Su rutina era clásica: llamaba por teléfono a una empresa o negocio, o incluso a una persona, para hacerles algunas consultas que iban adquiriendo un tono insolente, con una catarata de malas palabras. El artífice de estas bromas telefónicas no era otro que el Doctor Tangalanga. Provisto de barba y bigote falsos, anteojos, gorra e inventiva verbal, se convirtió en un emblema de la comedia argentina cuando su obra trascendió mediante discos, giras y apariciones televisivas. El cine comenzó a inmortalizar su figura en Víctimas de Tangalanga y su secuela, ambas de Diego Recalde, pero en esos casos el ojo estaba puesto en quienes padecían sus ocurrencias. La apuesta más ambiciosa llegó de la mano de Mateo Bendesky, director de El método Tangalanga. ¿Se trata de un biopic de la persona detrás del personaje? Sí y no: la película toma la esencia de la vida real de Tangalanga (nombre real: Julio Victorio De Rissio, de profesión zapatero) y hace su propio camino con respeto, humor y corazón. Martín Piroyansky compone a Jorge Rizzi, empleado de una empresa y ciudadano de la Buenos Aires de 1962. La timidez le impide disertar en las reuniones de trabajo y acercarse a las mujeres. Cuenta con Sixto (Alan Sabbagh), compañero y amigo y más propenso a las relaciones públicas. Entonces, más por casualidad que por intención, llega a un evento encabezado por un mentalista español (Silvio Soldán). Unas palabras claves acerca de conectarse con su verdadero ser y un tañido similar a un tono telefónico liberan a su yo extrovertido, directo, audaz, malhablado, encantador. Cada vez que levanta un tubo de teléfono aflora ese repentino Mr. Hyde, que adopta el alias con el que se haría famoso. Una nueva identidad perfecta para vengarse de quienes se comportaron injustamente con él; alegrar a Sixto, internado por un problema de salud, y acercarse a Clara (la siempre estupenda Julieta Zylberberg), la recepcionista del hospital y amante de Giordano (Rafael Ferro), médico y villano de la ecuación. Bendesky y su equipo narran con dinamismo y gracia las peripecias del antihéroico protagonista y cómo va ganando admiradores cuando las cintas para Sixto se propagan por el boca a boca. Desde el principio hay un respeto por el personaje, y resulta fundamental la actuación de Piroyansky: transmite el desparpajo de Tangalanga y la ternura y humanidad de Jorge. El notable desempeño interpretativo del elenco (Sabbagh y Machín vuelven a engrandecer otros de sus roles) también se aprecia en las escenas menos cómicas y más dramáticas y románticas. Mención especial para Soldán, que brilla en su primera composición de un papel cinematográfico. El método Tangalanga presenta el origen del mito y, al mismo tiempo, le rinde tributo.
El cambio de apariencia, un concepto que sabe disparar toneladas de historias, con los más variados enfoques. El rostro de la medusa propone el suyo, y tomando un poco de distancia de las convenciones propias de estos relatos. Desde el primer momento, y sin motivo aparente, Marina (Rocío Stellato) asegura que su cara es distinta a la de siempre. Un hecho que la desconcierta, aunque su familia tarda relativamente poco en habituarse. También implica una alteración en su trabajo como docente universitaria y la relación con su novio. Si bien trata de averiguar más sobre sus flamantes rasgos, comienza a experimentar las ventajas de lucir distinta, y hasta entabla relación con un joven. Desde su ópera prima, el documental Las lindas, Melisa Liebenthal explora la identidad, los sentimientos con respecto a la imagen y cómo uno es percibido por el resto. Sin perder el carácter intimista, aquí da con el formato más ambicioso para plasmar sus preocupaciones. A través de situaciones absurdas que vive la protagonista surgen pasos de comedia, pero nunca deja de haber una reflexión explícita. De hecho, las fotos de las imágenes previas de Marina -algunas veces presentadas mediante animaciones y collages- corresponden a las de la directora. En este sentido, funciona como una extensión de Las lindas. Para completar su tesis de formato ficcional, Liebenthal recurre a los animales. Se aprecia desde el título, y más adelante, casi a modo de separadores entre secuencias, incorpora grabaciones de zoológicos y acuarios. Así se impone el elemento documental. Pese a las intenciones que amalgamarlo con la premisa central, el resultado es desconcertante (al menos, para quien suscribe). Sí encaja mejor la intervención del reino animal cuando el gato de la familia de Marina se pierde y luego ella lo encuentra, para descubrir al rato que es otro felino parecido; otro ángulo de la importancia de la imagen. El rostro de la medusa sale airosa por su audacia y deja en claro que Melisa Liebenthal sigue construyendo una obra tan personal como interesante.
La saga de Shrek nos dio versiones más frescas e irreverentes de personajes de cuentos infantiles clásicos. Entre ellos, el Gato con Botas. El felino creado por Charles Perrault devino valeroso y carismático forajido, que sabe apelar a la lástima poniéndo cara de víctima, las pupilas dilatadas; el colmo de la ternura. Tuvo tanto éxito que por momentos opaca al ogro protagonista. Gran parte del mérito le corresponde a Antonio Banderas, que le pone voz y personalidad. La estupenda repercusión del intrépido michifus quedó patente en su spin off, Gato con botas, y ahora, en su secuela. Gato con botas: El último deseo. Y justamente el concepto de “último” es clave: al comienzo del film, es consciente de que agotó ocho de sus nueve vidas. Una muerte más y será el fin de sus andanzas, el fin de su vida. Para peor, es acechado por la Muerte con forma de lobo siniestro (Wagner Moura). El retiro parece inevitable, por lo que se quita el vestuario característico y llega a una casa donde cuidan gatos. Pero la típica vida gatuna y la tranquilidad no son lo suyo. Se viste como siempre y sale hacia el Bosque Oscuro, donde yace la Estrella de los Deseos. Así tendrá la oportunidad de recuperar sus vidas y continuar enriqueciendo su propia leyenda. Pero debe lidiar con nuevos rivales que tienen el mismo objetivo, como una versión aguerrida de Ricitos de Oro (Florence Pugh) y los Tres Osos, y el Gigante Jack Horner (John Mulaney), poseedor de artilugios y seres mágicos en calidad de armas. Pero Gato con Botas tiene de aliados a Kitty Patitas Suaves (Salma Hayek Pinault), con quien no había quedado bien la relación, y Perro (Harvey Guillén), un canito ansioso de hacer amigos y de experimentar aventuras. La película es todo lo divertida y humorística que promete, y con una estética novedosa. Sigue siendo una producción de Dreamworks Animation, pero el estilo remite menos a las clásicas películas de la empresa -incluyendo la película previa del Gato- y se acerca más a un comic o a un anime, con colores fuertes y secuencias vertiginosas. Remite a la propuesta de Spider-Man: Un nuevo universo, aunque la idea de sus creadores fue acercarse a la esencia de un libro de cuentos. Al mismo tiempo, sabe revelar su complejidad y profundidad. Hay conciencia sobre la muerte, pero también acerca de la vida, de lo que significa vivir y de quienes hacen que la vida valga la pena. Gato con botas: El último deseo entretiene e invita a la reflexión, pero sobre todo, trae de regreso a uno de los más simpáticos y audaces héroes del cine animado moderno.
Las reuniones familiares constituyen un concepto irresistible para cualquier historia. Y si le agregamos la Navidad y un personaje con problemas de salud, el potencial dramático está asegurado. Luego de El diablo blanco, su ópera prima, el actor Ignacio Rogers se adentra en la comedia dramática (o dramedy) gracias a Las fiestas. Cecilia Roth interpreta a María Paz, una mujer que es dada de alta luego de un infarto. Para celebrar su especie de renacimiento, decide pasar unos días -incluyendo el 24 de diciembre- en una finca, junto a sus tres hijos: Sergio (Daniel Hendler), Luz (Dolores Fonzi) y Mali (Ezequiel Díaz). Al principio ellos no están seguros: conocen demasiado a su madre y su temperamento. Terminan accediendo y tratan de poner la mejor voluntad. Así van surgiendo situaciones amenas, incluso divertidas, pero pronto aflora lo más incómodo del pasado. De la mano de un guión que lo tiene entre sus autores, el director balancea los elementos cómicos y duros para lograr un film intimista, provisto de capas. Estamos ante un reencuentro, pero también se presenta algo más fatalista, que planea en cada escena sin ser explicitado. En este aspecto es crucial el trabajo de los actores, que saben exprimir la complejidad de los personajes. Tenemos a María Paz, que sólo quiere dar amor, aún cuando es consciente de sus fallas, y tres hijos que deben lidiar con sus propios problemas (desde separaciones hasta incertidumbre laboral). También asoma el interés por la herencia, ya que temen otro problema cardíaco. Esas imperfecciones hacen que cada uno sean reales y nunca dejen de hacerse queribles. Las fiestas permite el lucimiento de un elenco notable (en especial Roth; uno de los mejores papeles de su carrera) y confirma la madurez de un director que sigue evolucionando.
Hablar de “El matadero”, de Esteban Echeverría, es hablar del primer cuento de la literatura argentina. Pero sus méritos no terminan ahí: publicado en 1871, significó una cruda y sanguinaria crítica al gobierno de Juan Manuel de Rosas, en un país dividido entre Unitarios y Federales. En Matadero, el director Santiago Fillol no plasma una adaptación cinematográfica del texto sino algo más audaz, con resultados formidables. La película comienza con la proyección de Matadero, un film rodado en 1974, pero no estrenado ni siquiera en Argentina, donde se filmó. Una versión libre del relato (aquí los empleados cargan contra sus patrones), que carga con el mote de “maldito”. A continuación, un extenso flashback nos transporta a aquellas jornadas tan caóticas como impredecibles. La narradora es Vicenta (Malena Villa), que trabaja como asistenta de Jared Reed (Julio Perillán), un director estadounidense tan visionario como megalómano. Cuando su productor lo abandona por querer descuartizar vacas de verdad y otros excesos, y a pesar de que el dinero se acabó, decide filmar de manera independiente. Entonces Vicenta le propone mudar la producción a la estancia de su familia en Córdoba, y con un elenco nuevo. Así se convierte en su mano derecha, y eventualmente lo reemplaza cuando se ausenta, logrando así su sueño de hacer un film argentino a mil kilómetros del costumbrismo imperante. Pero esta nueva etapa como cine de guerrilla está lejos de escapar a los problemas. Al igual que en el cuento, se acrecienta la tensión entre grupos. En este caso, los actores profesionales -menos empáticos de lo que pensaban- y los no actores, compuestos por lugareños y peones. Y como si fuera poco, los actores formados son buscados por su militancia de izquierda. Fillol, también coautor del guión, ejecuta una mamushka de metalenguaje. Es un ejercicio de cine dentro del cine, pero también plantea la relación entre el cine y la vida, la política -y la violencia política-, y los paralelismos entre los períodos históricos. Un concepto ambicioso, complejo y arriesgado, que el director logra ejecutar con pericia. En sintonía con el material, la película incluye escenas en un matadero, con ejecuciones y desollamiento de ganado. A su vez cruda e intelectual (como “El matadero” mismo), Matadero triunfa mediante su acercamiento novedoso a la obra de Esteban Echeverría y confirma que algunos hechos parecen condenados a repetirse.
Al principio todo parece esquemático: Maren (Taylor Russell) es nueva en una escuela secundaria y busca integrarse a un grupo de compañeras. Las cosas marchan bien en la primera juntada con sus nuevas amigas, hasta que le arranca el dedo de un mordisco a una de ellas. Entonces Maren y su padre (André Holland) deben escapar a otro estado. Hasta los huesos comienza como un coming of age, y nunca deja de serlo: el director es Luca Guadagnino, especialista en historias de madurez. La diferencia es que aquí la protagonista y los personajes con los que se relaciona son caníbales. Cuando el padre la abandona, no sin antes dejarle una grabación en cassette, emprende la búsqueda de su madre, a la que nunca conoció. Así el director construye la trama mediante una road movie por la América profunda. Un viaje que le permitirá a la protagonista aprender más de su naturaleza voraz y conocer a Lee (Timothée Chalamet), un muchacho que vive distanciado de su familia mientras satisface su apetito por la carne humana. Ambos terminan enamorándose, unidos por el amor y una condición que no eligieron pero con la que deben cargar. Y sobran motivos para cuidarse: en las rutas y pueblos deambulan más antropófagos, y más extraños y peligrosos. Para empezar, Sully (Mark Rylance), que colecciona mechones de sus bocados. Siendo fiel a su costumbre, Guadagnino se centra en el punto de vista de los personajes principales y no emite juicios de valor. Permite que el espectador se involucre con ellos, descubra sus anhelos y comprenda sus comportamientos menos convencionales. El director también acierta al darle forma a una Estados Unidos con una subcultura caníbal, con sus propios códigos y características, como la capacidad de identificarse entre sí mediante el olfato a larga distancia. No menos destacable es la ambientación en los 80, aunque sin gritar la época. Canciones de Joy Division, Kiss, New Order y Duran Duran, entre otros, juegan un rol fundamental para anclar la época y ser fiel al estado de ánimo de los antihéroes. Temas musicales que, además, complementan la banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross. La verdadera protagonista es Taylor Russell, en su primer gran papel cinematográfico. Remite a Zendaya, aunque posee talento y encanto propio. Chalamet la opaca con su sola presencia, demostrando que es uno de los jóvenes astros de la actualidad y del porvenir. Igual de sobresaliente es la labor de Mark Rylance, capaz de hacer un poco simpático a un psicótico. También aparecen Michael Stuhlbarg (completando la reunión de Llámame por tu nombre) y el cineasta David Gordon Green haciendo de dos caníbales rednecks. Hay otras apariciones especiales, como la de Jessica Harper, que venía de trabajar con Guadagnino en la remake de Suspiria (además de que protagonizó la original, a cargo de Dario Argento) Hasta los huesos incluye sangre y ferocidad, pero su esencia pasa por un romanticismo puro y auténtico. Está representada por monstruos, aunque habla de humanidad.
En los créditos de dirección de Pinocho figuran Guillermo Del Toro y el animador Mark Gustafson (aquí responsable del trabajo con stop motion), pero se impone la impronta del méxicano. Toma la obra de Carlo Collodi, publicada entre 1882 y 1883, ya adaptada con frecuencia -sobre todo en los últimos tiempos- y le da un giro más afín a sus preocupaciones. La premisa es la de siempre: Geppetto, un humilde carpintero, crea un muñeco de madera que se llama Pinocho y, hada mediante, cobra vida. Un ser entrañable, que interactúa con otras personas y vive aventuras. A partir de ahí, Del Toro narra otra epopeya protagonizada por un ser fantástico, distinto al resto, que es incomprendido por gran parte de su entorno humano, o se lo pretende utilizar con fines oscuros. Para empezar, ahora la acción sucede durante los años 30, en la Italia fascista. Geppetto (voz de David Bradley) vive con Carlo, su hijo (Gregory Mann). La felicidad termina cuando el chico muere al caer una bomba en la iglesia donde el hombre estaba trabajando. Incapaz de soportar el dolor, crea una especie de niño de madera. Un hada (Tilda Swinton) le da vida a Pinocho (también con la voz de Mann), que se muestra afable y travieso, pero porque está descubriendo el mundo al que acaba de despertar. Inicialmente es visto como una manifestación demoníaca. Sin embargo, pronto capta la atención por otros motivos: Podestá (Ron Perlman), un funcionario del Duce, pretende que se una a la facción juvenil para luchar contra los enemigos de la patria. Por otra parte, el Conde Volpe (Christoph Waltz), dueño de una feria ambulante, lo obliga a trabajar como títere estrella -y el único viviente- de su espectáculo infantil. Una vez más, Del Toro balancea los elementos fantásticos (no falta la ballena ya clásica, y se suman otras criaturas) y la recreación de época (con aparición del mismísimo Benito Mussolini). También logra enriquecer la aventura con drama, humor y altos niveles de complejidad. Un tono más arriesgado que el de las típicas producciones infantiles, aunque nunca olvida la esencia de Pinocho: el amor y los detalles que de verdad nos otorgan humanidad. Se observa en el protagonista y en otros personajes, como Spazzatura (sonidos, no voz, de Cate Blanchett), la mona asistente de Volpe que aprende a querer al niño maderoso, y Sebastián J. Grillo (Ewan McGregor), el narrador de la historia y residente del propio muñeco andante. El director sigue sin esconder las sutilezas a la hora de disparar sobre figuras represivas y manipuladoras, lo que también es parte de su sello. Con su versión de Pinocho, Guillermo Del Toro contribuye a refrescar un clásico que trasciende fronteras y edades.
A veces la familia puede ser el centro mismo del horror. La cantidad de historias que exploran esta premisa es inabarcable, y las mejores consiguen zambullirse en la mente para provocar un efecto perturbador duradero. El cadáver insepulto transita por ese terreno. Maximiliano Espósito (Demián Salomón), un psicólogo y escritor, recibe un llamado de su hermano: el padre de ambos acaba de morir y quieren que esté presente para el velorio. Esta noticia parece traerle recuerdos oscuros de su juventud, pero la posibilidad de obtener parte de la herencia (está ahogado por las deudas) lo llevan a regresar al pueblo donde nació. Al llegar hace un espantoso descubrimiento: los hermanos no enterraron al padre, que presenta un avanzado estado de putrefacción. Sólo la posibilidad de obtener algún rédito económico le impide escapar de allí, por lo que deberá permanecer unos días más. Unos días en donde tendrá más revelaciones. El director Alejandro Cohen Arazi plantea la historia como un thriller psicológico, que semeja un descenso a los infiernos de Maximiliano, aunque con una vuelta de tuerca sobre el verdadero destino del personaje. Predominan las escenas de tensión y suspenso, pero el realizador no le huye a las escenas extravagantes y truculentas. La más brutal involucra muertes reales de vacas, debido a que sucede en un matadero perteneciente al clan del difunto. Unos minutos que pueden afectar la susceptibilidad del espectador. La película puede ser incluida en el cine de sectas y cultos (conocido como folk horror), donde costumbres y ritos ancestrales cobran preponderancia en el presente, donde no faltan los sacrificios. Un subgénero que viene en pleno auge a nivel mundial y que, de alguna manera, siempre tuvo sus exponentes argentinos. Más allá de los aspectos tenebrosos, Cohen Arazi explora el funcionamiento de una comunidad cerrada, anacrónica, decididamente patriarcal. Demián Salomón, un actor cada vez más habitual del cine (sobre todo del fantástico y de terror) lleva el papel principal sin problemas, haciendo creíbles las dualidades de Maximiliano. El resto del elenco mezcla caras menos conocidas y figuras con más nombre, como Sergio Dioguardi, Diego Recalde y Mirta Busnelli en el rol de una sacerdotisa que podría haber sido más aprovechada. El cadáver insepulto sale ganando por su clima incómodo y mueve a pensar en la cara oculta de los mandatos familiares.
Uno de los directores más prolíficos del cine argentino reciente es Matías Szulanski. Desde Reemplazo incompleto, su ópera prima, estrenó películas con personajes que se mueven contra la corriente, a veces por fuera de la ley. Astrogauchos, protagonizada por Ezequiel Tronconi, sobresale por sobre los demás, pero cada uno se mantiene fiel a una impronta personal, y con mucho de comedia. Juana Banana no se aparta de eso, aunque el lenguaje es distinto, más personal. Juana (Julieta Raponi) es una joven actriz que sobrevive trabajando en avisos publicitarios. Se la pasa yendo a castings, donde los rechazos son habituales. Algo similar ocurre en su intimidad, cuando su novio, Damián (Franco Sintoff) le dice que deben dejar el departamento y distanciarse un poco. Él vuelve al hogar de la familia, pero ella queda a la deriva. Encuentra alojamiento en lo de su amiga Laura (Jenni Merla), aunque algunas veces deba salir cuando la dueña de casa está con algún amante ocasional. En tanto, escribe cuentos que son una variedad de una misma premisa. Sabe que tiene 28 años y no consigue despegar en ningún aspecto de su vida. Tal vez la clave esté en un libro que acaba de descubrir, acerca de un nativo -el último de su tribu- que fue recluido en alguna parte. Szulanski abandona el tono estrafalario de sus películas previas para contar las peripecias de una irresistible antiheroína, que apenas puede disimular con humor la crisis que atraviesa. Aquí es decisiva la actuación de Julieta Raponi. Sostiene cada escena gracias a su mezcla de encanto natural y versatilidad para transmitir -u ocultar con ciertas actitudes, como comer sin pausa- los sentimientos de la joven. Remite tanto a las mejores exponentes del cine indie estadounidense como a algunas de las musas de las propuestas europeas (no es caprichosa la mención a Jane Birkin, como tampoco que asista a la sala Leopoldo Lugones). Juana Banana presenta otra faceta de Matías Szulanski y permite el lucimiento de una protagonista a tener en cuenta.
Cuando John Carpenter estrenó Halloween en 1978, ¿quién iba a prever todo lo que generó y que aquel universo no dejaría de expandirse? Así surgieron secuelas, una remake y una secuela de esa remake… sin olvidar Halloween III, que toma un camino diferente e interesante, pero salvo por un fragmento televisivo (la primera parte existe dentro de la tercera), prescinde de la estrella de la saga. Michael Myers, el asesino silencioso y de máscara pálida. Una metáfora del Mal absoluto. De todos aquellos proyectos, ninguno fue tan ambicioso como la trilogía dirigida por David Gordon Green, con el regreso de Jamie Lee Curtis como Laurie Strode y Carpenter en el rol de productor ejecutivo (junto a Curtis) y de encargado de la banda sonora junto a su hijo Cody Carpenter y Daniel Davis. Halloween de 2018 es una continuación directa de la original y muestra el reencuentro entre Michael y Laurie, que ya no son hermanos como en películas previas. Ella ahora es una mujer paranoica, que vive armada y ya no teme enfrentarse a The Shape, tal es la denominación del Michael enmascarado. También se muestra la relación de Laurie con su hija, Karen (Judy Greer), y su nieta, Allyson (Andi Matichak), que pasan del escepticismo a la lucha. Por supuesto, Myers nunca muere y todo sigue en Halloween Kills. Aquí, Gordon y su coguionista, Danny McBride, exploran las ramificaciones del Mal en el poblado de Haddonfield, Illinois (escenario de las carnicerías de estas historias), al tiempo que entregan un festín de sangre y violencia, con el regreso de más personajes clásicos -incluyendo flashbacks donde se recupera a Sam Loomis, el psiquiatra de Michael que supo encarnar Donald Pleasence, aunque ahora por otro actor- y un generoso recuento de cadáveres. Así como Halloween (2018) y Halloween Kills proponen algo distinto entre sí -aunque sin apartarse de una línea directriz clara-, Halloween: La noche final también conforma su propio núcleo. No traiciona su condición de slasher, pero recupera un rumbo más intimista e incorpora elementos de otros géneros. Pasan cuatro años del fatídico 31 de octubre de las dos películas anteriores, que culminó con Myers asesinando a Karen. Laurie vive con Allyson y escribe un libro donde reflexiona sobre el calvario que le tocó. Se muestra esperanzada y de buen ánimo, pero sabe que carga con un estigma. Los pocos sobrevivientes de Myers la señalan como la responsable de haber traído el Mal. En este aspecto, el primer tramo del film tiene mucho de drama de personajes bien ejecutado y con un elenco a la altura. En paralelo, y desde la primera secuencia, se nos presenta a Corey (Rohan Campbell), un adolecente nerd y tranquilo. Sus aspiraciones y su salud mental terminan en la nada cuando provoca la muerte accidental del chico que debía cuidar durante la noche de Halloween de 2019. Queda en libertad, pero padece el señalamiento de sus vecinos y el bullying de los más jóvenes. Esta subtrama, que converge con la principal, también incluye drama, pero pronto deriva en el thriller psicológico: un Corey malherido es atrapado por Myers, que permanece oculto -y poco activo- en el desagüe debajo de un puente (Las similitudes con el Pennywise de It son evidentes y muy atinadas). No lo mata porque ve algo en sus ojos. El muchacho deviene lacayo, capaz de evolucionar en un bogeyman por sí mismo. Allyson se siente atraída por él (entiende lo que es ser una triste figura pública) y Laurie descubre su incipiente naturaleza oscura, pero ni eso podrá impedir la tragedia. Una vez más, Green sabe recuperar recursos que Carpenter y su equipo supieron ejecutar en la película del ‘78 -puestas de escena, planos, iluminación, movimientos de cámara, vestuario; la musicalización con “(Don´t Fear) The Reaper”, de Blue Oyster Cult, etc.-, no sólo para demostrar lealtad y continuidad, sino para darles una vuelta de tuerca. Incluso los guiños al propio J.C. están lejos de ser caprichosos o de apostar al simple fanservice. Por un lado, al principio del largometraje, Corey y el chico miran por televisión La Cosa de Carpenter, que remite a cómo la pequeña Lindsey (Kyle Richards, que retoma el papel como hiciera en Halloween Kills) miraba la primera versión cinematográfica de la historia, The Thing from Another World, producida -y dirigida, sin acreditar- por Howard Hawks, ídolo de Carpenter. En ambos casos, la cita cumple una función narrativa. Con respecto a Halloween: La noche final, anticipa cómo la Amenaza puede adoptar más de una forma, también familiar, y ramificarse sin cesar aún cuando parece ser destruida. Por otro lado, la subtrama de Corey funciona como una nueva versión encubierta de Christine. Para empezar, el apellido de Corey es Cunningham, como el de Arnie en aquella película basada en la novela de Stephen King. Ambos tienen madres castradoras, ambos trabajan con vehículos, ambos son contaminados por la Amenaza y también pasan a provocar desconcierto y muerte a su alrededor. Las víctimas consisten en quienes se atreven a molestarlos. Además, la oscuridad que los invade también revela su costado más libre, más atractivo, aunque el destino siempre es el peor. Inevitable detenerse en Michael Myers/The Shape. Ahora es más como un ogro de cuento de hadas, que precisa de matar otra vez con continuidad para recuperar energía. Aunque no le da uso a su cuchillo hasta bien entrado el film, su omnipresencia perturba a cada rincón de Haddonfield (en realidad, eso ya pasaba en la Halloween de Carpenter, confirmando que todo ya fue dicho en esa oportunidad, y esquivando el trazo grueso). Su extraño vínculo con Corey puede verse como la de maestro y alumno, en su vertiente más retorcida. Provista de un tercer acto a la altura de las expectativas -y más allá también-, Halloween: La noche final apuesta por la audacia y sale victoriosa. Se sabe que representa la despedida de Green, de Curtis y hasta de Jason Blum como productor (ya no tendrá los derechos), pero como bien escribe Laurie, el Mal nunca muere y adopta otras formas.