El cine concebido como mero purgatorio Primero lo primero: el título original Third Person (“Tercera persona”) es mucho más elegante y pertinente que el ñoño y engañoso travestismo local Amores infieles (en dos de las tres historias que integran el film no hay infidelidades amorosas, al menos en el presente de los personajes). En las breves escenas que hacen las veces de introducción a esos relatos entrelazados –formato que Paul Haggis, el director de Crash, vidas cruzadas, no parece dispuesto a abandonar–, las imágenes presentan a los personajes en estado de extremo enojo, tristeza o alienación. La banda de sonido es machacona, insistente, como para que no quede duda alguna al respecto. Cerca de la marca de los 30 minutos (de un total de casi 140), la película insinúa que el film jugará con el concepto de realidades y ficciones, lo cual tiene su lógica, ya que el personaje central es un escritor. En crisis con su oficio, su vida afectiva y varios etcéteras, huelga aclarar. Otra película que describe el mundo del literato como si se tratara de una raza humana aparte, imagen romántica y superficial inflada a base de clichés. Y autocompasiva hasta el empalago.Haggis es un predicador con piel de director de cine. Sus criaturas cargan culpas y andan en busca de expiación y ése es el único síntoma de su existencia. Culpa siente el prestigioso escritor interpretado por Liam Neeson, la culpa carcome al ladronzuelo de ideas ajenas que encarna Adrien Brody, culpa es lo que puede verse en el rostro de Mila Kunis como una joven madre separada legalmente de su hijo con (aparentemente) justa razón. Uno en París, el otro en Roma, la tercera en Nueva York. Lo cual permite al film traficar varias escenas de aliento turístico y más de un producto de alta gama, como si se tratara de una de esas revistas de tarjetas de crédito en busca de potenciales clientes. La construcción de los personajes es pura ingeniería, del papel a la pantalla: más que respirar, responden a la letra escrita del guión como autómatas (no es culpa del reparto, sino del que le da de comer). El uso del montaje paralelo para entrecruzar giros y recovecos es elemental –por momentos, incluso burdo– y algo similar puede decirse de los “accidentes” que inician efectos o ejercen tensión en las tres tramas: el bolso con el dinero, el papel olvidado. El resto, plano y contraplano de manual, en varios casos rodado a dos cámaras y “ponchado” como si fuera una tira de televisión.Hay algo esencialmente falso y ornamental en Amores infieles, que la escena en un club nocturno parisino ilustra y ejemplifica a la perfección. El escritor y su joven amante (Olivia Wilde) se encuentran en el boliche más chetamente tonto de París. O, lo que es lo mismo, en un set lleno de extras haciéndose pasar por clientes: el lugar es más parecido al ambiente de una de esas publicidades de Gancia que a cualquier disco real o imaginada. El supuesto ingenio del guión del propio Haggis se despliega en el último tercio, cuando las subtramas comienzan a integrarse y a chocar unas con otras. Es el momento “ah, entonces por eso esto era así y aquello asá”. Allí también comienzan a surgir como vómitos las muertes, las relaciones non sanctas, los imperdonables pecados del pasado y del presente. Gravitas a presión. Y que se note. Cine pretendidamente grave pero fatalmente liviano, tanto o más de fórmula que la quinta secuela de una de superhéroes, Third Person es la consagración definitiva de un estilo de cine tan alejado del mundo real como de la imaginación y la fantasía. Una suerte de neoacademicismo kitsch. El cine como purgatorio.
¡Andá a bailarle al ayatolá! Basada en la vida del bailarín iraní Afshin Ghaffarian, Bailando por la libertad es un exponente modélico de la biopic bombástica y con mensaje expuesto en gigantografía y colores fosforescentes. Y que, como afirma una pequeña placa al final de los títulos de cierre, si bien está basada en hechos verídicos, algunas de sus situaciones y personajes fueron creados con fines dramáticos y no guardan relación con la realidad. Lo cierto es que Ghaffarian escapó en el año 2009 de Irán, donde casi ningún tipo de danza está autorizada por el gobierno, utilizando un pasaporte falso y haciéndose pasar por director de un grupo de teatro en viaje oficial a Alemania. Allí, luego de la última representación, apareció en escena portando en una de sus muñecas un distintivo en apoyo a los simpatizantes del Movimiento Verde, la oposición civil al régimen de Mahmud Ahmadinejad. La ópera prima de Richard Raymond altera lugar y detalles de ese hecho y transforma el pequeño pero relevante gesto político en titánica performance y aparatosa lección de vida.Todo es más grande que la vida en Bailando por la libertad. Producción que, a pesar de tener un tratamiento del tema que podría pensarse típicamente hollywoodense, fue financiada por empresas del Reino Unido, rodada en gran medida en Marruecos (disfrazado de locaciones iraníes) y con un reparto eminentemente británico, con la notable excepción de la india Freida Pinto, la actriz de Slumdog Millionaire y principal gancho comercial del film. Nadie habla farsi, por cierto, sino un inglés que va variando su fuerte o débil acento extranjero dependiendo del intérprete, uno de los tantos elementos que hacen que la película pueda ser vista, bajo cierta mirada benevolente, como un anacronismo liviano, una sobreviviente de otras eras donde el “realismo” (ese concepto tan volátil) podía construirse de formas más sencillas. El joven bailarín (interpretado por el debutante Reece Ritchie, elegido sin dudas por sus dotes para la danza y su parecido físico con el Ghaffarian real) es el reservorio simbólico de las ansias de libertad y la lucha contra la opresión que el film presenta previsiblemente en blancos y negros plenos.Luego de la consabida escena durante la infancia que delinea y cristaliza al personaje, la cronología del protagonista adulto alterna escenas en la universidad –donde logra formar un grupo de danza under en el sentido más estricto–, su encuentro con el previsible interés amoroso (el personaje de Pinto, una joven adicta a la heroína, también es definido por un hecho del pasado), los encuentros con la Policía Moral y las marchas y manifestaciones apagadas violentamente por la Basij. Y llegará la secuencia del desierto, que da razón de ser al título original, en la cual el bailarín contará finalmente con una audiencia para demostrar su talento. Es un hecho indiscutible que el régimen iraní actual no aprecia demasiado las expresiones artísticas no reguladas y el caso del cineasta Jafar Panahi alcanza y sobra para demostrarlo. Pero Bailando por la libertad, con su enfoque estrictamente melodramático y su infantil mirada sobre la situación social en Irán, le hace muy flacos favores a la concientización global sobre el tema. Y, como puro entretenimiento, deja a Footloose –otra película con jóvenes rebeldes que sólo quieren bailar– casi al nivel de obra maestra.
Añoranzas por el fin de una era Basada en una historieta del propio Miyazaki, la película surge como un canto de amor y un homenaje al mundo de la aviación. Pero es también el retrato de una vida en tiempos turbulentos y una suerte de “despedida” de un modo de concebir el cine. El último largometraje de Hayao Miyazaki (último en todo sentido: hace poco más de un año el fundador de Studio Ghibli anunció su retiro definitivo) lo encuentra dando una vuelta completa al círculo de su vida profesional y creativa, el regreso a un tono más realista y dramático, equiparable al de aquellos trabajos para la televisión japonesa que lo tuvieron, en sus inicios en el oficio, como dibujante de fondos y diseñador de escenas de las series Heidi y Marco, de los Apeninos a los Andes. Se levanta el viento, basada en una historieta del propio Miyazaki, fue indudablemente un proyecto de enorme importancia personal para el realizador y su inflexión melancólica y empapada de tristeza exuda de principio a fin un sentimiento de despedida, de separación. Es, asimismo, un canto de amor y un homenaje al mundo de la aviación, en particular al de aquellos ingenieros que hicieron posible que el sueño de dominar el aire se haya transformado en concreta realidad, idea que atraviesa tangencialmente muchas de sus películas bajo la forma de fabulosas naves voladoras y que en Porco Rosso (1992) ocupaba el centro de la historia.A diferencia de una porción importante de su filmografía, Se levanta el viento elimina cualquier atisbo de elemento fantástico –con la evidente excepción de las secuencias oníricas que recorren el film– para afincarse en un realismo que le ha valido más de una crítica en su retrato del ambiente militarista del Japón de los años ’20 y ’30 (para este redactor, absolutamente injustificadas). Y es que el protagonista es Jiro Horikoshi, el joven ingeniero aeronáutico responsable del diseño exitoso de varios de los aviones caza utilizados por el gobierno japonés durante la Segunda Guerra Mundial. En ese sentido, la película de Miyazaki puede entenderse como el retrato de una vida en tiempos turbulentos, una biopic hecha y derecha; elección consciente y deliberada del realizador de Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro que, en varios pasajes, carga el relato de un cierto convencionalismo narrativo. A pesar de ello, una escena temprana como la del terremoto a bordo del tren (el Gran terremoto de Kanto de 1923) es el mejor ejemplo de su magistral manejo de las herramientas de la animación y el conocimiento de que su materia constitutiva permite una maleabilidad que ni el registro de lo real ni el hiperrealismo de la mímesis digital son capaces de alcanzar.Los sueños en un sentido metafórico son los motores de la narración y de la vida del protagonista: crear mejores aviones, vencer las fuerzas de la gravedad y la fricción, compensar la falta de buenos materiales y motores con un diseño novedoso. Los sueños reales acompañan al Horikoshi de la ficción desde la primera hasta la última escena: sueños irreales, imposibles y mágicos que incluyen la presencia de Giovanni Caproni, el pionero de la aviación italiana. (Difícil saber cuántos tintes autobiográficos se revelan en el film, pero baste decir que el padre de Miyazaki estuvo a cargo de una empresa encargada de fabricar piezas para los aviones nipones durante la Segunda Guerra.) Y luego está la realidad. La de un Japón ahogado por los problemas económicos y el desempleo y de una carrera de militarización y expansión territorial que llevaría a su pueblo a la guerra y al desastre de la derrota: “Japón va a explotar. Alemania también”, le dice al joven ingeniero un compañero ocasional de mesa cuando el conflicto ya es inminente. Finalmente, la ironía de que esos sueños hechos rotunda realidad terminarán siendo utilizados para alimentar la maquinaria de destrucción bélica. Como dice Caproni a bordo de una de sus máquinas voladoras: “Los aviones son sueños hermosos, pero también una maldición”.En la última parte del film la relación del protagonista con una mujer que eventualmente se convertirá en su esposa cobra especial protagonismo. Como la madre de las niñas que encuentran en el bosque a Totoro, la joven sufre las consecuencias de la tuberculosis, condición que amenaza la existencia misma de esa relación y que acerca a la película al terreno del melodrama clásico (otro elemento autobiográfico: la madre del realizador estuvo muchos años hospitalizada por esa enfermedad). Y de clasicismo precisamente está hecha Se levanta el viento, de un estilo de animación que el realizador sin dudas presiente en extinción –al menos en el terreno del largometraje de cierto presupuesto–, transformado en anacronismo por la dictadura de los volúmenes y texturas digitales. Como la despedida de Caproni hacia el final de la película, el adiós del sensei Miyazaki tal vez no sea otra cosa que la añoranza por el fin de una era.
Una versión que sólo agrega efectos especiales Con un presupuesto importante para los parámetros del cine no hollywoodense y un trío protagónico de alto impacto en el mercado europeo (el film es una coproducción francoalemana), la inmortal historia del príncipe hechizado y la hermosa joven que se transforma en su cautiva vuelve, una vez más, a las pantallas de cine. No es la primera vez que La Bella y la Bestia, el cuento de hadas de origen anónimo que ha tenido varias versiones literarias (las más famosas fueron firmadas por Gabrielle-Suzanne de Villeneuve en 1740 y por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, algunos años más tarde) es trasladado al medio cinematográfico de manera más o menos literal. Dejando de lado las decenas de relatos que en forma escrita o audiovisual han tomado como referencia algunos de sus temas centrales –de las novelas Nuestra Señora de París o El fantasma de la ópera a King Kong, por nombrar apenas tres ejemplos–, para los cinéfilos la adaptación definitiva sigue siendo la de Jean Cocteau de 1946, mientras que para el público en general ese podio lo ocupa ostensiblemente la versión animada de Disney de 1991.Ni Cocteau ni Disney, afortunadamente sin canciones y con apenas un baile minimalista, para recrear a esta nueva pareja despareja el realizador Christophe Gans (director de la hoy algo olvidada Pacto de lobos) y su coguionista Sandra VoAnh volvieron a las fuentes de la versión de Beaumont, aunque tomándose varias libertades a la hora de eliminar o añadir vericuetos de la trama y algunos personajes secundarios. El inoxidable Vincent Cassel como el príncipe transformado en monstruo leonino, la bella (valga la redundancia) Léa Seydoux como Belle y el veterano de infinitas batallas André Dussollier como su padre –a quienes se suma el español Eduardo Noriega como Perducas, villano creado para la ocasión– hacen lo que pueden con el exceso de guardarropía y la ostentación digital de habitaciones, escenarios naturales y seres enormes y pequeños que pululan en el castillo de la Bestia. En otras palabras, intentan no ser absorbidos por el superávit de bits que los rodean y que amenazan con anular cualquier atisbo de emoción genuina que pueda surgir aquí o allá.No se trata de ser purista ni mucho menos, pero el agregado de batallas entre humanos y gigantes de piedra o los perritos bizarros que acechan cariñosamente a la Bella parecen surgir no tanto de una necesidad creativa como de un brainstorming de accionistas preocupados por la aceptación del público infanto-juvenil contemporáneo. Sin ser horripilante (aunque ello puede depender en parte de la tolerancia al diseño de arte rococó y los colores chillones), La Bella y la Bestia versión 2014 está aquejada por una literalidad que elimina de raíz todas las capas metafóricas de la historia original. Incluso el subtexto ecológico injertado a presión está ahí, a la vista de todos, para que nadie pueda malinterpretarlo o pasarlo por alto. La trama avanza, es cierto, a velocidad crucero, y se agradece. Pero el automatismo en la sucesión de aconteceres y diálogos y la impresión de que las emociones han sido encapsuladas para un consumo veloz y pasajero no ayudan, precisamente, a elevar el relato por encima de un diseño visual que primero acapara y luego empalaga la vista. 4-LA BELLA Y LA BESTIA (La belle et la bête; Francia/Alemania, 2014)Dirección: Christophe Gans.Guión: Sandra VoAnh y Christophe Gans.Fotografía: Christophe Beaucarne.Montaje: Sébastien Prangère.Música: Pierre Adenot.Duración: 112 minutos.Intérpretes: Vincent Cassel, Léa Seydoux, André Dussollier, Eduardo Noriega, Myriam Charleins, Audrey Lamy.
Cuidado, madre hay una sola La sensiblería visual de Dolan no extraña en un film gritón y algo ampuloso, ideal para el despliegue de histrionismos, que alterna situaciones genuinamente emotivas con golpes de efecto melodramáticos de dudosa calaña. Director jovencísimo (nació en 1989) y prolífico como pocos (cinco largometrajes a la fecha), al québécois Xavier Dolan el mote de “niño mimado” le queda chico, particularmente luego de que su última película recibiera el Premio del Jurado del Festival de Cannes, distribuido ex aequo junto a nada más y nada menos que Jean-Luc Godard. Mommy regresa, una vez más, a un tema que parece obsesionarlo: las relaciones problemáticas entre madres e hijos, que ya estaban presentes –y de qué manera– en su ópera prima, Yo maté a mi madre, estrenada en ese mismo festival en el año 2009. Y si bien, como en aquella película, ciertas cuestiones ligadas a la sexualidad están también presentes en este último esfuerzo, son otros los problemas que ponen al borde de un estallido emocional al dúo central. La primera escena presenta a Diane (Anne Dorval), a la que todos llaman simplemente Die, luego de un no tan leve accidente automovilístico. Así, un poco en shock, sin auto y con algo de sangre en la frente, se presenta en la escuela para retirar a su hijo quinceañero, Steve (Antoine-Olivier Pilon), expulsado del lugar por provocar un incendio de manera indudablemente intencional.Por el diálogo que sigue entre Die y la rectora de la institución y los alaridos y epítetos de Steve que se escuchan a través de un walkie-talkie, resulta claro que ninguno de ellos calza ni remotamente en cualquier clase de arquetipo de madre o hijo ejemplar que se quiera imaginar, si es que tales cosas existen. Más datos: Die, cuarenta y pico de años, viuda y físicamente muy atractiva, sobrevive apenas con un trabajo que pende de un hilo (por cierto que la idea de supervivencia es muy distinta en la geografía canadiense); Steve, joven iracundo, solitario y agresivo con serios problemas de conducta y una fijación con la figura materna alterna episodios de violencia verbal y física con otros de absoluta dependencia emocional. Mommy concentra su atención en la posibilidad de reconstruir ese vínculo dañado, incorporando un tercer personaje a esa relación central, una vecina cuyos problemas de timidez la han alejado de la profesión docente y parecen estar acelerando la descomposición de su matrimonio.Dolan decidió rodar la película en un formato de pantalla perfectamente cuadrado, nunca antes utilizado en un largometraje, que extrañamente genera la sensación de ser más alto que ancho –ilusión óptica mediante–, como esos videos grabados de forma errónea con un teléfono celular. Decisión como mínimo caprichosa, ese formato asfixiante (como la relación entre los protagonistas, por supuesto), que puede defenderse a partir del constante uso del primer plano de los personajes –como si se tratara de retratos en movimiento–, en otros momentos no alcanza a contener a los actores en el cuadro, ante sus movimientos y los de la cámara misma. Resultan particularmente molestas las dos instancias en las cuales la imagen se “abre” a un formato más tradicional, utilizando el ancho de pantalla como metáfora de... ¿libertad, profunda algarabía, joie de vivre?Tamaña sensiblería visual no extraña en un film gritón y algo ampuloso, ideal para el despliegue de histrionismos, que por cada palada de cal echa también una de arena, alternado situaciones genuinamente emotivas con golpes de efecto melodramáticos de dudosa calaña. Resulta claro que uno de los objetivos de Xavier Dolan es provocar al espectador, llevarlo de la mano en una suerte de montaña rusa emocional con bruscos giros, subidas, bajadas y sacudones. Pero, en el fondo, detrás de ese lustre border y algo excéntrico que puede encandilar e incluso enamorar, no hay mucho más que un correcto telefilm de la semana sobre un chico con problemas de conducta y sus conflictos con la sociedad y el entorno más cercano. ¿Y qué hubiera pensado el drugo Alex DeLarge sobre esa ley de fantasía con la cual se abre y cierra el relato, excusa para el quiebre argumental y disparo de salva culposo sobre el espectador?
Cómo respetar los párrafos de Pynchon Joaquin Phoenix y Josh Brolin, entre otros, se lucen en una película que asume el desafío de trasladar una compleja obra literaria al cine: al cabo logra un vuelo propio que la independiza de la obra madre, sin por ello traicionar su esencia. Una “primera vez” esperada con ansiedad y algo de miedo por los lectores de Thomas Pynchon, Vicio propio lleva a la pantalla la letra impresa del autor de El arco iris de gravedad con respeto, imaginación y una necesaria dosis de autoconfianza. Inherent Vice tal vez sea la novela más trasladable (más “filmable”) de todas las escritas por Pynchon, pero ello no implica necesariamente que la historia de Doc, Shasta y Bigfoot –su tono, esa enorme personalidad, sus recovecos y resonancias– fuera fácilmente reconvertible en imágenes y sonidos. Mucho menos que la adaptación lograra un vuelo propio que seccionara el cordón umbilical, independizándola de la obra madre, sin por ello traicionar su esencia. Si el texto original es, entre otras muchas cosas, una relectura de la novela hardboiled pasada por el tamiz (lisérgico o fumado, ¿qué más da?) de una mirada desencantada sobre el fin de una era, la película de Paul Thomas Anderson retoma hitos y mitos del film noir clásico (y no tanto: los ecos de Barrio chino se escuchan en más de una ocasión) y los atraviesa de punta a punta con una flecha envenenada de imposibilidades personales, colectivas y narrativas.Lo esencial es inmutable: el investigador privado Doc Sportello recibe la visita de una ex, la flaquita y rubia Shasta, ansiosa por recibir ayuda ante lo que parece un típico caso detectivesco: un triángulo amoroso que puede en realidad ser cuadrilátero, la posibilidad de un chantaje, una tramoya criminal, sin dudas. De allí en más, después de una noche de pizza y porro, la cosa a Doc se le complica, como en cualquier aventura de sus padres putativos décadas antes. Un asesinato, la mala suerte de estar al lado del cadáver, una prostituta con pistas –que pueden ser falsas o no serlo–, la desaparición de un magnate y su amante, un puñado de nuevos clientes con encargos que se rozan, alambican y retuercen con el caso central. Y la Ley, personificada por el detective Christian “Bigfoot” Bjornsen, antítesis, némesis y complemento casi carnal de Doc, la otra cara de una misma, devaluada moneda.El guión del propio Anderson traslada y fija la narración central del libro –una narración inidentificable, inasible, ¿la de Pynchon?– a la voz de un personaje marginal pero de cierta relevancia: una amiga “del alma” y del alma (en el sentido espiritual de la palabra) de Doc, habitantes ambos de una Los Angeles circa 1970, ciudad que transita la resaca del hippismo, el amor libre y otras yerbas coterráneas y coetáneas con una pizca de orgullo, mucho cinismo y una fragilidad que se evidencia en cada vuelta de página. Un relato en off que describe y analiza, que aparece y desaparece, no tanto una voz experimentada –y mucho menos sabia– como esperanzada. Por momentos, el film toma prestadas líneas de diálogo y traslada literalmente colores, angustias y obsesiones; en otros, se vuelca a una reinterpretación de determinadas situaciones o elimina escenas completas (puede imaginarse, sin mucho esfuerzo, un primer corte del film de muchos más minutos que los 148 finales).Anderson recorre ese camino y sus miles de vericuetos con una morosidad constitutiva, marcada por planos extensos en los cuales la cámara describe lentamente –sea por traslado, paneo o zoom, movimientos muchas veces imperceptibles– a los personajes y a aquellos espacios que ocupan temporalmente. No menos delicada es la construcción de un tono sardónico, presente en la novela de Pynchon, que en pantalla puede confundirse con el de la comedia más visceral; tal vez esa sea la jugada más osada de Anderson. En ese cuidado por los detalles no es menor la elección del reparto, encabezado por Joaquin Phoenix (por momentos, su mirada transmite a la perfección esa mezcla de desconcierto y desamparo que late debajo de la capa exterior de dureza de Doc) y un Josh Brolin pulcramente afeitado que le impone al personaje de Bigfoot un peso específico indispensable. Acompañan, entre otros, Katherine Waterston, Reese Witherspoon, Owen Wilson y Benicio del Toro.Como en su anterior The Master y, fundamentalmente, en Boogie Nights – Noches de placer, Anderson se esfuerza por asir cierto espíritu de época por los bordes, obviando las superficies del diseño de producción –que, de todas formas, está presente, aunque nunca de manera expansiva o intrusiva– para concentrarse en los efectos colaterales sobre los personajes, las influencias directas e indirectas sobre formas de pensar, actuar, sentir y relacionarse con los congéneres. Por cada “groovy” y “far out” que surge de la boca de alguna víctima o victimario circunstancial, por cada fea construcción moderna erigida en cuadro, por cada objeto de utilería construido en falso acrílico, por cada tema musical de la precisa y sorpresivamente sutil banda de sonido hay un acontecimiento, banal o profundo, que describe un mundo en descomposición luego de la caída de las mil y una certidumbres. Que no es otro, en otras circunstancias y rodeado de otras tecnologías, que el mismo que habitamos aquí y ahora. Como si esos vicios redhibitorios del título original se escaparan a los saltos de la jerigonza leguleya para iluminar las tinieblas que habitan en el corazón humano. “¿O acaso el amor es más fuerte?”, podría afirmar de manera torva Bigfoot, luego de ingerir de manera poco elegante varios cientos de gramos de la más pura Santa Marta Gold.El guión de Anderson traslada y fija la narración a la voz de un personaje marginal pero de cierta relevancia.
Viaje a un pasado real e imaginario Con el último Fellini como referencia, el cineasta –y escritor y chamán– pone a uno de sus hijos, Brontis Jodorowsky, a interpretar a su abuelo paterno. Este, en el film, abandona a su clan y comienza un camino de cicatrización y transfiguración en el exilio. Que se estrene comercialmente en la Argentina La danza de la realidad, el regreso de Alejandro Jodorowsky al cine luego de un paréntesis de veintitrés años, es una rareza y un motivo para celebrar, más allá de la valoración que pueda hacerse sobre su último largometraje. Reconocido en nuestro país fundamentalmente por su faceta de escritor y chamán –el chileno es el creador de una técnica terapéutica llamada “psicomagia”–, sus películas han sido atesoradas por varias generaciones de cinéfilos, aunque no tanto por sus seguidores en el campo “espiritual”. Caso extraño que hermana su faceta como cineasta con la de Bruce Lee: en ambos casos, sus creaciones para la pantalla intentaron reunir y encauzar didácticamente trazos filosóficos o místicos en un puñado de narraciones cinematográficas (muy populares en el caso del chinonorteamericano, no tanto en el universo fílmico de Jodorowsky), que finalmente fueron recibidas con los brazos abiertos por un grupo de espectadores –masivo o reducido, poco importa– para quienes ese trasfondo resulta apenas secundario, siempre unos pasos detrás de las formas y movimientos de la superficie.Ciudadano del mundo –vivió en su Chile natal, en Francia durante algunos años y finalmente en su país de adopción, México–, poeta, dramaturgo, historietista y mimo eventual, tarotista, tuitero empedernido y director de cine esporádico, aunque consecuente con sus ideas sobre el medio, Jodorowsky es una suerte de hombre renacentista reinventado por la generación de Carlos Castaneda. Su breve filmografía (apenas siete largos y un corto a lo largo de casi seis décadas) es cualquier cosa menos arbitraria y su centro de poder descansa, no casualmente, en sus dos películas más famosas: El topo (1970) y La montaña sagrada (1973), ambas realizadas en México y justamente llamadas “de culto”, a tal punto de que su mera mención parece volver a poner en el lugar preciso a esa expresión devaluada por el abuso. Historias de trasformación y crecimiento personal, de muerte y resurrección metafísica, en ambos films la imaginería surrealista, los golpes de violencia real y simbólica y una capa de crítica política y social levitan por sobre cualquier imperfección técnica o creativa. El cine de Jodorowsky nunca fue ni quiso ser perfecto o bello en un sentido tradicional.La danza de la realidad es, en más de un sentido, una continuación de sus búsquedas cinematográficas, que siempre han tenido vínculos con otros realizadores y territorios: el spaghetti western en El topo, el giallo en Santa Sangre, el universo de Buñuel en Fando y Lis. Ahora la referencia más evidente (pero no la única) es la del último Fellini, el más autobiográfico y formalista. Rodada parcialmente en Tocopilla, el pueblo natal de Jodorowsky en el norte de Chile, la película es un viaje a un pasado real e imaginario en partes iguales, en el cual uno de los hijos del realizador, Brontis Jodorowsky, interpreta a su abuelo paterno, en algún momento entre fines de los años ’30 y comienzos de los ’40. Estalinista ateo de origen judío (ninguna paradoja allí, afirma el film), el Jodorowsky padre de la ficción es un hombre duro e inflexible a la hora de educar a su hijo (el debutante Jeremias Herskovits): en una de las primeras escenas, preocupado por sus actitudes de “mariquita”, lo llevará a la peluquería para cortar esa cabellera demasiado larga y dorada.Su madre, en cambio, personaje que dialoga sin excepciones en forma de canto, como en una ópera de lo cotidiano, es la madraza protectora, puro y eterno amor lactante (rotunda la presencia de Pamela Flores en ese rol, de una enorme entrega actoral). Pero como suele ocurrir en el cine del realizador, nada permanecerá inmutable con el tiempo. La madre, por caso, devendrá en entregadora de verdades y se transformará en guía ante la llegada de la pubertad. El padre, luego de pergeñar un plan para asesinar al dictador Carlos Ibáñez del Campo –anacronismo que no parece partir de un error de la memoria sino de una construcción histórica que cruza tiempos y espacios, un Chile políticamente mitológico–, abandonará a su clan y comenzará un camino de cicatrización y transfiguración en el exilio. Típico asunto de familia: otros dos hijos del director tienen roles dentro y fuera de la pantalla, y el propio A.J. aparece como una cruza de coro griego y ángel de la guarda.Como casi todas sus películas, La danza de la realidad es grotesca en varios pasajes. En otros, obvia, fea y torpe. Siempre consciente y orgullosa de su artificio, alejada tanto del academicismo como del miedo al ridículo, visualmente agresiva y barroca (¡esa reunión del P.C., esa curación mediante una lluvia dorada, esa banda de lisiados antisemitas!). A pesar de ello, difícilmente adquiera status de clásico en la obra del realizador. Como en las menos interesantes de las películas tardías de Fellini, cierto regodeo en la endogamia estilística y la autocomplacencia derriba los atisbos de frescura genuina, aunque hay algo ciertamente indiscutible: varias de sus imágenes resultan imposibles de olvidar. ¿Artista, bromista, farsante? Dudas que Jodorowsky ha protegido y cultivado a lo largo de toda su carrera. 6-LA DANZA DE LA REALIDAD Chile/Francia,2013Dirección y guión: Alejandro Jodorowsky.Fotografía: JeanMarie Dreujou.Montaje: Maryline Monthieux.Música: Adan Jodorowsky.Duración: 130 minutos.Intérpretes: Brontis Jodorowsky, Pamela Flores, Jeremias Herskovits, Alejandro Jodorowsky, Bastián Bodenhöfer.
Una geografía humana Tan alejado del patetismo para la galería como del cine de propaganda, aunque no menos firme en sus convicciones, Hamdan recuerda que un travelling sigue siendo una cuestión moral. Silenciosamente –según los arbitrios de la masividad cinematográfica– pero con un una voz tan audible como personal, la obra de Martín Solá continúa investigando mundos y a aquellos seres humanos que los habitan con la paciencia del artesano, ya se trate de un navío pesquero en las costas de Barcelona, como en su ópera prima Caja cerrada, o la transformación de un cartero puneño en eventual trabajador de una salina (Mensajero). El opus tres de Solá, que viene de recorrer una docena de festivales especializados en todo el mundo, fue rodado en tierras palestinas y forma parte de un proyecto de trilogía, con un segundo capítulo en Chechenia y un tercero en el Tíbet. “Tres lugares unidos por un drama similar: no ser reconocidos como país”, según declaraciones del propio realizador (ver entrevista). Proyecto sin dudas atípico para un documentalista argentino. E indiscutiblemente ambicioso.Hamdan concentra toda su atención en la crónica biográfica de Ali Mahmoud Hamdan Sefan, miembro de Al-Fatah detenido a mediados de la década del ’70 y encarcelado durante quince años en diversas cárceles israelíes. Escapándole al concepto de las “cabezas parlantes”, ese relato permanecerá en estricto off: cadenciosa, suave y con un hálito poético, la voz de Hamdan recorre el camino de su vida en Siria, el regreso a tierras natales con la misión de entrenar a un joven miembro de la organización, la posterior detención y encarcelamiento, las torturas y las breves visitas de los familiares. Su rostro en primer plano, serio y mudo, puede verse dos veces, cerca del comienzo y en el final de la proyección, testimonio vivo de una existencia individual y colectiva, de un hombre y una sociedad. Porque si algo intenta –y, en gran medida, logra– el film es registrar una geografía humana como reflejo y símbolo de un territorio, una topografía del sometimiento y el dolor, perfectamente sintetizada en la imagen de esa casa demolida sin más justificaciones que la violencia insana del que tiene el poder de ejercerla.Dibujada con trazos mínimos, conscientemente rigurosa en la elección y uso de los recursos audiovisuales, Hamdan recorre rutas y callejones palestinos en largos travellings que no llegan a ningún lugar específico, observa los derruidos pabellones de las cárceles abandonadas, se detiene en los rasgos de sus antiguos compañeros de encarcelamiento y sólo incluye dos entrevistas tradicionales a cámara –una a la madre del protagonista, la otra al tío del joven adiestrado por Hamdan– que ganan en potencia precisamente por su exigüidad. Eventualmente, las particularidades del encierro de ese hombre (¿justo, arbitrario, debido, necesario, excesivo?) se transforman en metáfora del encierro de un pueblo, que el film ejemplifica de manera sencilla e impetuosa en un último movimiento de cámara semicircular. Tan alejado del patetismo para la galería como del pseudo documental propagandístico, pero no por ello menos firme en sus convicciones, el cine de Martín Solá recuerda en cada plano aquella vieja máxima que afirma que el travelling es una cuestión moral. Y confirma que el fondo no es otra cosa que la forma.
Contra la normalización del goce sexual Siempre lúdico y prolífico como pocos en el cine francés de su generación, el director de La piscina plantea ahora la historia de una estudiante de clase acomodada que, como la recordada Belle de jour, se dedica a prostituirse de día. Prolífico como pocos compañeros de generación, el francés François Ozon continúa entregando un nuevo largometraje por año. Joven & bella pertenece a la cosecha 2013 (el realizador ya estrenó una nueva película, Une nouvelle amie, hace algunos meses en el Festival de Toronto) y es, como muchos de sus últimos esfuerzos, un film que puede tomarse de muchas maneras, con una notable excepción: su historia no es ni intenta ser una denuncia sobre los mecanismos sociales que pueden llevar a una adolescente a la prostitución. Aunque si tal fuera el caso –y como ocurre en casi toda la filmografía de Ozon–, se trata de una acusación recubierta por varias capas de barniz irónico y con fileteado de referencias cinematográficas y literarias varias. Ultimamente, el cine parece ser para el director de La piscina y Ocho mujeres una suerte de pasatiempo de salón para adultos. Y no está mal que así sea, aunque en determinadas ocasiones esa liviandad pueda ser confundida con superficialidad lisa y llana.Si en su anterior film, En la casa, se jugaba el juego de las cajas chinas narrativas, en el cual los límites entre ficción y realidad se borroneaban hasta desaparecer por completo, en Jeune & jolie la cosa es un tanto más clásica. Dividida en tres grandes bloques, el primero de ellos se centra en la iniciación sentimental de la protagonista, la bellísima Isabelle (la actriz y modelo Marine Vacth), una adolescente que el día anterior a su cumpleaños número diecisiete debuta sexualmente con un noviecito durante unas vacaciones en la playa.Más de una escena de ese primer tramo podría perfectamente pertenecer a un film de Eric Rohmer, con su atención al detalle en las relaciones amorosas, filiales y amistosas, de no ser por un par de cuestiones ajenas por completo al universo del gran cineasta nuevaolero, indicios de lo que aún está por venir: entre otras, la particular relación entre Isabelle y su hermano menor, que por momentos parece rozar el incesto, o la absoluta falta de interés de la protagonista en lo que está ocurriendo durante esa “primera vez”.Luego de una elipsis y ya de vuelta en París (el film está atravesado por las cuatro estaciones del año), el film reencuentra a Isabelle como estudiante y prostituta, siempre de día, como en la famosa película de Buñuel, y bajo el alias de Lea. Integrante de una típica familia de clase media francesa, las razones por las cuales la muchacha, que parece tenerlo casi todo, comienza a ofrecer servicios sexuales por Internet a cambio de un puñado de billetes de cien euros permanecerán en secreto y no serán nunca develadas.Ni siquiera cuando un psicólogo le tire en terapia un par de puntas posibles, en un diálogo que revela como pocos el costado perversamente burlesco de la película. Que Isabelle/Lea termine disfrutando del sexo –según dan a entender en algunos momentos– en compañía de esos clientes anónimos, en particular junto a un hombre que fácilmente cuadruplica su edad, es otro de los aspectos no tanto llamados a escandalizar como a generar cierta incomodidad en el espectador atento, sea éste hombre o mujer.Ozon coquetea con los aspectos menos políticamente correctos que plantea la situación, ubicando en el centro del relato –aunque siempre de manera indirecta– juicios y prejuicios sobre la sexualidad femenina. Es a partir de allí que Joven & bella vuelve a transformarse: digna descendiente del universo “chabroliano”, Isabelle soporta estoicamente los cordiales intentos por “normalizarla”, de borrar su reciente pasado de puta, hasta que el encuentro cerca del final con un personaje hasta ese momento oculto (Charlotte Rampling en un brevísimo pero significativo rol) abre nuevas posibilidades en su vida privada y pública.Es posible que el sedimento luego de la proyección se disipe más o menos rápidamente, pero algo es indiscutible: superando apenas por algunos minutos la hora y media de metraje, Joven & bella toma al espectador de la mano y lo lleva a un veloz recorrido lleno de curvas, sobresaltos y sacudones, aunque siempre atado a un arnés que impide un verdadero golpe. Si el destino final no es el deseado, al menos el paseo valió la pena. 7-JOVEN & BELLA (Jeune & jolie)Francia, 2013Dirección y guión: François Ozon.Fotografía: Pascal Marti.Montaje: Laure Gardette.Música: Philippe Rombi.Duración: 95 minutos.Intérpretes: Marine Vacth, Géraldine Pailhas, Frédéric Pierrot, Johan Leysen, Charlotte Rampling.
El retrato de una obsesión Para algunos seguramente poco altisonante, para otros demasiado convencional, La mirada del amor es de esas películas que suelen pasar desapercibidas en casi cualquier lugar del mundo. Pertenece a una raza de films que Hollywood producía regularmente hasta hace algunas décadas, pero que, excepciones al margen, ha quedado ahora restringida a la producción independiente de ese país. Las razones son diversas, pero no es menor el hecho de contar una historia de amor –y otras pasiones– entre dos personajes que dejaron atrás sus años de juventud hace un buen rato. El segundo largometraje de Arie Posin, en realidad, es tanto una love story como el retrato de una obsesión y puede ser vista como una relectura de ese clásico de clásicos hitchcockianos sobre pasiones encontradas, perdidas y vueltas a encontrar: Vértigo. De hecho, de los dos afiches de películas famosas que Nikki Lostrom hace colgar en las paredes de una casa (su profesión es difícil de describir: se encarga de dar estilo a inmuebles a la venta), uno de ellos es el del inconfundible diseño circular con fondo color naranja de la obra maestra de Hitchcock.Nikki enviudó cinco años atrás, en el transcurso de unas vacaciones en México, y si bien ha logrado rehacer su vida resulta evidente, por las inequívocas señales que la película acumula en los primeros minutos, que no ha logrado olvidar a su marido. Y que, tal vez, nunca ha dejado de amarlo. Como en Vértigo, será un museo el lugar del encuentro (o reencuentro), cuando crea reconocer las facciones de su ex, hasta el más mínimo detalle, en otro hombre que bien podría ser su doble. Posin hace sonar las vibraciones fantásticas durante un buen rato y son ésos, precisamente, los mejores momentos del film, cuando el guión da la impresión de que cualquier clase de sorpresa puede estar esperando a la vuelta de la esquina. Pero el tono que termina empapándolo es el del amor otoñal, acompañado lógicamente por una paleta de tonos ocres que la cámara acentúa cuando la pareja se hace compañía (la soledad de Nikki, en cambio, es fría y azul, como el agua de esa piscina que trae recuerdos tristemente imborrables).Algo similar ocurre con el retrato de la protagonista: su gradual pero evidente descenso a la obsesión amorosa y la locura –comprensible en su sensatez emocional y, precisamente por ello, más terrible– es barrido por una lógica romántica tranquilizadora que el apresurado cierre y la coda no hacen más que reafirmar, como si el film no se animara a dar algunos pasos más allá de ciertos límites. Pero La mirada del amor (extraño título local que elimina el “rostro” original, intercambiando a aquel que es observado por el que mira) tiene varios placeres para ofrecer, entre ellos las actuaciones centrales de Annette Bening, como la mujer enamorada, y Ed Harris en el doble papel de marido original y su doppelgänger, criaturas con virtudes y defectos que cargan en sus hombros un morral de recuerdos y una enorme fragilidad y que el dúo de actores crea sin aparente esfuerzo y notable poder de convicción. El film cuenta, también, con una de las últimas apariciones del recientemente desaparecido Robin Williams, en el rol de un vecino melancólico que, como todos –absolutamente todos– en la película, se ha enamorado de la persona equivocada. 6-LA MIRADA DEL AMOR (The Face of Love, EE.UU., 2013)Dirección: Arie Posin.Guión: Matthew McDuffie y Arie Posin.Duración: 92 minutos.Intérpretes: Annette Bening, Ed Harris, Robin Williams, Jess Weixler, Linda Park, Jeffrey Vincent Parise.