La culpa y el perdón Aguas turbulentas (De Usynlige, 2008) narra desde dos perspectivas diferentes un mismo trágico hecho con la maestría de un director que supo acomodar cada una de las piezas de un drama familiar en el lugar exacto, evitando el lugar común y la complicidad del espectador. Jan acaba de salir de la cárcel donde cumplió una condena por el asesinato de un niño en una confusa situación. Jan pasó toda su adolescencia y los primeros años de su incipiente juventud tras las rejas y cree haber pagado su deuda con la sociedad. Al salir se desempeñará como organista de una iglesia de Oslo. Su vida transcurre en una aparente normalidad hasta que un día la madre del niño muerto descubre por casualidad a Jan deleitando musicalmente a los niños de una excursión que ella conduce. A partir de ahí el mundo se les desmoronará a ambos entre culpas y perdones que no llegan. Aguas turbulentas se enmarca dentro de una trilogía conformada por Schpaaa (1998) y Hawaii, Oslo (2004), films cuya temática es asociada con la marginalidad y la delincuencia adolescente. Siguiendo esta línea, Erik Poppe presenta la historia de Jan, el asesino, y de Agnes, la madre del niño asesinado, pero desde la visión de cada uno de ellos. Así ofrece un mismo relato pero desde dos ángulos opuestos poniendo al espectador en el lugar de un juez capacitado para dictar el veredicto final. Uno de las mayores virtudes del film son las actuaciones. Pål Hagen Valheim Sverre matiza a su Jan de ese estadío confuso entre la culpa y la redención, nunca se sabrá en realidad que pasa por la mente de ese cuerpo que manifiesta una contradictoria triste alegría. Por otra parte, Trine Dyrholm alcanza la medida justa que la composición de Agnes requiere ante sentimientos tan contradictorios como la venganza y el perdón. Poppe maneja la información hacia el espectador a cuentagotas. Sí bien el relato se divide en dos episodios que podrían convertirse en reiterativos, logra a través de una mirada inteligente brindarle información a los personajes que el espectador desconoce, y así crear un suspenso que por momentos se vuelve aterrador ante la intriga de saber qué es lo que en realidad pasa por las mentes de esos personajes al borde de la desesperación. La música, también jugará un rol crucial en dicha construcción, ya sea la interpretada por el propio Jan o la que sonará extradiegéticamente intensificando dramáticamente la trama. De escasa llegada a nuestro país el cine noruego ofrece una de las obras más extraordinarias que el séptimo arte nos haya brindado en mucho tiempo. La delgada línea que separa el bien y el mal, el perdón y la condena, el cielo y el infierno son plasmados en la pantalla grande con la inteligencia que el cine muy pocas veces se permite (o le permiten), sin menospreciar al espectador y evitando caer en el típico melodrama lacrimógeno.
Destino final El documental colectivo Qué culpa tiene el tomate... (2009) está planteado como una aproximación a la cultura popular iberoamericana desde la observación de los mercados destinados a la venta de alimentos en diferentes ciudades. La visión de siete directores sobre los mercados populares de sus respectivos lugares de origen dará inicio al abordaje sobre el proceso que sufren los alimentos cuando pasan por las cadenas hegemónicas. Además, Qué culpa tiene el tomate... resulta ser una forma de acercarse a las diferentes culturas y a la idiosincrasia de cada población. A través de los mercados de países como Argentina, Brasil, Bolivia, Perú, Venezuela, Colombia y España se articula un documental que, a pesar de presentarse episódicamente, carece de separadores o indicadores que marquen el comienzo o final de cada capítulo, brindándole una identidad propia que lo diferencia de otros proyectos similares. Muchas veces los films colectivos sufren altibajos tanto desde la narrativa como en su construcción estética, aunque no es el caso de Qué culpa tiene el tomate... En la mayoría de los casos, resulta imposible notar que el realizador ha cambiado y con él la mirada. Esto se debe a que el proyecto recayó sobre un grupo artístico homogéneo con inquietudes similares y con un sentido de la estética cinematográfica que, a pesar de la diversidad cultural, sigue una misma línea ideológica, en el sentido más amplio de la palabra. Alejo Hoijman (Unidad 25, 2009), Marcos Loayza, Josué Méndez (Dioses, 2008), Carolina Navas, Paola Vieira, Alejandra Szeplaki y Jorge Coira se dedican a observar con sólo una cámara y a partir de ahí abrir un debate en el público receptor sobre el sistema de comercialización que las grandes empresas proponen. Cuestionamiento no sólo utilizable en lo que a alimentos se refiere, punto en donde radica el verdadero sentido del film. Qué culpa tiene el tomate... es un claro ejemplo de que si se sabe ir a la esencia se puede producir un debate sobre la producción, la distribución y el consumo, sin por eso caer en la obviedad y en el mero formato periodístico. Un documental que habla de nosotros, ustedes y ellos, y de que al final la culpa no es del tomate.
Aquellos años 80 Los primeros minutos de Desbordar (2010) introducen en lo que pareciera ser una película atractiva: Planos de una rigurosa construcción estética sumergen al espectador en las entrañas de un manicomio dan a suponer que vendrá una rica historia. Pero por desgracia se desvanece ante una puesta añeja que pretende más de lo que pude dar. El film nos sumerge a finales de la década del '80, cuando un grupo de profesionales de un neuropsiquiátrico y un grupo de internos crean la revista Desbordar. A partir de ahí, Alex Tossenberger (Gigantes de Valdés, 2007) pone en crisis el sistema manicomial argentino, mostrando cómo algunos intereses económicos son más importantes que la salud mental de los pacientes. El principal problema de Desbordar es la forma en encara la historia. Una puesta en escena que coquetea entre el cine comercial y el de autor, pero que a su vez remite más a las películas de los 80 que al cine de hoy, hacen que lo que se cuenta pierda valor cinematográfico. Resulta extraño, pero no parece una película de hoy. La dirección de actores, la musicalización, la puesta de cámaras y hasta la manera de compaginar dan la sensación de que es una de aquellas películas del viejo cine argentino, hoy demodé. Hay una intencionalidad en la historia, la de denunciar el rol del Estado en lo que se refiere a salud mental y el predominio de ciertos sectores médicos hegemónicos más preocupados por el negocio generado que por una cura. Es un objetivo bastante pretencioso que se muestra con subrayados por momentos innecesarios y reiterativos. Desde lo actoral hay un claro propósito para evitar el estereotipo y el lugar común, aunque algunas veces resulta inevitable. Lo que resulta inentendible es por qué la película se promociona a partir de Fernán Mirás y Manuel Callau cuando sólo aparecen diez minutos en pantalla. Los verdaderos protagonistas resultan ser Carlos Echevarría y Julián Doregger. Es una pena ver cómo Desbordar se desborda por una serie de causas que se podrían haber evitado. Ellas hacen que una historia cargada de buenas intenciones dé como resultado una película fallida, arcaica y algo pretensiosa.
As de Corazones La comedia romántica vuelve a sorprendernos con un relato que, a pesar de lo trillado y previsible que puede parecer, gana ante la forma que Pasacall Chaumeil decidió encararlo, articulándola a partir del carisma y la química de sus personajes junto a los cruces de géneros. Alex tiene como profesión la de romper corazones, es decir, lograr que cualquier mujer se dé cuenta que su novio, prometido o marido es un chanta y lo dejé para comenzar una nueva vida. Sus recursos son múltiples pero nunca será el sexo. Su próximo trabajo será evitar que la joven heredera de un imperio se case con un apuesto muchacho que nada tiene de malo. Así es como comienza la historia que ya sabemos cómo terminará. Rompecorazones (L´arnacoeur, 2010) recorre todos los lugares comunes en que la comedia romántica puede caer. Esto es: Joven contratado para evitar boda terminará enamorándose de la novia y viceversa. La pregunta es si está mal que así sea. La respuesta es contundente: No. Rompecorazones se sostiene a partir de una trama que nos va llevando por diferentes carriles. Desde el suspenso, el thriller, comicidad hasta llegar la comedia rosa. Chaumeil demuestra que se puede hacer un producto superfluo pero sin descuidar el resultado final. Romain Duris y Vanessa Paradis son sin duda dos extraordinarios comediantes que le dan al film un plus extra. Esto se condimenta con la química que tienen en pantalla y que se transmite hacia el espectador. Gracias a sus aportes actorales, uno termina por creerse lo que sus ojos están viendo. Aunque desde la lógica resulte lo contrario y no se pueda encontrar verosimilitud en un relato que nunca pretende tenerla. Cuando uno elige ver una película de este tipo todo lo que pide es que cuente una historia (al menos bastante bien) y que logre el cometido de hacernos pasar un buen momento, solos o acompañados. Rompecorazones no sólo cumple sino que además el resultado final es mucho más que digno. Una comedia romántica que apunta de manera directa a reconstruir el corazón, pese a que su título diga lo contrario. Para qué más.
Por siempre joven La franquicia Piratas del Caribe le viene dando a Disney una alegría tras otra, si de recaudaciones millonarias hablamos. Esta nueva secuela nos trae nuevamente a Johnny Depp en la piel del Capitán Jack Sparrow junto a la bella y españolísima Penélope Cruz. Conservando lo épico de la historia original Piratas del Caribe: Navegando aguas misteriosas (Pirates of the Caribbean: On Stranger Tides, 2011), cumple con lo que propone: entretener sin descuidar la calidad técnica. Pero no mucho más. El especialista en musicales Rob Marshall (Nine, 2009; Chicago, 2002) se hace a cargo de la dirección de Navegando aguas misteriosas para ofrecernos un relato cuyo conflicto recae en uno de los temas que preocupa a la sociedad moderna: el paso del tiempo. Pero aquí se lo matiza con el humor de Johnny Depp. Angélica (Penélope Cruz) aparecerá en la vida de Jack para llegar a través de él a la fuente de la eterna juventud y darle vida a quien ella considera su padre. Ya sin Orlando Bloom y Keira Knightley, sólo se mantiene en el reparto al personaje de Geoffrey Rush (Héctor Barbossa) más como un homenaje que por el valor dramático que le puede aportar a la trama, la cuarta parte de la saga funciona casi de manera independiente a sus antecesoras. Si bien hay algunas referencias que remiten a la historia original, no serán determinantes para entender el relato que propone en sus casi dos horas y media de excesivo metraje. Navegando aguas misteriosas viene con el plus del 3D, elemento que, en este caso, se utiliza más para evitar la piratería y atraer al público a las salas que como recurso técnico, ya que solo algunos pasajes mínimos traspasaran la pantalla. Los famosos anteojitos no modificarán demasiado el visionado, aunque siempre habrá un plus para quienes se decidan por la tercera dimensión. La dupla Johnny Depp-Penélope Cruz juega a la perfección los tópicos propuestos y hacen creíbles sus personajes y la historia en común. Hay comedia, drama, aventuras, romanticismo, descomunales escenas épicas, fantasía con bellas sirenas incluidas y una serie de guiños a los que Depp les imprime su impronta personal. Navegando aguas misteriosas es un viaje en el tiempo por un cine cuyo objetivo es el entretenimiento. De eso Hollywood sabe un montón.
Un mundo mejor En los últimos tiempos el tema de la minería ha tomado relevancia pública. Este motivo no sólo sucedió por el derrumbe acaecido meses atrás en Chile, sino también por la carencia de una legislación minera en Argentina. Vienen por el oro, vienen por todo (2010) se articula a partir de la lucha de los habitantes de Esquel contra una corporación que les vendía promesas de humo. En la ciudad de Esquel, una compañía minera canadiense comenzó a instalarse en 2002 con la oferta de reactivar la economía del lugar eliminando una tasa del 20% de desempleados. Al poco tiempo, un grupo de habitantes vieron que las promesas de una vida mejor se desvanecían cuando, ante la utilización de cianuro en el agua, sus vidas corrían peligro de muerte o trastornos físicos irreparables. Pablo D'Alo Abba y Cristián Harbaruk nos muestran la historia de un pueblo que luchó contra el poderío económico y político por la defensa de la vida. A partir de esta premisa los documentalistas se dedican a observar el tiempo que duró la puja para que la empresa abandonara el lugar y como actuaron los diferentes sectores involucrados. Así veremos a quienes están a favor de que la minera siga su curso y ponen en la cima de la pirámide a la economía, o quienes piden que se vaya (la gran mayoría) priorizando la vida. También se toman testimonios de los políticos de turno dejando bien en claro la inutilidad para manejar el tema o sembrando sospechas sobre la complicidad que mantenían con los propios denunciados. Vienen por el oro, vienen por todo presenta un tema actual pero no se queda en la mera denuncia sino que se vuelca hacia la lucha de los habitantes del lugar por lo que ellos consideran justo y como unificándose se puede derrotar a las corporaciones. En esa batalla radica la esencia del documental más allá del costado ecológico, que también está desarrollado, pero que queda en un segundo plano. La actríz Julieta Dìaz es la encargada de llevar adelante el relato pero no como una voz demagógica capaz de influir en el punto de vista del espectador, sino que su función es la de acompañar la historia y complementarla con datos técnicos que sirven para contextualizar lo que las imágenes ponen en escena. En Vienen por el oro, vienen por todo no sólo se manifiestan una serie de hechos por una causa que nos afecta a todos sino que, además, todo se articula con un sentido cinematográfico para brindar un relato atractivo por lo que se cuenta y por como se lo muestra.
Un gran circo Agua para elefantes (Water for Elephants, 2011), basada en el homónimo best-seller de Sara Gruen, es una de esas películas que huelen a rancio. A pesar del buen nivel técnico narra una historia que el cine mostró un sinfín de veces y que más allá de los resultados adversos Hollywood sigue empeñado en volver a contar. El circo es el marco elegido para ambientar la historia sobre un amor prohibido entre los personajes de Robert Pattinson, cuya mayor virtud parece ser la inexpresividad, y la bella estrella del circo y esposa del malvado dueño, Marlena (Reese Witherspoon). Pattinson interpreta a Jacob, un joven muchacho que a principios de los años 30 se va de su casa para subirse a un tren que no es otro que el circo de los hermanos Benzini, uno de los más famoso de la época. En pocos minutos, el galante muchacho, comenzará a trabajar para el malvado August, interpretado por Christoph Waltz (al que alguna vez nos gustaría ver en otro rol) y en tan sólo días se ganará la confianza del villano para ser el entrenador de la elefanta que junto a Marlena se convertirán en la sensación del momento, llegando a destronar a sus competidores más cercanos. El amor pronto se apoderará de ellos como también los obstáculos. Pero, claro está, que al final, ya sabemos como todo terminará. Cuando uno realiza la sinopsis de Agua para elefantes, siente que esta historia ya la contó un montón de veces y la contará otras tantas. De entrada sabemos que las historias de amor en el cine son universales, atemporales y que siempre mantienen ciertos tópicos. Pero porqué no darle una vuelta de tuerca y no hacer que todo sea un poco menos previsible y obvio. Desde el comienzo, al mejor estilo Titanic (1997), uno se imagina los diferentes carriles que va a transitar y lo peor es que nunca se equivoca. Por la mente, como si fuera otra película, se nos sucederán imágenes de películas que abarcarán desde la oscarizada El paciente inglés (The English Patient, 1996) a la nacional La cabalgata del circo (1945). Robert Pattinson, cuyo único talento resulta ser su ambigua belleza y que tras la saga Crepúsculo no poder embocar un éxito, hace lo que mejor le sale: mostrar que no sabe actuar, mientras que Christoph Waltz tras su personificación en Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2009) sigue encasillado como el villano de moda del que parece no poder despegarse. Por otra parte la talentosa Reese Witherspoon aparece con un personaje tan desdibujado que le resulta imposible brindarle una construcción adecuada. Hay films que están bien a pesar de que no nos gusten y otros que no nos gustan porque están mal. Agua para elefantes es el típico caso de esas películas avejentadas, aburridas, carentes de crescendo de las que lo único que se puede rescatar son los recursos técnicos. Aunque a esta altura es imposible que eso esté mal. El resto es más de lo mismo, aunque a esta altura ya sea una redundancia.
Las consecuencias Las consecuencias siempre son inevitables y ese pareciera ser el punto de partida y llegada de Secuestro y Muerte (2010), último opus de Rafael Filipelli (Música nocturna, 2007) junto a un dream team que encabezan entre otros Mariano Llinás (Historias Extraordinarias, 2008), Beatriz Sarlo y David Oubiña en el guión, Inés de Oliveira Cézar (El recuento de los daños, 2010) como directora asistente y Alejo Moguillanzky (Castro, 2009) en el montaje. Ante tanto talento junto uno no tiene más que esperar lo mejor. ¿O no? Secuestro y muerte es un artificio acerca de lo que fue el secuestro, seguido por el enjuiciamiento y posterior asesinato de un ex general de la Argentina, que no se puede dejar de asociar con Aramburú. No debe considerarse a la película como una película histórica con datos reales, ni tampoco que los acontecimientos sucedieron tal como se los muestra, sino que es una versión libre sobre un hecho real (o no) en donde el verdadero centro de la trama está en las consecuencias atraídas por un hecho en el que cada una de las partes tendrá cierto grado de culpabilidad. Desde las primeras escenas vemos como cuatro personajes se caracterizan frente a una cámara estática, indicadora de que desde ese momento todo lo que se expondrá en la pantalla será una puesta en escena y no algo real. La secuencia siguiente mostrará el secuestro pero narrado desde la artificialidad. Quién busqué un verosímil es esta escena no lo encontrará ya que no es el propósito de la película que así sea. De ahí en más y con ambos indicios buscar realismo será una tarea difícil y meramente ilusoria. Filipelli nos ofrece una puesta en escena con algo de teatralidad. Planos construidos con un minucioso cuidado no sólo en lo estético sino también en lo espacial y temporal nos ofrecen esa artificialidad que la historia plantea desde su narrativa y que la forma elegida para manifestarla acompaña. Escenas en donde cada detalle está cuidado al extremo, cada movimiento resulta milimétrico y cada plano encuentra un sentido, alcanzando una puesta justa en donde todo tiene un sentido tanto desde lo cinematográfico como desde lo narrativo. La cámara quieta y el travelling lateral encuentran la justificación de su uso, a pesar de que por ahí algunos acusen a estos dos elementos de quitarle ritmo y de provocar morosidad en el relato. Desde lo ideológico el film no juzga ni redime a unos ni a otro, sólo se enfoca en las consecuencias de los hechos y porqué cada uno hizo o hace ciertas cosas. Ambos bandos actúan a favor del pueblo y, según ellos, lo que al pueblo le conviene ¿Pero eso es lo que quiere el pueblo? En esa pregunta es en donde radica la esencia de Secuestro y Muerte y puede ser trasladada a toda la historia argentina pasada y actual. El supuesto hecho que se narra es una metáfora para poner en crisis las dicotomías que siempre desunieron a los argentinos y que provocaron consecuencias irreparables. Con un guión conciso, lleno de preguntas hacia el espectador, en dónde lo cinematográfico está muy presente, pero también lo sociológico y político, Secuestro y Muerte, puede resultar una película molesta, impropia para estas épocas, extraña, pero nunca indiferente. Habrá quiénes la consideren repulsiva y quienes crean necesario que el cine alguna vez se decida a hablar sobre las consecuencias que provocan ciertos hechos, sin culpables ni inocentes.
Algo por cambiar Premiada en Cannes y en el BAFICI Los labios (2010), dirigida por el binomio compuesto por Iván Fund y Santiago Loza, propone una nueva mirada sobre las formas narrativas utilizadas en el cine. En éste caso, lo hace a partir de un conflicto realista casi documental en la que puesta y realidad se unifican para dar cabida a un relato furioso sobre la indigencia social y la marginalidad en una Argentina olvidada. Tres mujeres se dirigen hacia un pueblo perdido en medio de la urbe, ellas se dedican a curar, investigar, ayudar, a hacer lo que pueden y las dejan. Esas mujeres casi sin recursos hospitalarios nos irán llevando a través de un recorrido casual por las falencias en el sistema de salud y de la seguridad social de un país que por momentos suena a contradictorio. La cámara vertiginosa de Iván Fund y el extremo cuidado estético de Santiago Loza se funden en un relato que, sin ser de denuncia, termina por poner en el banquillo de los acusados las faltas y equívocos de una clase dirigente preocupada por cierta banalidad superflua, aún sin proponérselo y es ahí en donde radica la verdadera inteligencia del film. Los labios está compuesto de dos relatos. Uno ficcional conformado por el trío protagónico de mujeres que llevarán adelante por medio de la entrevista el segundo relato conformado por otras mujeres que contarán sus historias verdaderas. Una vez más se quiebran los límites entre ficción y documental dando lugar a un género hibrido, inclasificable, que justifica la existencia del cine como vehículo social. Sin sensiblerías, sin tendenciosidad, con sólo una cámara y una historia, Los labios vuelve a mostrar que con talento se puede acceder la verdad sin caer en el patetismo de lo amarillento. Un cine comprometido con la ficción y con la realidad.
La salud de los enfermos Durante los últimos años la producción del género documental argentino tuvo un notable crecimiento. Las nuevas tecnologías permitieron que, con escasos recursos, se pudiera contar una historia real en la que, en muchos de los casos y ante el interés del tema, la utilización del lenguaje cinematográfico pasaba a un segundo plano. Un tren a pampa blanca (2010) conjuga ambos elementos para ofrecer un documental en la la cinematografía adquiere un valor relevante en el producto final, más allá del tema tratado. Un tren-hospital de niños viaja una vez al año a la ciudad jujeña de Pampa Blanca. Ese es el desencadenante de la ópera prima de Fito Pochat. Pero el nudo del conflicto no se posa sobre los médicos voluntarios sino que lo hace sobre los habitantes del pueblos que visitan. En la mayoría de los casos sufren de desnutrición, mal de chagas, tuberculosis y un centenar de enfermedades más. Ellos encuentran en el tren la única posibilidad de cura, aunque sus expectativas de vida sean casi remotas. El documental se construye como una road movie o viaje iniciático de un grupo de médicos para terminar estableciéndose sobre Filomena y su familia, cuya historia servirá para articular el relato y como muestra téstigo de las falencias del sistema sanitario. Lo interesante del tratamiento dePochat es que evade la denuncia directa para hacerla a través de la observación. En Un tren a pampa blanca no se trata de poner en evidencia a políticos y autoridades sanitarias, sino de mostrar una realidad para concientizar que es un problema que nos concierne a todos y no a unos pocos. A pesar de la dureza de la trama, el mayor logro es no descuidar la utilización de los recursos cinematográficos. Lo que podría haberse convertido en un informe televisivo de cualquier noticiero o programa de investigación adquiere valor cinematográfico gracias al extremo cuidado técnico y narrativo. La fotografía de Lucio Bonelli es, sin duda, una protagonista más. A pesar de lo “hermoso” que todo puede verse, no se estiliza la pobreza sino que la muestra naturalmente, cuidando cada plano, cada encuadre, cada detalle para que no olvidemos que estamos frente a una “película” y no ante un “noticiero”. Un tren a pampa blanca no es otra cosa que el reflejo de una realidad que muchos no quieren ver y que, llevada al cine, no sólo adquiere un valor social sino también cinematográfico, confirmando que en el cine documental las palabras estética y realidad pueden ir juntas sin abyección.