Los borrachos dicen la verdad Adaptación del thriller psicológico convertido en best seller, tiene a una Emily Blunt afeada y preocupada. Los borrachos dicen la verdad, afirma el saber popular, y La chica del tren lo ratifica. Basada en el best seller de Paula Hawkins -un thriller psicológico que los más corajudos han querido emparentar con Hitchcock y/o Patricia Highsmith-, la chica del título es Rachel, que viene bastante baqueteada apenas abre la película. Es alcohólica, sí, pero no se sabe si toma para olvidar o si quisiera enamorarse para no tomar. Lo cierto es que en la adaptación algunas cosas han variado. Las tres mujeres principales de la trama (Rachel; Anna, la nueva esposa de Tom, el ex de Rachel; y Megan, vecina de la casa de Tom y Anna, y niñera de la bebita que tienen) como que contaban en la novela y se seguía el hilo conductor a partir de ellas. La película de Tate Taylor (la candidata al Oscar Historias cruzadas) amaga con hacerlo, para luego decidirse a seguir a Rachel. Y si usted leyó la novela, notará otro cambio, algo con lo que se innova en el desenlace, y que está en cada uno decidir si distorsiona o diversifica el “mensaje”. No diremos más. Rachel, desde que se separó de Tom, vive en una habitación de una amiga y viaja todos los días en tren (en el original era hacia Londres; aquí, Nueva York) y no puede evitar fijar su atención en la casa de su ex, n tampoco en la de Megan. Fantasea con que Megan tiene una vida plena de amor y paz. Lo dicho: fantasea. Megan un día desaparece, y es la misma noche en la que Rachel desciende del tren, porque cree haber visto algo. Ahí arrancan el thriller y las preguntas. ¿Ella es responsable de la desaparición de Megan? ¿Qué vio, que no recuerda entre tantas lagunas en su cabeza? ¿Por qué dice que tiene miedo de sí misma? La autora Paula Hawkins sostiene que muchas mujeres han sido educadas para pensar como víctimas. Hawkins era una periodista de Economía, que dejó la prensa y se dedicó a escribir bajo seudónimo novelas románticas, hasta que se lanzó con La chica del tren. Todo se entiende. Como también se infiere por qué, si Rachel en la novela está un tanto descuidada en su aspecto y con sobrepeso, en Hollywood hayan elegido a Emily Blunt, que no tiene un gramo de más y por más que la quieran afear (como a Julia Roberts en la remake de El secreto de sus ojos)… En fin, estándares que deberían levantar quejas. Por momentos Blunt está para que se la piense en candidata a un Oscar. Pero por otros, cuando se acerca el final, esa idea pierde consistencia, como la trama misma. Haley Bennett (la veremos en Rules Don’t Apply, de Warren Beatty) como Megan, la sueca Rebecca Fergusson, teñida de rubia como Anna, y Justin Theroux, esposo de Jennifer Aniston, como Tom, actúan y ponen caras de circunstancias que ayudan a disimular lo que el espectador más o menos avezado descubrirá promediando la proyección. Y ya se sabe: cuando desde la platea se descubre la verdad, no por borrachera, el suspenso se disipa.
Hay magia antes de Harry Potter Derivado de la saga, el filme transcurre 70 años antes, en Nueva York, y mantiene el toque mágico. Una mina de oro como fueron los libros de Harry Potter y su traspaso al cine no podía quedar vacía ni desaprovechada. Así que J.K. Rowling retomó el universo mágico y a partir de Animales fantásticos y dónde encontrarlos, un “libro de texto” apenas mencionado en la primera novela y película, que luego la autora publicó, es el origen de una nueva saga. Iban a ser tres películas, pero confirmaron que serán -por ahora- cinco. Todas con guión de Rowling -que debuta en el mètier- y todas dirigidas por David Yates, un veterano en Potter, ya que dirigió las últimas cuatro películas del mago. Más que en el libro, Animales fantásticos..., la película, se centra en su autor, el “magizoólogo” Newt (por Newton) Scamander, un ex alumno de Hogwarts que por 1926 llega a la Nueva York preguerra mundial, pre Depresión y en plena era de la prohibición con una misión de conservación: liberar en la naturaleza una criatura que ha rescatado del cautiverio. Como uno de esos animales fantásticos que tanto lo obsesionan y que atesora en su maleta. Pero los magos americanos no están muy seguros de mostrarse ante los no magos, como los ingleses llaman a los muggles, y Newt llega justo en un momento en el que un oscurial está azotando las calles, los edificios, bah, la vida neoyorquina. Scamander cambiará sin querer su maleta con un no mago, Kowalski (Dan Fogler), que sólo quiere abrir una pastelería, y será ayudado por Tina Goldstein (Katherine Waterston), que trabaja en el Ministerio americano de Magia, y su hermana con poderes telepáticos (Alison Sudol). Colin Farrell ya peina algunas canas como Percival Graves, el jefe de seguridad del Ministerio. Contar el resto no sólo no tiene gracia, sino que hace perder el asombro de lo que vendrá. Eddie Redmayne, el mago inglés suelto en Nueva York, se mueve casi como uno de esos animales excéntricos. Con su jopo pelirrojo y su escasa sociabilidad -al comienzo-, se gana rápido la simpatía del público, para todo lo que vendrá. Pero por un lado, el universo de Potter estaba como encerrado en Hogwarts, y aquí todo transcurre en una ciudad, abierta, y del otro lado del océano. Y por otro, y tal vez todavía más importante, los personajes no son niños, ni siquiera adolescentes, como era la mayoría de los espectadores en la saga de Potter. No. Son adultos. Dentro del nivel de escapismo que posibilitan las tramas de J.K. Rowling, muy probablemente el público no haga esta diferencia de grado y se deje llevar por los personajes que, aunque grandes, muchas veces actúan como niños. El balance entre los elementos reconocibles de la saga Potter y aquellos que indefectiblemente muestran un nuevo costado o faceta del universo mágico de Rowling hacen al resultado. Al menos hasta que Johnny Depp haga su paso triunfal y se encamine como Gellert Grindelwald, el némesis de Dumbledore, con Newt dándole vueltas presumiblemente en París. Como aperitivo, vale.
No soy yo, somos los dos Bérénice Bejo es la mujer separada que no puede sacarse a su ex de la casa en un drama que termina cansando. La historia de una ruptura en una relación de pareja es algo que, en materia cinematográfica, no sólo no es nuevo sino que con el paso de los años y de los filmes la resolución de las tramas suelen tener dos vías: la reconciliación –la mayoría de las veces: para muchos productores la gente paga una entrada para pasarla bien, identificarse y salir mejor de lo que entró a la sala- o la hostilidad sin fin. Después de nosotros es un filme que podría ser una obra de teatro, así como hay ciclos de TV que parecen programas de radio. Casi todo sucede en el ámbito del hogar de Marie (la francoargentina Bérénice Bejo) y Boris (Cédric Kahn). O habría que decir casa, que no es lo mismo que hogar. La pareja está recientemente distanciada, pero vive bajo un mismo techo por una cuestión económica. Ella es de familia rica, pero con problemas financieros, él es un arquitecto sin trabajo. Cada vez que abren la boca, delante o no de sus dos niñas pequeñas, lo hacen para recriminarse. Que cuándo te vas, que no vengas cuando yo estoy, que la casa la compré yo, sí, pero el que la refaccioné fui yo, y así hasta el infinito, y no más allá. Al director belga Joachim Lafosse (Propiedad privada, con Isabelle Huppert, otra sobre madre divorciada) no le interesa el motivo de la separación, sino ver cómo se mueven los personajes centrales. Y, la verdad, parecen dos trastornados. Cada uno es distinto, así como las relaciones de pareja lo son, pero lo que no logran estos personajes ni esta historia es atrapar pasado el primer acto, los 20 minutos iniciales. Cuando la reiteración es a la enésima potencia y hasta los tics de los actores se repiten, el espectador termina haciendo lo que los protagonistas. Separarse, en su caso, del filme.
La dignidad no se negocia Lúcida adaptación de la novela de Costantini con muchos méritos de dos debutantes realizadores. Humberto Costantini publicó la novela La larga noche de Francisco Sanctis en 1984, con la democracia recién recuperada. Militante comunista, en su momento su relato se distinguió, pero en esa época la revisión del pasado reciente era moneda corriente. Treinta y dos años después, el filme de Andrea Testa y Francisco Márquez permite otra mirada, no sólo al relato del que sacaron la voz interna del protagonista y lo hicieron actuar, sino al drama que estalla en la vida de este hombre común y corriente. Situada en 1977, Francisco atiende en su trabajo la llamada de una antigua compañera. En la empresa mayorista donde trabaja le niegan otro ascenso (le regalan una cajita con productos). Y Francisco recibe otro presente, tampoco envuelto para regalo, que él decidirá si lo acepta, o no, y si le pesa e incomoda. La ex compañera le tira dos nombres, una dirección y le remata: “Esta noche los van a ir a buscar”. Y Francisco debe resolver si hace algo con esa información, o no. Si forma parte, como hasta unos segundos atrás, de la mayoría (o minoría) silenciosa que sabía qué pasaba en la dictadura, y no hacía nada. La película nos compele a tomar una posición. Y a Francisco, una decisión. Si sigue gris, enfrascado en su cotidianeidad (la película transcurre en una jornada) con el desayuno y las tostadas en familia, con su mujer y sus chicos en edad escolar, o si despierta y reaviva los sueños de juventud, la militancia, la literatura. La vida que parece tener entre apagada o, a lo sumo, en stand by. Los muchos méritos de la opera prima de Testa y Márquez, que no habían nacido cuando transcurren los hechos, se resumen en cómo acompañan y muestran a Francisco (el excelente Diego Velázquez está casi todo el tiempo en pantalla) en sus miedos, su apercibimiento de las pisadas de zapatos que pueden o no seguirlo. En cómo decide no mirar al costado -clave la escena del colectivo que toma a la mañana con sus hijos-, si no mirar hacia adelante. Y lo hacen con planos cortos, cerrados, para profundizar más la sensación de agobio que siente el protagonista. Dejan fuera de campo la presencia de los militares. No se los ve. Lo que no quiere decir que no estén. Tampoco se sabe por qué buscan a esos militantes, y ni siquiera hace falta. Los directores, egresados de la ENERC, la escuela de cine del INCAA, logran interpelar al público y hacerlo partícipe del relato. Lo mismo sucede con la resolución del filme. Cada espectador la interpretará como quiera, pero no es un final abierto.
Tom Cruise y el doble riesgo del héroe de acción El actor da el segundo paso en la saga con su heroico personaje, tan taciturno como implacable. Jack Reacher tiene las mismas iniciales que Jack Ryan, así como el agente Jason Bourne las de James Bond. Reacher es un policía militar, y Ryan también está del lado de la legalidad. Pero Reacher es un ex mayor, que vive en solitario, no tiene hogar ni tampoco muchos sentimientos ni amigos. Cuando en Jack Reacher: Sin regreso entabla una conversación telefónica con la mayor Turner, su nueva ayuda “desde adentro”, y quedan en que alguna vez la invitará a cenar, nace una esperanza. Así que parece que se le da a Reacher. Pero -sin un pero, sabemos, no habría película- cuando Reacher llega a la base en Washington a verla, en vez de la morocha despampanante que es la canadiense Cobie Smulders (Maria Hill en las películas de Marvel) encuentra al gordo Morgan, ya se huele algo mal. A la mayor Turner la llevaron a prisión, acusada de espionaje. No, claro que no, por supuesto que es un error y Jack, solito o casi, investigará, la liberará y juntos descubrirán la conspiración en ciernes, con un contratista militar eliminando a todo aquel que se interponga a sus negocios. Cruise no es (era) el clásico héroe de acción. No lo es en la saga de Misión: Imposible, que es la que potenció la que aparenta ser otra en paralelo, la de Reacher (son 20 libros de Lee Child, y acá saltan del noveno al décimo octavo, vaya a saberse por qué). El riesgo para Cruise no es que se lastime en la decena de peleas cuerpo a cuerpo, ya que no utiliza doble, sino en terminar convirtiéndose en un Schwarzenegger. O, lo que es peor, un Steven Seagal. Porque Reacher es taciturno, de pocas palabras y gesto adusto, igualito a la momia que era el actor de Alerta máxima. Lo bueno de la primera Jack Reacher era lo que lo distanciaba de los otros héroes made in Hollywood. Aquí todo es muy unidimensional, por más que le adosen dos personajes femeninos fuertes -a la mayor se suma una adolescente, presumible hija putativa (perdón) de Reacher-. Y claro, en la primera el malvado era Werner Herzog, y aquí Patrick Heusinger. No se sabe qué lo motiva, más que matar. Con dos personajes así, no es mucho lo que el director y coguionista Edward Zwick pudo o quiso hacer. Una pena, porque se presume que, el Sin regreso del título es simplemente una paradoja más.
El nacimiento de una nación Juan Gil Navarro protagoniza esta comedia disparatada. Alejandro Parysow es uno de los mejores editores con que cuenta el audiovisual argentino. Egresado de la FUC, suyos fueron los montajes de La sonámbula y de Aballay y de muchas series de TV. Para debutar como realizador eligió una historia que entra y sale constantemente de la edición: su protagonista quiere editar un documental sobre lo que, cree, es la madre de todos los males de la nación argentina. Un actor recibe una casa semiderrumbada como herencia, y en ella encuentra lo que entiende es material suficiente para entender que, desde que la Argentina es la Argentina, hubo una campaña en su contra. La muerte de Gardel, incluida. Descubre la Logia Cisneros, y desea difundir como sea esa “realidad” a sus compatriotas. Juan Gil Navarro es quien lleva adelante Campaña antiargentina. Esa omnipresencia, es cierto, llega a agobiar. La idea, saludable, es la de reírnos de nosotros mismos, de la argentinidad y de la paranoia de creer que la culpa de todo la tienen otros, y no nosotros. Pero llega un momento en que si no se entra en el delirio, las anécdotas y la paranoia sobrepasan todo y el interés se pierde.
La grieta, universal Con crudeza casi documental, el filme plantea la confrontación en la Repúbica checa, con personajes bien naturales. Los romaníes son, en la actual República Checa, una minoría pero muy populosa, que desde hace años viene sufriendo la discriminación y la persecución. Luego de la caída del régimen comunista la cuestión es grave, y más aún con la aparición de grupos xenófobos y antigitanos. En esa cruda realidad se inserta Zaneta, filme del ex documentalista Petr Vaclav, que ficcionaliza lo que sería, si no, un filme de denuncia. Zaneta es una joven que vive con su pareja, su pequeña hijita y su hermana adolescente. Pero sufre la falta de trabajo y también la burocracia y la falta de sensibilidad desde el Estado. Hay una trama de amor y celos interna, pero que pasa a ser anecdótica. Y Klaudia Dudová, que nunca había actuado ante una cámara, le confiere espontaneidad y la rudeza necesaria al filme para que la grieta checa nos conmueva, se vuelva universal y advirtamos, por si hiciera falta, que el racismo es una adversidad que no tiene patria, pero lastima a todos por igual.
Un filme de box, con sacrificio, triunfo y punch Edgar Ramírez es el boxeador panameño Roberto Durán, acompañado por Robert De Niro como su entrenador. Con las películas de boxeadores -que dicho sea de paso, ya merecerían tener un subgénero aparte- pasa que muchas circulan como en una misma autopista, sin bajarse en ninguna salida hasta llegar a destino. Y otras, como Manos de Piedra, se permiten tomar una bajada y volver a subir más adelante. Roberto “Manos de Piedra” Durán fue no sólo un campeón mundial, sino el orgullo de Panamá. Con sus subas y sus bajas, sus muestras de solidaridad con los más pobres en su terruño y también sus excesos. El filme de Jonathan Jacubowicz plantea una doble entrada, sobre la que machacará todo el relato: mostrar a Durán como un emblema contra los Estados Unidos, por la “apropiación” del canal de Panamá, sumado al deseo innato del boxeador de venganza (su padre era un marine estadounidense y abandonó a su madre). La historia real de Durán tuvo otros ribetes, que el filme con Edgar Ramírez no soslaya, pero donde no hinca el diente. Lo toma desde pequeño, deambulando las calles y lo ve crecer, en la vida, en el ring y en su familia. Un filme de box necesita, además de punch, corazón, historias de triunfos, sacrificios y, cuándo y cómo no, controversias. Manos de Piedra las tiene. Hay un punto de inflexión, cuando el hambre de gloria que tiene todo boxeador, Durán lo cambia por otro más literal (el hambre que no quiere tener más, que sufrió de chico), y se excede de peso y debe dar la revancha a Sugar Ray Leonard, al que le había arrebatado el título. Las escenas sobre el ring no tienen la fiereza de una de Rocky, ni la elegancia de Toro salvaje, pero cumplen con el cometido de que el espectador se sienta allí, pisando la lona del cuadrilátero. Ramírez (Carlos, de Olivier Assayas) gana la pelea interpretativa por nocaut. Y tiene en su rincón a Robert De Niro como Ray Arcel, el legendario entrenador, en lo que bien podría ser otro renacimiento del actor de Cabo de miedo. Rubén Blades, Ellen Barkin y especialmente la cubana Ana de Armas (estará en Blade Runner 2049...) tienen su peso en la trama, aunque sus roles hayan servido más como espejo para que confronten los personajes de Durán y Arcel.
Buena mezcla de humor zafado y naif Una comedia a la medida de Zach Galifianakis y Kristen Wiig, dos popes del género. Cuánto de la cultura pop y de la TV influyen en el cine y viceversa es un tópico de nunca acabar. Y en el género de la comedia el asunto pasa más por el contenido que por las formas. Cercano a Judd Apatow, que supo y sabe poner un pie en cada formato, Locos dementes mezcla el humor zafado con el más naif. Y lo mejor de todo es que se basa en un hecho delictivo que ocurrió en la realidad, en los años ’90. Justo, justo la década en la que la comedia del nuevo cine americano hacía su explosión. Los protagonistas de Locos dementes son tres actores que en su trayectoria resumen distintos aspectos de la comedia. Zach Galifianakis (la saga ¿Qué pasó ayer?) y Kristen Wiig (Damas en guerra y de gran paso por Saturday Night Live en TV) interpretan a dos ingenuos que participan de un robo de un botín de 20 millones de dólares, comandado por el personaje que encarna Owen Wilson (que va de Los rompebodas a Zoolander, pasando por el cine de Wes Anderson). David está enamorado de Kelly, con quien trabajaba legalmente hasta que ella renunció, y Steve se vale de ello. Está clarísimo que cuando David deba huir a México para que no lo conecten con el resto de la banda, y las pistas que ha dejado no sólo lo ponen en la mira de la policía, Steve querrá sacárselo de encima. Es un estorbo, y la plata la tiene él. Hasta ahí la ingenuidad. Porque el filme de Jared Hess (Nacho libre, con Jack Black, es su mejor carta de presentación) nunca perderá el humor, y se lanzará hacia lo más desfachatado. Y eso que se basa, ya dijimos, en un hecho criminal real y documentado. Galifianakis tiene el don de la comedia en su ADN, algo que comparte con Wiig -que muchas a veces ha sido desaprovechada desde guiones insulsos como la Cazafantasmas estrenada este año-. Y cuando parece que improvisan es el momento en el que mayores risas arrancan. Wilson hace de malvado, pero no caricaturiza a su criatura. En síntesis, Locos dementes, que tiene una estructura bastante lineal en su trama y su estructura -presentación de personajes, desarrollo, conflicto y resolución, algo que muchas comedias parecen obviar-, entretiene con buenos gags y no aburre ni un instante, como para poder obviar, por una vez, del balde de pochoclo.
Aburre más que perturba A lo absurdo de las escenas se suma lo grotesco de la pesquisa por descubrir al Mal. El morbo puede llegar a límites insospechados. Tanto como lo ridículo de algunas situaciones. Y cuando estas dos oraciones confluyen en una sola película, se obtiene La resurrección del mal, la película de terror de cada jueves, que es precisamente morbosa e igualmente ridícula. Jackie (Julie Benz) es una ex adicta, como tantos otros que han pasado por la residencia de estilo gótico enclavada en Manhattan. Allí mandan a adictos cuando se han recuperado de las drogas o el alcohol, pero también pedófilos. El lugar es lúgubre, aunque tiene lamparitas, veladores y todo tipo de artefactos para aplacar la oscuridad, sin temor a facturas siderales de luz. Jackie tenía una amiga, y el verbo es correcto, ya que Danielle muere espantosamente apenas abre el filme. Jackie será la misma huésped, ante la ausencia de Danielle, que para todos desapareció, no murió. La pesquisa no sólo toma ribetes absurdos, irrisorios y grotescos -el edificio tiene tres torres, pero nunca hay nadie en ningún lugar; Jackie intuye que la dueña los mata, y encima se lo dice; un policía amigo que llega, claro, tarde-, todo conspira con un mínimo grado de credibilidad. Lo peor, o quizá lo mejor para el publico morboso, es que hay un menor acosada entre los huéspedes de esta residencia que habría que clausurar, no por perturbadora, sino por aburrida.