Un planteo prometedor que no logra evitar la mediocridad y los lugares comunes En un futuro bastante cercano, cada persona lleva "impreso" en su brazo un reloj holográfico en el que figura el tiempo que le queda de vida. Los más pobres tienen unos pocos días y, cuando salen de su jornada laboral en una fábrica, reciben una recarga de algunas horas más, como si se tratara del crédito de un teléfono celular. Los más ricos, en cambio, disponen de muchos años y pueden "dilapidar" décadas para adquirir productos de lujo o ingresar a zonas exclusivas. El tiempo es dinero, dice el popular dicho, y en esta película escrita y dirigida por Andrew Niccol (el mismo de Gattaca y coguionista de The Truman Show) esa sentencia es llevada al extremo. La premisa es ingeniosa e inquietante (una suerte de impiadoso darwinismo temporal para evitar la superpoblación en el seno de una sociedad muy represiva) y Niccol la expone en los primeros minutos con un buen despliegue visual (contó con el gran director de fotografía Roger Deakins) y con Justin Timberlake (cada vez más seguro en pantalla luego de su promisorio secundario en Red Social) como el típico héroe de clase baja que enamora a una chica rica y aburrida (Amanda Seyfried). Sin embargo, luego de ese inteligente planteo inicial, a Niccol y compañía, parece, les dio miedo de que algún ejecutivo de Hollywood pensara que desarrollarían un sesudo tratado filosófico sobre la condición humana y, así, a los pocos minutos prácticamente abandonan cualquier atisbo de reflexión sobre temas como la búsqueda de la inmortalidad y la permanente juventud, la codicia o la manipulación de las masas para transformar a El precio del mañana en un mediocre y previsible producto que atraviesa los tópicos básicos y cumple con todos lugares comunes de los subgéneros que podrían definirse como "carrera contra el tiempo" y "juego de gato y ratón". Demasiado poco para un film que tenía todas las posibilidades de ingresar en la historia grande de la ciencia ficción.
Atreverse... En principio, mis respetos hacia los realizadores de este film por abordar un tema tabú (al menos, en el cine argentino) como el del abuso infantil y la hipocresía de buena parte de la sociedad que se hace la distraída ante un tema bastante más extendido de lo que se está dispuesto a reconocer. Mis respetos, también, ante los muy buenos intérpretes del film, que han sabido aportar su profesionalismo y su integridad para que los conflictos que aquí se abordan no los superaran. Dicho esto, tengo que indicar que -para mi gusto- el film peca en varios pasajes de obvio, ampuloso y subrayado (y con ciertos maniqueismos a la hora de dividir entre "buenos" y "malos" a los abuelos de la pequeña protagonista o a los integrantes de la comunidad escolar que deben lidiar con el caso que aquí se cuenta). Tampoco me convenció una estética (con ciertos "vicios publicitarios") o una musicalización que me remitieron a un cine ochentista, ese que surgió en la primavera democrática del alfonsinismo. De todas maneras, más allá de los reparos que tengo frente a ciertas ideas del guión o de la puesta en escena, vuelvo a reivindicar que el cine nacional se atreva con valentía a exponer situaciones duras y que actores como el mítico Alberto de Mendoza o Analía Couceyro se arriesguen con personajes que hacen carne algunas de las peores miserias humanas (uno por acción y la otra por defecto). Allí reside el principal valor de una película que, en términos estrictamente cinematográficos, tiene menos hallazgos que en su poder de denuncia.
Reencuentros Este documental registra el regreso definitivo de este revolucionario del tango a su Buenos Aires luego de más de tres décadas de exilio en París. La ocasión -un verdadero punto de inflexión- es perfecta para que el Tata recuerde su pasado, analice su presente y piense en su futuro. La película tiene algunos momentos muy simpáticos (como esas charlas pletóricas de humor negro entre el protagonista y sus compañeros del Cuarteto en la trastienda de los shows, con esa intimidad que sólo se da en los camarines) y otros emotivos (como cuando el Tata va a visitar el predio donde estaba su casa, ya demolida). Porque estamos ante una película de reencuentro: con lugares, con amigos... con la propia esencia y la historia personal. También hay, claro, notables pasajes musicales con shows en vivo a puro tango y apariciones de grandes artistas que estuvieron vinculados a él como Paco Ibáñez, Enrique Morente o Eduardo Makaroff, de Gotan Project. Un más que digno testimonio de vida y de cultura que los seguidores del Tata sabrán apreciar y disfrutar en toda su dimensión.
Para saber cómo es la Navidad... Luego de dos joyas como Pollitos en fuga y Wallace y Gromit: La batalla de los vegetales (largometraje inspirado en los célebres personajes que emocionaron y siguen emocionando en decenas de cortos), la productora británica Aardman -asociada con Sony Animation- dejó algunas dudas con Lo que el agua se llevó, aunque el resultado final fue bastante satisfactorio. Esas dudas crecen con esta nueva incursión de esa sociedad en la animación digital (Nick Park y Peter Lord fueron en su momento los grandes héroes del stop-motion) que arranca con cierto ingenio y capacidad de sorpresa (juega con la gran incógnita infantil de cómo hace Papa Noel para repartir decenas de millones de regalos cada Navidad en los puntos más distantes del planeta), pero que luego cede a la tentación de resolver todo a puro vértigo y con una acumulación de enredos no siempre logrados. Está presente durante todo el film la tensión entre tres generaciones de la familia de papanoeles (el abuelo ya retirado que vuelve al rubro, el padre ya cansado y a punto de abandonar y los hijos que se disputan el puesto) que genera cierta gracia y hay un indudable know-how a la hora de construir el entramado visual, pero más allá de la belleza de muchas de sus imágenes y de algunos chispazos de humor eficaces, se perciben en Operación Regalo demasiado minutos que no trascienden la medianía. Estamos ante una buena película, es cierto, pero que al mismo tiempo nos deja con gusto a poco, sobre todo para una factoría que nos ha bendecido con tantos pasajes de Gran Cine, esos que aquí sólo aparecen en cuentagotas.
El film tiene tantos hallazgos como carencias; lo mejor son las escenas coreografiadas de danza y música El australiano George Miller se hizo famoso entre fines de los años 70 y mediados de los 80 con la violenta saga de Mad Max . Sin embargo, su estilo revulsivo cambió por completo cuando incursionó en Hollywood con un melodrama como Un milagro para Lorenzo o con un film familiar como Babe, el chanchito en la ciudad . En los últimos cinco años se dedicó por completo a la animación infantil con las dos entregas de la saga Happy Feet . Favoritos del cine desde hace ya bastante tiempo (aparecieron en documentales, en películas de ficción y, claro, en muchas producciones animadas), los pingüinos vuelven a ser los protagonistas casi exclusivos de esta secuela: el antihéroe perfecto es el pequeño Erik, hijo de Mumble y objeto de todas las burlas por su torpeza y por ser el "distinto", ya que, a diferencia de los otros integrantes de la comunidad, no sabe cantar ni bailar. El humillado Erik se escapa con sus dos primos y volverá para salvar, con la ayuda de pingüinos de otra raza (ellos son Emperadores), a sus pares de la muerte tras un derrumbe que los deja atrapados. El film tiene tantos hallazgos como carencias. Lo mejor son las escenas coreografiadas de danza y música (que van desde el rap hasta el gospel) y, claro, la calidad de la animación digital, que incluye un buen uso del 3D en términos narrativos. Entre lo negativo está la apelación bastante constante a los estereotipos (como el latino un poco bruto, gracioso y de gran apetito sexual), una subtrama de dos krills (pequeños camarones perdidos bajo el hielo) que intentan emular a la ardillita de La E ra de Hielo y que jamás se integra al resto del relato, y un tono aleccionador (políticamente correcto pero demasiado obvio) sobre los desastres naturales que provoca el calentamiento global o lo malo que es discriminar para reivindicar luego la solidaridad y la amistad. El espíritu didáctico tiene sentido en el cine cuando está sostenido por una historia atractiva. Si no, entorpece el desarrollo de una narración que primero debe entretener y, en un segundo plano, dejar a los más chicos un mensaje positivo. Aquí, parece, la prioridad no siempre ha sido ésa.
Una particular road movie que apela más a la cámara que a la acción La película arranca en un aserradero ubicado en Paraguay: un árbol gigante cae bajo los efectos implacables de una motosierra. Luego, vemos que desde allí sale un viejo Scania cargado de troncos rumbo a la frontera con la Argentina. Al volante aparece Rubén (notable trabajo de ese gran actor hasta ahora no del todo reconocido que es Germán de Silva), un curtido camionero con 30 años de experiencia al que su jefe le hace un extraño encargo: llevar a Jacinta (la convincente actriz no profesional Hebe Duarte), una mujer paraguaya (y madre soltera de una beba de cinco meses) hasta Buenos Aires, donde ella planea quedarse con unos familiares y buscar trabajo. Lo que sigue es una road movie de 1500 kilómetros narrada en su mayor parte desde la cabina del camión; es decir, una historia de cámara sin los grandes "eventos" y peripecias que suelen surgir en las películas de camino. En primera instancia, todo es silencio y resquemor. Giorgelli trabaja la incomodidad de ambos con pequeños gestos y miradas (al principio, como a los personajes, a la película le cuesta un poco arrancar y generar la complicidad del espectador). El, un típico solitario, es huraño e individualista, pero -poco a poco- con un trabajo bastante sutil por parte del director, ambos seres empezarán a tener alguna que otra actitud noble y se irán abriendo hacia el otro. No conviene adelantar nada más de la trama. Sólo que Giorgelli hace gala de una gran sensibilidad y de una convicción para la puesta en escena, para los climas intimistas y para la dirección de actores, que son infrecuentes en un director debutante (aunque en su caso tiene larga experiencia en la industria cinematográfica local). Las A cacias es un largometraje riguroso, noble y entrañable a la vez, una historia narrada con pudor, pero de una profunda ternura hacia sus protagonistas. Es una película chiquita en esencia, pero que demandó un enorme esfuerzo de producción (filmar desde, hacia y dentro de un camión, cortar rutas, trabajar con una no actriz y con una beba, etc.). Para destacar también los trabajos -llenos de matices- del fotógrafo Diego Poleri y del sonidista Martín Litmanovich. Giorgelli llega, recién a los 44 años, a su ópera prima. La recompensa -merecida- ha sido una catarata de premios en festivales de primer nivel, como los de Cannes, San Sebastián y Londres. Como dice el dicho, tanto para sus personajes como para él, "nunca es tarde?".
Después de hora Con su segundo largometraje, el madrileño Rebollo (director de Lo que sé de Lola y actualmente en plena posproducción de El muerto y ser feliz, rodada en varias provincias de la Argentina) ganó el premio al mejor director y el galardón Nueva Mirada de TVE en el Festival de San Sebastián 2009. En La mujer sin piano, se sumerge en las experiencias de Rosa (Carmen Machi), una ama de casa/depiladora ya madura que decide cortar con una existencia gris, tediosa y previsible, calzándose una peluca y saliendo a conocer la noche madrileña. Durante ese "después de hora" (es la crónica de un día en la vida de...) descubrirá bares y hoteles, prostitutas e inmigrantes, violencia, incomunicación, soledad, sordidez, burocracia, represión y un mal humor generalizado. También mantendrá una fugaz relación (no tanto erótica sino confesional) con un trabajador de la construcción polaco tan simpático como patético. Austera, sensible, tierna y melancólica. Divertida y triste a la vez.
Amada inmortal Ví Crepúsculo (2008), de Catherine Hardwicke; Luna Nueva (2009), de Chris Weitz; Eclipse (2010), de David Slade (la mejor de todas); y ahora Amanecer - Parte 1 (2011), de Bill Condon. Cuatro películas -de cuatro directores diferentes- para una saga de vampiros (y lobos), adolescentes y enamoradizos, dominada por un inmenos puritanismo, una tremenda solemnidad y serios problemas de casting. Pero... ¿a quién le importa? Una saga literario-cinematográfica sostenida por el marketing que funciona ¡y cómo! Una máquina de recaudar mucho en poco tiempo (aquí arranca con 205 copias que gracias al interlocking se multiplicarán en más pantallas todavía). Soy de los (pocos) que creen que para (intentar) comprender a los adolescentes de hoy y sondear de qué va la cosa en la industria del cine hay que "comerse" cosas como Amanecer - Parte 1. Mis colegas y amigos se ríen. "Ni en pedo" invierten horas de sus vidas en las nuevas historias de Bella Swan (Kristen Stewart), Edward Cullen (Robert Pattinson) y Jacob Black (Taylor Lautner). Allá ellos... Luego de "histeriquear" de lo lindo con el vampiro Edward y el lobo Jake, la humana Bella se decide por el primero y en esta cuarta entrega (iba a ser la última, pero -al mejor estilo Harry Potter- dividieron el libro final en dos partes) Edward y Bella se casan (primer tercio de película), se van de luna de miel a una paradisíaca isla cerca de Río de Janeiro donde finalmente tienen el tan demorado debut sexual a los 18 años (segundo tercio), ella queda embarazada y se irá convirtiendo en una vampiresa inmortal, lo que genera unos cuantos riesgos e incógnitas que mejor no develar (tercer tercio). Que Pattinson es un "paquete", que todo aquí es hiper conservador, que el film peca de frío y artifical... Todo eso ya se ha dicho aquí y en miles de otros medios. Rescato de este cuarto film algunas secuencias arriesgadas desde lo narrativo y lo visual (como el parto extremo de Bella) y ciertos pasajes en los que las CGI están al servicio del relato y no del regodeo. De todas maneras, nada ni nadie logrará que un fan de la saga (el tercer film vendió más de un millón de entradas en los cines argentinos) deje de consumir Amanecer - Parte 1, ni tampoco que algún desprevenido vaya a ver qué onda. Ya sé, esta reseña es no sólo inocua sino también contradictoria y, en definitiva, inservible (desechable). Creo que mis escépticos colegas tenían razón.
Una conmovedora producción coreana sobre la relación entre una abuela y su nieto Si alguien leyera que en el inicio de una película hay una chica que se suicida luego de haber sido violada por sus compañeros de colegio y que la protagonista es una mujer sexagenaria cuya calidad de vida empieza a degradarse a partir de los primeros síntomas de Alzheimer, podría imaginar con no poca razón que estamos ante un film de explotación, una de esas historias que se regodean en la sordidez y las peores miserias del ser humano. Nada de eso. El notable director coreano Lee Chang-dong construye con esos y otros elementos (el eje es la relación entre una abuela y su nieto) un melodrama exquisito en su realización y de múltiples niveles de lectura por su mirada no exenta de lirismo y cargada de significación. Habitué del Festival de Cannes (donde obtuvo por este trabajo el premio al mejor guión y el galardón ecuménico) y ex ministro de Cultura de su país, el director de Oasis , Peppermint Candy y Secret Sunshine continúa con su exploración del melodrama de fuerte espíritu humanista (aborda la posibilidad del perdón y la reconciliación incluso luego de situaciones extremas) sin por eso caer en la simplificación tranquilizadora. El film está narrado desde el punto de vista de una mujer de 66 años (extraordinario trabajo de la veterana y popular actriz Jeong-hie Yun) a cargo de su nieto, un adolescente rebelde que podría estar implicado junto a sus amigos en la apuntada violación de una chica de la escuela. Mientras la heroína trata de lidiar con el joven (y con las consecuencias de sus actos) y se encarga de cuidar también a un viejo que ha quedado prácticamente paralítico tras un infarto, empieza a sufrir los primeros efectos de su enfermedad degenerativa y se inscribe en un curso de poesía para adultos en un centro comunitario local como forma de catarsis y de exploración interior. Así, mientras va perdiendo de manera progresiva su capacidad para el habla y la memoria, busca de manera desesperada en los versos las palabras justas para describir su visión del mundo. Más allá de algún pasaje que peca de cierta inocencia (quizá para contraponerlo con la crudeza de los temas crudos que aborda) y de su exigente duración, estamos ante un film bello, profundo, trascendente, espiritual, inteligente y conmovedor.
Un film experimental que retrata a seres incapaces de expresar sentimientos Si hay algo que define al Nuevo Cine Cordobés -además de su gran capacidad de producción con mínimos recursos- es su diversidad. Hace dos semanas se estrenó en Buenos Aires una desprejuiciada comedia pop, romántica y musical como De caravana . Hace siete días fue el turno de un drama histórico sobre la corrupción política como Hipólito, y hoy se lanzan un documental de observación como Yatasto (en una sala de la Docta) y un film de clara apuesta experimental como El invierno de los raros . Esta ópera prima de Rodrigo Guerrero propone una estructura coral para narrar las historias (o, mejor dicho, describir los estados de ánimo) de seis personajes (hombres y mujeres, jóvenes y maduros) que deambulan por y se entrecruzan en una pequeña ciudad cordobesa mientras buscan establecer algún tipo de comunicación y, de ser posible, encontrar el amor. Relaciones entre amigas, entre una madre y una hija, entre seres que están obsesiva y secretamente enamorados de otras personas con la evidente dificultad a la hora de expresar sus sentimientos? De eso trata este film climático, atmosférico, existencialista y por momentos sutil que en su primera parte construye los universos íntimos de sus personajes y en su segunda parte (luego de un editado musical algo abrupto) plantea algunas mínimas definiciones. Más allá de cierto déjà vu a la hora de repetir algunas líneas de lo que fue el nuevo cine argentino surgido a fines de los años 90 (una propuesta no narrativa, un acercamiento documentalista con mucha cámara en mano y amplio espacio para la improvisación actoral, apuesta por el minimalismo y escasez de diálogos a la hora de describir la angustia y la soledad de sus criaturas), El invierno de los raros presenta a un director seguro de lo que (no) quiere y, también, de los riesgos que corre. Su cine no es fácil de asimilar porque no apela a la gratificación instantánea, pero estamos ante un artista con vuelo propio y una sana búsqueda de la experimentación y del riesgo. Habrá que seguir, entonces, sus próximos pasos.