo logra. Tal vez, porque Jean-Pierre se preocupa más por la salud de todo el resto que por la suya propia. Quizá, porque Lilti le escapa hasta donde puede al clisé de la atracción y/o relación amorosa entre los protagonistas. Como sea, En un lugar de Francia permite gozar de una trama muy bien llevada, que siempre va hacia adelante y no repite, y por otra gran actuación de François Cluzet (el cuadrapléjico de Amigos intocables). Porque no parece componer sino sentir el personaje, y de esa manera consigue que desde la platea compartamos las vivencias de Jean-Pierre como si fueran las de un ser querido. Tanto como lo quieren sus pacientes.