De la misma sangre El reconocido documentalista argentino Miguel Rodríguez Arias, creador del emblemático Las patas de la mentira –dado su éxito tuvo incluso programa televisivo propio- narra periodísticamente hablando la historia del Equipo de Antropología Forense Argentino en este necesario film Buscadores de identidades robadas. Más allá de los datos históricos que se remontan a los años de fines de la dictadura militar, seleccionados desde material de archivo televisivo, riguroso, mezclado con testimonios a cámara de los protagonistas en el presente Luis Fondebrider, Mercedes Doretti, Patricia Bernardi y Estela de Carloto, el relato maneja un recurso de contraste y contrapunto entre los audios y la imagen. En primer término, reconocer fácilmente a las voces de la dictadura y a sus interlocutores más siniestros como el ex presidente de facto Jorge Rafael Videla cala hondo en la memoria de cualquier argentino y abre el camino hacia la memoria para recuperar a los desaparecidos como temática de una herida que no cierra aún. Y en ese sentido es donde cobra mayor fuerza reivindicar la labor titánica de este grupo multidisciplinario que en las sombras y en la más absoluta soledad perfeccionó técnicas; aunó disciplinas como la antropología y la odontología con el mismo objetivo de recuperar aquellas identidades en las pilas de huesos de los cientos de N/N dispersados en distintos cementerios, como parte del plan de exterminio ejecutado durante el proceso militar. También es reconocible la figura insoslayable de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo Estela de Carloto sumado claro está, al norteamericano Clyde Collins Snow para dar inicio a un cambio de paradigma en la ciencia a partir de la incorporación del ADN y de la sangre como elementos vinculantes y probatorios para identificar los restos que el equipo fue hallando y que al día de la fecha asciende a 1200 cuerpos, de los cuales 577 ya tienen identidad. Miguel Rodríguez Arias, que también se hizo cargo de la investigación junto a Federico Wittenstein (en los créditos como asistente de dirección), otorga todo el protagonismo al equipo de antropología forense, que si bien ha aparecido en otros documentales como referencia nunca había sido en primera persona. Por otra parte, esa posibilidad de reflejar una larga trayectoria a lo largo de casi tres décadas también permite conocer su extensa labor en otros países -ascienden a 45- para entender el verdadero valor y la dimensión de su trabajo que todavía continúa con la misma energía, transparencia, ética y respeto por la memoria y la identidad.
Los abuelos de la nada Hay un puñado de sublevaciones que surcan el horizonte de esta película co producida entre Argentina, Brasil y aportes franceses, dirigida por el debutante carioca Raphael Aguinaga y que según palabras de su propio director y guionista formará parte de una trilogía: la de ir contra un orden establecido; la de la vitalidad frente al desánimo del espíritu y la de creer en épocas donde el nihilismo prevalece y todo atisbo de sacralidad se cuestiona o banaliza. Pero si a eso se le suma un registro muy en consonancia con la fábula y el protagonismo absoluto de un grupo de ancianos en un elenco de notables actores y actrices de renombre como Marilú Marini, Arturo Goetz, Lidia Catalano, Nelly Prince, Graciela Tenembaum y Juan Carlos Galván la expectativa es aún mayor. La sublevación transcurre en la rutinaria vida de estos personajes abandonados a su suerte en un asilo de un pueblito de Buenos Aires –se filmó en locaciones de Bellavista-, aislados del mundanal ruido, de lo que pasa puertas hacia afuera, y solamente conectados con la realidad de vez en cuando por un televisor sintonizado en las noticias o una radio a pilas que debe ser compartida por todos. La llegada de un nuevo huésped, Alicia (Marilú Marini), genera cierto movimiento en los habitantes de la casona, así como el arribo no deseado del déspota hijo de la dueña apodado La bruja (Pablo Lapadula) por su maltrato constante y su abuso de poder. El relato se estructura por episodios y avanza por los carriles del humor despojado de todo cliché para representar a la ancianidad y elige tomar el camino del positivismo en lugar de resaltar aquellos aspectos negativos e inevitables de la tercera edad. No obstante, cada personaje refleja alguno que otro conflicto ligado a la vejez como por ejemplo la soledad, el encierro, los achaques físicos y la desprotección a partir del abandono. A ese registro, que procura mantener el código de la fábula con la manifiesta intención de separarse del corte realista, se le debe agregar un nivel alegórico que resulta el aspecto menos logrado del film, sin que esto menoscabe la propuesta integral, que apela a la vitalidad del espíritu por encima de los contratiempos y resalta la importancia del amor como posible búsqueda al final del camino. Un nutrido puñado de ideas atraviesa el microclima de La sublevación y el recurso de la ironía con vistas a una sutil crítica también, quizás no todas lleguen a destino pero las intenciones se notan, así como la posibilidad de escindirse por un segundo del planteo literal para aventurar algunas lecturas metafóricas relacionadas a la historia contemporánea argentina siempre bajo la tentación del título del film y las referencias a la sublevación de un grupo aislado de la realidad por un discurso dominante y dictatorial empuñado en la figura de un personaje apodado La bruja. Seguramente su director Raphael Aguinaga no pensó en hacer esta película para hablarnos de la historia política argentina pero por sus características y teniendo en cuenta el elenco, las referencias tangueras y otras tantas -que vale la pena dejar en suspenso al espectador - La sublevación parece una película argentina.
Pobre mitología A esta altura parece una verdad de perogrullo comprobar un axioma tan básico en Hollywood como los indicios de decadencia de la industria del entretenimiento: todo lo que pasa por el tamiz hollywoodense se bastardea, despedaza y banaliza. Pero si a eso le sumamos el vil negocio de seducir al público teenager, cautivo tras la finalización de la saga más sobrevaluada de la historia del cine como Harry Potter tenemos como resultado la apelación a otra saga dirigida al público menudo, que se mete nada menos que con la mitología griega para hacerse un picnic y quitar todo rasgo de complejidad y seriedad a relatos e historias de una riqueza narrativa sin parangones. Lisa y llanamente, eso es y será la saga Percy Jackson, cuyo origen literario se ancla a su par literario Percy Jackson y los dioses del Olimpo, del escritor estadounidense Rick Riordan, que cuenta con cinco novelas. El comienzo cinematográfico de este despropósito se remonta al año 2010 con la introducción del personaje en la primera película Percy Jackson y el ladrón del rayo, donde se cimentan las bases de esta mitología pocket con el protagonismo del hijo del dios Poseidón (Logan Lerman), quien además de enterarse de ese pequeño detalle también comienza a conocer que entre los mortales viven los semidioses y que Estados Unidos se parece mucho al Olimpo (no el equipo de fútbol). Más allá de la mediocridad habitual de todo tipo de relato para adolescentes, el principal problema de esta saga se multiplica en la segunda entrega, Percy Jackson y el Mar de los Monstruos, dirigida en piloto automático por Thor Freudenthal –recuérdese que su antecedente cinematográfico es Hotel para perros-, es decir, un héroe que no es héroe; villanos que tampoco tienen peso de villanos; referencias a la cultura pop estadounidense y torpeza narrativa en general. ¿Cómo salvar entonces un relato donde la palabra aventura parece un holograma defectuoso y las peripecias a las que se someten los héroes niveles de videojuego con baja resolución de pantalla? Eso sintetiza a grandes rasgos esta nueva propuesta en la que el grupo de descendientes de dioses del Olimpo, léase Percy, Clarisse (Leven Rambin) y Annabeth (Alexandra Daddario), hija de Atenea, acompañadas por el sátiro Grover Underwood (Brandon Jackson) y un nuevo personaje, medio hermano del protagonista que viene a representar al diferente porque tiene un solo ojo debido a su origen ciclópeo llamado Tyson (Douglas Smith) hacen de las suyas. La misión de estos muchachos no es otra que buscar el Vellocino de oro en manos del cíclope Polifemo para así recuperar la seguridad del campo mestizo y resucitar a Thalía (no la cantante que alguna vez fue virgen), hija de Zeus que se sacrificó para proteger a sus compañeros del ataque de un minotauro robotizado, pariente de algún Transformer segregado de la saga de Michael Bay. Así las cosas, y fieles a la premisa que reza la unión hace la fuerza, la aventura –término demasiado grande para el caso- nos traslada al ya mencionado Mar de los monstruos, donde se supone el público debería abrir la boca deslumbrado mientras ingesta pochoclo por ese despliegue visual sin precedentes que no es tal. El resto es más de lo mismo y claro tratándose de semi dioses nadie va a pretender que haya un muerto o algo parecido para que la emoción de la épica aflore y la misión se torna prácticamente imposible si dependemos pura y exclusivamente del carisma de Percy, que al igual que Harry Potter le queda bastante grande el traje de héroe pero a diferencia del mago con anteojos acá no hay magia que lo salve. Pobre mitología.
Ituzaingó silente En ituzaingó transcurre esta ópera de tres actos y una coda que como toda ópera no puede ser otra cosa que una historia trágica en la que las almas errantes y adolescentes del cine de Raúl Perrone se vuelven fantasmas o portadores de verdades que parecen no querer escucharse. P3nd3jo5 por un lado es el opus número 30 del director y por otro un retorno a su cine de los comienzos pero también la apuesta al cambio y al experimento que significa mutar, transitar por caminos distintos sin perder el horizonte, la brújula y la esencia. Y es en ese sentido donde se potencia haber elegido un registro cercano al cine mudo precisamente para gritar a los cuatro vientos a este ituzaingó silente, con intertítulos, música incidental que mezcla la cumbia electrónica con lo clásico en una textura plástica que abraza la composición 4:3 y explota las virtudes expresivas del blanco y negro, los grises y algunas imágenes de una belleza y poesía inolvidables. Se nota cada vez que la cámara sale a la calle o se esconde como cazador furtivo a la espera de sus presas: skaters –algo del film 180 grados se recuerda por momentos- que ensayan el salto al vacío; descreen del futuro pero viven con plena intensidad cada momento como este proyecto del realizador, absolutamente transformador, anárquico y de una potencia visual arrolladora. Cuando la experiencia cinematográfica recupera para nuestras retinas títulos ya consagrados por el solo reflejo de encontrar en la pantalla cierto homenaje o indicio, aunque tal vez ninguno de ellos, no cabe otro modo de pensar que existe una sintonía extra cinematográfica pero que sólo se consigue a partir del hecho cinematográfico por eso el lienzo de esta cumbiópera –así la definió su propio autor- se ve salpicado por Dreyer en la inolvidable Juana de arco (1928) o tal vez Coppola y ese recuadro generacional que significó La ley de la calle (1983). Todo está ahí en P3nd3jo5, hay que saber buscarlo y apenas dejarse elevar y descender por sus atmósferas densas, crudas, intensas pero de difícil indiferencia a la mirada. La de Perrone es lúcida y autoconsciente porque su poética permanece intacta.
Anexo de crítica Séptimo es un thriller, mezcla de policial fallido, que explota al máximo la ductilidad actoral del argentino Ricardo Darín a partir de sus apariciones en otros films de género como El secreto de sus ojos -2009-y la más reciente Tesis sobre un homicidio -2013- pero que a diferencia de estos dos títulos no cuenta con un guión sólido y tampoco con las herramientas necesarias para sostener una premisa ambiciosa. Es como esos edificios viejos reciclados: por afuera parece un policial redondo pero cuando se entra en su propia inconsistencia las paredes muestran esas fisuras de un guión terminado a las apuradas y la pintura de la fachada empieza a desteñirse como las ilusiones de estar frente a otra buena película de Ricardo Darín.
Homenaje a medias tintas Muchas veces para definir el rumbo de un documental se necesita responder una serie de incómodas preguntas: qué, quién y cómo. Superada esta barrera casi conceptual aparecerán otras tantas y cada una de ellas determinará una decisión porque cuando estamos ante un hecho registrado -más allá de la subjetividad en que se inscriba el rol de quien observa- se está ante un fenómeno con muchas aristas por explorar. Ese es el problema que arrastra este necesario y valorable homenaje Venimos de muy lejos, la película, de Ricardo Pitterbarg, protagonizado en conjunto por los integrantes del grupo de teatro Catalinas Sur, que lleva tres décadas de existencia a partir de la iniciativa de un grupo de vecinos que vieron en el teatro esa capacidad transformadora y encontraron en el barrio de La Boca no solamente un espacio para habitar sino para construir cultura, solidaridad y por qué no decir política. En ese sentido, quizá lo más interesante de este documental se concentre precisamente en las discusiones y charlas entre los propios involucrados por definir qué se quiere contar y cómo, lo que sí queda claro es que la obra de teatro Venimos de muy lejos –estrenada en 1990- y la fuerte historia de los inmigrantes dicen presente en una mezcla de puesta en abismo y puesta en escena meticulosa donde lo teatral también ocupa un lugar de privilegio y la representación otro. El escaso material de archivo además supone un conflicto para el repaso histórico, y sobre todo a la hora de los elementos que se buscan para suplantar material de aquel pasado de conventillos y oleadas inmigrantes de otra Argentina y entonces audios en off, inserts de imágenes muy trepidantes se entrecruzan en una de las líneas narrativas donde entra a tallar la idea de alegría o fiesta que se antepone a la muerte o al proceso militar con el devenir de las décadas. A esa línea argumental se le suma también la historia del padre del director en una suerte de racconto y regreso al barrio como hijo de padre inmigrante pero también padre de un nieto de inmigrante como es el caso del director. Ese es quizá el enfoque menos interesante desde el punto de vista ficcional y un lugar para el recuerdo de viejas historias bastante convencional tratándose de un film que pretende mixturar géneros y estilos como si se tratara de un gran collage cinematográfico. Venimos de muy lejos, la película tiene buenas ideas en estado embrionario pero que jamás se terminan de gestar por ese vértigo impuesto y la sensación de falta de rumbo permanente, producto de una nula cohesión narrativa, aunque el objetivo de conocer la labor del grupo de teatro Catalinas Sur, así como su apuesta a la cultura popular para hacer de un barrio un ejemplo de acción política, esté logrado.
Intrascendente comedia italiana Si la idea de Un piso para tres, dirigida y protagonizada por Carlo Verdone junto a Pierfrancesco Favino y Marco Giallini era mirar con una sonrisa la crisis económica italiana y particularmente la de la edad cuando se traspasó el umbral de los 50, la misión resulta más que fallida porque a la nostalgia y a la melancolía; al cine rancio de humor ramplón no le gana nadie. Tampoco el intento estéril de recuperar -si es que a esta altura en que la commedia all’ italiana fuera recuperable- esa frescura de películas como Amigos míos (1975) o alguna de Mario Monicelli. Lo cierto es que este film, que se estrena en nuestras salas, viene de una Italia golpeada culturalmente hace rato y no es más que el reflejo de la era post Berlusconi. La premisa reúne por azar a tres cincuentones, divorciados, con un pasado mejor que su presente que deben convivir en un piso de mala muerte si es que no quieren terminar en la calle. Convivencia, que por sus aristas tratará de sacar rédito de situaciones humorísticas concentradas en el contraste de personalidades, pero de la manera más sencilla como por ejemplo el eje suciedad pulcritud. Así las cosas, quien lleva la batuta del relato es Ulises (Carlo Verdone), otrora productor musical que se fundió por haber apostado a una mediocre cantante con quien terminó casándose y con una hija adolescente que puede ver vía Skype ya que está en París. Sus compañeros son un crítico de cine devenido periodista de chimentos que no tiene un euro encima y completa el cuadro el estereotipo del amante italiano que siempre vive de prestado y se dedica a ofrecer favores sexuales a mujeres mayores. Parte de los mecanismos del humor que presiona forzadamente Verdone hablan por un lado de una extrema misoginia ya que todo personaje femenino se reduce al escaño de mala y resentida o boba y linda y por otro de un anacronismo alarmante que conspira con alguna ráfaga de humor dispersa a lo largo de las dos horas. Es muy poco entonces lo que pueda rescatarse de este producto sobre valorado y mediocre que por esas incongruencias ocupa pantalla para cine europeo, espacio valioso en una cartelera dominada por Hollywood, y eso es más grave que la intrascendencia de Un piso para tres.
Un presidente cool Cuesta enumerar las razones por las cuales valorar -si es que ese atributo correspondiera- alguna de las características positivas de este nuevo despropósito industrial hollywoodense que llega a nuestras salas bajo el título de El ataque (White house down) y que tiene entre sus directores responsables al alemán Roland Emmerich y a un elenco demasiado interesante para subirse a este avión sin piloto que se precipita en la primera mitad, con una explosión y detonación de cursilería que salpica y enchastra durante dos horas. No voy a concentrarme en el argumento porque es inexistente, sólo basta apuntar que el teatro de operaciones donde suceden las cosas más inverosímiles y absurdas no es otro que la Casa Blanca; que los villanos de turno tienen cara de malos; que el traidor tiene la palabra marcada en la frente desde el minuto uno y que todos los lugares comunes sin excepción a la regla se respetan a rajatabla, además emana una atmósfera de melodrama familiar putrefacto cuando no la sorna a la propia historia, los personajes más planos que una pista de aterrizaje y la subestimación del espectador por partidas equitativas. Para poner las cosas en su lugar, cabe agregar que estamos en presencia de una mega producción, cuyo costo ascendió a 150 millones de dólares mientras que Olympus has fallen llamativamente parecida a este film costó 161, aunque al producto de Emmerich y equipo le falta todo: acción, vueltas de tuerca, dirección e ideas. Tampoco funciona desde su impronta bizarra o su dejo de incorrección política absolutamente lavada por el más pulcro patriotismo y la reiterada marca de la presidencia Obama detrás. Por eso no es de extrañar que este presidente afroamericano, interpretado por Jamie Foxx, sea un prolífico defensor de la paz mundial que debe cuidarse del enemigo interno, escudado en ese patriotismo recalcitrante y peligroso y el héroe un padre divorciado, a la sazón guardaespaldas de un alto funcionario de gobierno que anhela dar el gran salto y cuidar al presi y que pretende recuperar el corazón de su hija pre adolescente -nunca vi una pre adolescente tan informada y menos aún con ese sentido nacionalista a flor de piel como esta- jugando su carta de rambo con sensibilidad social, personaje que en la piel de Channing Tatun aporta esa cuota de inverosimilitud que el film no necesitaba. Incluso si se buscara alguna bondad desde el aspecto visual por el despliegue de los ataques al edificio cuando el servicio de seguridad presidencial parece extraído de un entrenamiento de cualquier ejército de tercer mundo con las explosiones y la balacera incluida da toda la sensación de fallas de continuidad o un insólito reblandecimiento a la hora de la violencia en una película donde los muertos se cuentan a la velocidad de la luz pero en la que no aparece ni una gota de sangre, ningún cuerpo mutilado, decapitado o algo para la platea pochoclera y morbosa de siempre. Lo cierto es que Roland Emmerich confirma con El ataque una obsesión que ya había sugerido en Día de la independencia (1996) hace varios años atrás que no es otra que su sueño por ver estallar el Capitolio o cualquier símbolo norteamericano que se precie. Eso sí: el presidente sigue siendo cool.
La vitalidad abrumadora Catarsis o desborde de emociones pululan en el universo mitad real, mitad irreal de Declaración de vida, título local un tanto ambiguo para referirse a La guerre est déclarée y que genera un mejor marco para este segundo opus de la actriz, realizadora y guionista Valérie Donzelli, quien junto a su ex esposo Jérémie Elkaïm –también protagonista del film- tomaron la arriesgada decisión de transmitir a partir de los recursos cinematográficos a mano su experiencia como padres jóvenes que al año de vida de su hijo reciben la terrible noticia que éste tiene alojado un tumor maligno en su cerebro, operable, pero con grandes posibilidades de que los tratamientos no alcancen y la batalla con la enfermedad se termine perdiendo. Quizás de eso se trate aquella declaración a la que hace alusión el título original, que a ciencia cierta se desprende de un segmento del film donde la pareja protagónica escucha el anuncio televisivo de la guerra de Afganistán, mientras se preparan para la otra que implica afrontar el largo tránsito durante varios años entre hospitales, quirófanos, operaciones, radioterapias, quimioterapias, angustia, desgano, dolor y desgaste, batallas que van descascarando a la pareja de Romeo y Julieta. La ironía de estos nombres de personajes interpretados como no podría ser de otra manera por la propia Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm suena más como una referencia a la tragedia cuando la víctima es Adán, su pequeño que se aferra a la vida al igual que sus padres. Sin embargo, lo trágico nunca deviene melodrama o chantaje emocional debido a la absoluta libertad que se toma la realizadora francesa para estructurar el derrotero de estos padres jóvenes, que pese a las adversidades no renuncian a esa juventud y energía característica. La libertad es sinónimo de riesgo y en este caso asumirlo juega a favor desde el punto de vista del despojo de lo lacrimógeno pero sin negar en ningún momento el drama detrás de la historia. Por eso es notable la capacidad para cambiar de registro, tanto en lo que hace a la dirección de Donzelli con una cámara atenta, inquieta, íntima, que a veces deambula por pasillos de hospital o se queda varada en una puerta que restringe acceso para de golpe sumergirse en la vorágine urbana y nocturna o en el descontrol de una fiesta sin que esa continuidad haga ruido en el espectador. A eso debe sumarse una banda sonora cambiante que incluso se atreve a un interludio donde los protagonistas cantan y que confirma la fuerza y vitalidad abrumadora de esta autobiografía, que no busca transitar por el camino de la demagogia cuando de antemano expone todos los indicios para un final feliz porque precisamente no se trata de comienzos o finales sino de lo que ocurre entre ambos extremos. Tal vez cierto exceso de artificiosidad le juegue algún punto en contra en ciertos momentos pero eso no menoscaba en ningún sentido el valor y la importancia de esta propuesta por su singular y personal enfoque de una temática que para el cine sólo conoce dos o tres direcciones que siempre conducen al mismo destino. El destino es exactamente lo que marca el derrotero de esta pareja que vivió la intensidad del enamoramiento a gran velocidad como registra un prólogo brillante y conceptualmente irreprochable para ir reduciendo sus ilusiones y deseos, pero siempre convencidos de que a las guerras se las vence con amor y perseverancia.
El fin del principio de realidad Al director italiano Matteo Garrone se le debe destacar por su capacidad para construir complejos micro universos, orgánicos y llenos de matices por donde escudriñar la realidad de los personajes. Así lo hizo con su debut de El embalsamador (2002), comedia oscura y ácida que se viera en uno de los BAFICIs para luego estremecer con un retrato de la mafia napolitana, crudo y muy visceral, en el film Gomorra (2008). Una rápida lectura de su nuevo opus Reality no puede más que acercarlo al homenaje de diferentes directores italianos como el gran Federico Fellini o Dino Risi, dos escuelas o estilos cinematográficos distintos para contar la realidad italiana desde la mirada aguda pero a la vez humana. Sin embargo, el universo de Reality si bien guarda una importante vinculación con la idiosincrasia italiana y más precisamente la de una familia de clase media baja que habita un conventillo de Nápoles podría traspolarse a cualquier geografía, siempre que las condiciones, los conflictos entre pares, las metas, las ilusiones y desilusiones se parezcan o guarden estrechas similitudes, más allá de pequeñas diferencias culturales. Así es como la globalización también muestra un costado poco visible y simpático, que obedece a los experimentos sociales proporcionados por los llamados realitys, cuya vedette más popular fronteras adentro y hacia afuera -no podiamos estar ausentes los argentinos- no es otra que Gran Hermano. Ese pequeño espacio artificial donde todo aquel que entra a la casa aparenta o actúa un personaje bajo una supuesta espontaneidad que en su existencia real no es y necesita de la mirada permanente de otros para creerse esa falsa identidad. La inteligencia de Matteo Garrone fue el haber pensado la dinámica del reality no desde el fenómeno sino desde los efectos nocivos que puede generar en aquellos que no encajan con la estética televisiva propuesta. Hay millones de Lucianos por el mundo a la espera de una convocatoria para formar parte de ese seleccionado mediático, uniforme y bello y entonces salir de la ruina por creerse diferentes a los que los rodea. En este caso, el protagonista del film es un padre de familia, napolitano, con hijos pequeños y una pescadería en el mercado del pueblo, que trata de sobrevivir además formando parte de una estafa que implica la utilización de unos beneficios de personas jubiladas con unos robots hogareños, los cuales revende valiéndose de la adjudicación del producto por el que paga mucho menos dinero. No obstante, la realidad de Luciano (Aniello Arena, el dato de color indica que es actor vocacional y que permanece en prisión donde participó de talleres de teatro) comienza a dar un giro de 180 grados cuando aparece la chance de un casting para preseleccionar candidatos al Gran Hermano italiano y tras pasar la primera prueba su esperanza de formar parte de los participantes, junto a todo el apoyo de su familia y de la comunidad, alimentan la ilusión de salir de la chatura para siempre. Pero en ese limbo que implica formar parte de algo más grande y que lo excede también se coquetea con el filo de la realidad para que surja primero una desconexión paulatina con el entorno; la paranoia de sentirse observado por extraños con el objetivo de investigar sus actitudes y conductas que lo llevan a tomar decisiones absurdas. El grotesco que caracterizaba a Fellini, las influencias notables del neorrealismo italiano -Luciano parece haber sido rescatado de aquel periodo del cine italiano- y la dosis de comedia clásica italiana forman parte de la plataforma en la que Garrone se maneja para trazar con varios hilos finos la tragicomedia del hombre común en la Italia post Berlusconi, esa nación arrasada desde lo cultural por la impronta televisiva, mediocre y que fue perdiendo su identidad con los años transformándose en un gran decorado para no ver la mugre, la imperfección y todo aquello que provoca la marginalidad o la exclusión social. La sintonía entre un reality, sus feligreses incondicionales alrededor del mundo, que observan pantallas sin cuestionar lo que ven, con fe ciega en lo que alli ocurre, entronca de manera perfecta con la crítica sutil a lo religioso y con la necesidad de creer en algo cuando en lo que menos se cree es en uno mismo. Si en Truman show el protagonista anhelaba la libertad fuera del mega estudio, el protagonista de Reality se encuentra en las antípodas porque su libertad es precisamente la que lo condena y lo somete al deseo de querer otra realidad y una falsa sensación de confort y bienestar. Matteo Garrone no critica a la televisión ni a los realitys porque forman parte de un sistema indestructible en tanto y en cuanto existan personajes con ese grado de inocencia y vulnerabilidad, capaces de soñar con mundos de cartón pintado como el que aparece al comienzo de la película en una secuencia magistral sobre una boda en un hotel temático para presentar dentro de esa galaxia variopinta, con tíos obesos, otro en silla de ruedas y muchos colores, un planeta solitario llamado Luciano.