Una pareja despareja Drew Barrymore y Adam Sandler vuelven a coincidir en Luna de miel en familia, tercer encuentro en pantalla para una dupla dedicada al amor que hace reír. Que el amor sea un buen lugar tiene mucho que ver con la risa, cierta capacidad para entender el propio ridículo, las posibles fisuras, el fracaso inevitable de algunas fantasías. Reírse hasta que se acabe el miedo y el amor enamore de nuevo. El cine inventó esa góndola para jugar al romance cómico y puso en las vidrieras a chicas lindas con galanes perfectos, a mujeres comunes y hombres un poco gastados, también caricaturas, y otros que están al medio de todos. Por ejemplo, Drew Barrymore y Adam Sandler: ninguno de los dos con los dones de los perfectos ni la excentricidad de los monigotes. Ella, una belleza poco habitual en Hollywood, más cerca de las comediantes de carácter que de las divas a las que por hermosas se les perdona la renguera de talento. Drew es actriz desde que está en el mundo (cómo olvidar a la pequeña Gertie, de ET) y maneja esa astucia para componer los papeles que disfruta: ser heroína sin perder el cable a la tierra de los humanos, falibles, imperfectos. Adam Sandler juega en las mismas canchas y le ha sumado algunas reglas propias al asunto, con un humor que se acerca de a ratos al desconcierto, como en Happy Gilmore o Embriagado de amor, comedias que pueden volverse en contra, cuando el ánimo está sensible a la humanidad de los personajes. Juntos hicieron La mejor de mis bodas y Como si fuera la primera vez, dos comedias románticas con las que les fue bastante bien y los animó a subirse a una tercera: Luna de miel en familia. En este caso, dirigidos por Frank Coraci, el mismo con el que hicieron la primera y que después trabajó con Sandler en Click. La historia aspira a representar multitudes: un hombre, padre de tres hijas, en cita a ciegas con una mujer, madre de dos varones. El odio cunde a primera vista y de a poco van enamorándose. Del amor vienen los planes y antes habrá que testear la convivencia de las familias a ensamblar. El programa los encuentra en un viaje al corazón africano en un resort de lujo, con todo lo que allí pueda pasar para alimentar la aventura. "No hago películas para complacer a los críticos", había dicho Sandler cuando cada vez que salía un filme suyo los calificativos que siempre aparecían eran bobo, torpe, complaciente, simple, infantil. Sandler va por su propia vía y casi siempre se encuentra con mucho público. De hecho es uno de los actores mejor pagados de la industria, rasgo que comparte con su compañera de elenco, a la que considera su amiga. "A los dos nos han pasado cosas en los últimos tiempos. Los dos hemos creado una familia, pero hemos mantenido el contacto y somos buenos amigos. Nos llamamos siempre que podemos", dijo el actor, consultado sobre el reencuentro con Drew, durante una rueda de prensa para promocionar el filme. "Amo a Drew. La conozco hace mucho tiempo. En las tres películas que hicimos tuvimos el placer de enamorarnos. En las dos primeras lo fingí. Pero esta vez, lo hice de verdad", dijo Sandler, poco después de que ella lo elogiara y volviera a decir lo tanto que lo admira. Más de 16 años después de la primera película juntos, Drew y Adam aseguran que la química entre ellos sigue intacta, pero mejor. El trabajo entonces les resulta más fácil y la improvisación ocupa una posición de privilegio en el set. "Improvisamos mucho, pero tenemos un guion grandioso. En algunas películas es un poco más flexible o son muy estrictos y no te dejan salirte del libro, pero en las películas de Adam también se puede jugar. Tenemos la comodidad de saber que estamos haciendo algo bueno, pero también el sentimiento de excitación y miedo de tener que producir material divertido para que puedan tener opciones durante la edición. Es divertido. La noche anterior uno tiene ideas raras, es asombroso", cuenta Barrymore. Y aunque la crítica fue hasta ahora despiadada con Luna de miel en familia, las glorias pasadas siguen funcionando como propulsores de cada cosa que hagan y ninguno pierde la calma hasta las hasta ahora desalentadoras respuestas de la taquilla. Drew y Adam tienen química, ese fenómeno emparentado con la magia capaz de mover montañas, de hacer reír y enamorar.
La fiesta de los perdedores Manual cantado de autoayuda para adolescentes marginados, una escenografía desplegada a medida de las fantasías de admiración que prometen salvar para siempre la autoestima maltratada de los raros del curso. Los personajes de Glee les debían a sus fans una edición extraordinaria de sus éxitos y las grabaciones de la nueva temporada no les dejaban tiempo disponible para armar una gira. Entonces pensaron para ellos un concierto cinematográfico en 3D, una fiesta de perdedores que se filmaría ante muchos miles de ellos y se compartiría en cines con el resto del mundo. La ocasión fue en Los Ángeles y a los clips musicales sobre fondo de telón rojo y bajo lluvia de papelitos, los mecharon con una selección de testimonios de gleeks reales, chicos y chicas que relatan en primera persona cómo cambiaron sus vidas sociales, afectivas y familiares después de convertirse al credo. Rachel, Fin, Kurt, Puck, Quinn, Mercedes, Brittney, Santana, cantan todos los chicos, solos o acompañados, como si llegaran recién de un recreo de la William McKinley High School, en jeans y zapatillas, emocionados por su propia voz y sintonizados como debe ser con el juego de brillar para ser vistos. La película que dirige Kevin Tancharoen conserva las marcas de la serie en los cuadros musicales y los magnifica en la escala de un show montado para que se luzcan en su propia luz, fresca y desprejuiciada, como si nada estuviera ensayado. El esfuerzo sin embargo no aporta nada nuevo. Glee en cine tiene lo mismo que en televisión, sin las tramas dramáticas, claro, pero suma varias (por momentos demasiadas) devoluciones testimoniales de los fans injertadas en el relato sin otro objetivo que el de subrayar lo que el fenómeno convirtió en himno: los impopulares también pueden ser especiales, la belleza de los sentimientos está más allá de cualquier defecto y el pop obra milagros para redimir a los bichos feos. Glee 3D es el concierto en vivo que los fans de la serie no verán más que en cine. Eso quiere ser y cumple con la misión. Están todos los éxitos: Don’t stop believing , el bis con Somebody to love , I wanna hold your hand , Gwyneth Paltrow como invitada especial –en anticipo de lo que Ryan Murphy ya está soñando como musical sólo para ella– Empire state of mind , Brittney en Slave for you . Todo lo conocido, mejorado con demasiada sutileza por el 3D, que pasa casi inadvertido. Apta para muy fanáticos y para recién llegados a la devoción. El gancho es precioso: la música suena más fuerte que esa parte del mundo que les grita que no son nada. Los perdedores resisten cantando, bailando, brillando.
Azul superficial Lo más atractivo será verles la piel afelpada, tersa, sin costuras. Azul como un chicle de crema del cielo. Los Pitufos eran criaturas mágicas, seres mitológicos inventados por Peyo para hablar de las virtudes imposibles y la inocencia perdida en un escenario medieval de caballeros, magos y pociones. La versión televisiva que asimiló el mundo con el filtro de Hannah Barbera mantenía el entusiasmo del autor por aquel universo idílico y el salto al cine apenas conserva los trazos gruesos de su esencia medular. Una película diseñada para llenar los ojos y dejar dormir a la imaginación. Todos los lugares seguros de las aventuras en la intersección entre realidad y fantasía, nada que sorprenda o emocione que no haya sido antes explorado con más riesgos en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? Encantada o incluso Dibu. Los pitufos entran a la dimensión de los humanos por un vórtice de luna azul, mientras escapan del malo de Gargamel y su gato Azrael, y desembocan en Central Park? de Manhattan. Por esas redes del destino y de Hollywood, terminan en el living de una pareja que espera un bebé, Patrick (Neil Patrick Harris?) y Grace Winslow (Jayma Mays?), encantadores ellos también, tanto como para justificar otro cuento de hadas, con sus muebles pintados a mano, sus caras angelicales y mejores intenciones. Seis pitufos para ellos, encabezados por Papá y arrastrados hasta allí por la torpeza de Tontín. Con ellos también Pitufina, Filósofo, Gruñón y Valiente, el recién llegado al protagónico, con atuendo escocés y patillas pelirrojas. Desde ahí, todo funciona con el vértigo, la ternura y las intrigas suficientes como para mantener la atención infantil, con lo más interesante de la propuesta apoyado sobre las actuaciones de Hank Azaria? como Gargamel y Jayze Mays en la cuerda sensible, la que conmueve al protagonista y lo reencauza hacia lo que de verdad importa en la vida. Patrick trabaja como marketinero en una empresa de cosméticos. Su jefa es Odile, en el cuerpazo de Sofía Vergara, y tiene que convencerla de que su nueva campaña es una gran idea, o perderá su trabajo. Odile quiere el mundo. Patrick, tocado por la magia pitufesca, le ofrece la luna azul que simboliza la magia, la pureza, aquello que mantiene unidos realidad y fantasía. Hasta ahí el sentimentalismo predecible. El filme también se da permiso para reírse un poco de los clichés, de las zonas más irritantes de la especie pitufa con su canción persistente en todos los estilos posibles. Canción para trabajar, canción de guerra, canción para ser felices, para enamorarse, para juntar raíces en el bosque. Los Pitufos son felices, están diseñados para eso y para ser transparentes, unívocos, buenos y nobles hasta el hartazgo. Después de una hora, sin duda, lo consiguen.
Coreografías de la hermandad Primero habrá que sacarse los rótulos, dejar paso a la posibilidad de que esos rostros y esas formas de mirar la comedia familiar se desplacen un poco hacia el territorio del desconcierto. Para eso están los pozos y los hermanos. Luis Marziano (Arturo Puig) vive en un country con cancha de golf y alguien está agujereándola para que se caigan los jugadores. Una especie macabra de las escondidas, donde la sorpresa es quedarse durante horas hundido dos metros dentro de la tierra. La estrategia de Ana Katz, directora y coguionista de Los Marziano junto a su hermano Daniel, es similar a la de un juego de incógnitas que no intentará alumbrar demasiado. En esa ocultación está el encanto y alrededor de los objetos y las situaciones ubica lo que realmente le interesa mostrar: sus personajes, sus dos mujeres y dos varones, invocados por la insatisfacción en un momento de fragilidad inexplicable. Juan Marziano (Guillermo Francella) tiene una enfermedad neurológica extraña que le impide leer. Ve las letras, las reconoce, pero no puede formar palabras. Su hermana Delfina (Rita Cortese), la mujer del medio y del intermedio, se hace cargo de buscar la cura con bastante más interés que el propio Juan. Lo aloja en su casa, le da plata, un celular que él no sabe usar, ropa y cuatro comidas. Ella está sola, va a clases de danza, enseña física en un secundario y la soledad se le nota en la manera en que levanta del platito la taza de café. Juan se preocupa bastante más por digitalizar los casetes de su programa de radio de hace 15 años. Padre separado y ausente, anda perdido en la ciudad con su mochila. Quiere acercarse a Luciana, su hija adolescente a la que ve casi nunca y la impotencia lo pone violento aunque no se dé cuenta. Además de no poder leer, hay cosas que tampoco puede ver, y tampoco se da cuenta. Luis rastrea los pozos, no quiere seguir ayudando a su hermano y medio al pasar nos enteramos de que ya le debe miles de dólares por un viaje a Chile, por una tintorería, la moto, otros intentos. Están lejos, los dos, enojados o encaprichados en el desencuentro. Delfina y Nena (Mercedes Morán), esposa de Luis, imaginan una partitura para la reconciliación. El cumpleaños de Luciana es una excusa y se lo van a festejar en lo del tío Luis. La espiral de las mujeres parece que va a acercarlos. Ana Katz nada más los muestra moverse y mirarlos es conmovedor.
Piraña 3D: molida nada especial Cinco minutos de Richard Dreyfuss, en una de sus más olvidables apariciones, son lo mejor de esta película que no hace demasiado esfuerzo en disimular el trazo grueso, descuidado, con el que se construyó un poco apurada y alrededor del morbo. El género impone decibeles de erotismo y pánico sin demasiados rodeos, adolescentes en la histeria eterna, una eterna previa que la trama ubica en el feriado norteamericano de primavera, en una ciudad costera llena de chicos lindos y chicas con ganas de sacarse la parte de arriba de la bikini. En eso se ocupa la mitad de la película, planos generales, medios y detallados de todas las versiones, colores y tamaños de topless, en juegos porno soft entre chicas salidas de un catálogo de conejitas Playboy y amagues de acción que siempre interrumpirán ellas, las pirañas. Elisabeth Shue es la alguacil del pueblo donde aparecen las pirañas prehistóricas que infestan el lago. Es la madre de un adolescente tentado (y cooptado) para la producción de una película porno arriba de un yate y de dos nenitos que deja al cuidado del mayor y que, por supuesto, van a quedar a la deriva a la primera de cambio. Elisabeth, desperdiciada, tiene el peor de sus momentos poco después de caer al lago infestado de pirañas, cuando descubre el cadaver mutilado de Dreyfuss y que desemboca en una escena donde, completamente seca y peinada, mira el horizonte como si se hubiera olvidado de sacar las milanesas del freezer. El resto serán avalanchas de sangre y carne picada abajo del agua, momentos de cine z y gusto bizarro que, en el intento de parecer verosímiles no fraguan en nada particular, ni siquiera en sus propios desbordes.
Comedia de situación incómoda Mocasines blancos sobre fondo de peperina y sierra chica. Una pareja descalibrada, vestidos los dos para una historieta de lugares comunes sobre la celebración del mal gusto, de la viveza criolla y las aspiraciones de medio pelo. Boca de fresa arranca con la promesa de comedia costumbrista y por un rato pone en el centro a Oscar (Rodrigo de la Serna) una versión de Isidoro Cañones, que en este caso opera como productor de nuevos valores con aspiraciones al ranking del pop latino. Oscar y Natalia (Erica Rivas) se iban a ir a Miami con los ahorros de ella, con las ganas de ella y el inglés que ella está aprendiendo en clases particulares. Él tiene otros planes y la engatusa para que lo siga por un rato en la búsqueda de los derechos de autor del nuevo hit de la música sueca, Papá Mono, una canción que su tío Roberto (Carnaghi) produjo hace 20 años y que ahora acumula en Sadaic más que Lito Vitale. En descapotable blanco como los mocasines se van los dos a un rincón de las sierras, cada uno en un viaje distinto, hasta que el desencuentro sea total. Entonces la película empieza a tratarse de ella, se convierte en un drama íntimo, abandona los primeros clichés y elige otros pocos, menos obvios, descubre matices y se deja llevar por la incomodidad que sembró al principio. Boca de fresa se trataba de todo lo que podía pasarles a dos desencantados cuando se topan con la punta de una maravilla. Allí pone el director a Juan Vattuone, cantor consagrado de tangos que debuta como actor en este filme y lo hace con su nombre de pila. Es el dueño de Papá Mono y del filón de oro que Oscar persigue. Rivas y De la Serna se turnan en los dos tiempos de drama y comedia que maneja la película, un pulso incómodo que tropieza por momentos pero que en la segunda mitad de la trama conquista con buenas armas. La Mona canta para los títulos finales. Su canción le ha ganado a Papá Mono en los rankings que desvelan a Oscar. Pero esa es otra historia.
Gato encerrado El éxito y la vigencia de una historieta, sobre todo de humor, mal se explican por los argumentos de su factura plástica o del despliegue visual del que sea capaz en sus viñetas. Que sea original, habilite recursos gráficos o explore posibilidades para el relato son mejores argumentos que la flexibilidad para adaptarse a las nuevas maravillas de la técnica digital o el cine en 3D. Gaturro pasó al cine en tres dimensiones y en el afán por no cometer errores se desdibujó con la insistencia por ser todo lo que se espera de una película para el entretenimiento prelavado. Un gato encerrado en una caja maravillosa de efectos visuales, en todos los lugares comunes del cine de acción impermeable a los riesgos y secuencias que dejan la sensación de que las atravesamos mil veces, con poco espacio para la sorpresa y la poesía que suelen habitar al personaje cuando aparece en papel de diario. La aventura encuentra a Gaturro en un nuevo episodio de sus interminables intentos por conquistar a Agatha y ganarle la competencia a Max, el gato millonario que siempre termina por deslumbrarla. La primera media hora conquista todo el terreno que la segunda mitad confía a las fórmulas probadas y predecibles. Los personajes se instalan, atrapan, aprovechan el movimiento, sonido y dimensiones pero se diluyen en una sucesión de situaciones de comedia y acción que nunca terminan de traccionar el magnetismo hasta el final. Gaturro se quiere hacer famoso para que Agatha lo considere atractivo, hace un casting, se vuelve una estrella, encuentra un amigo ratón que se llama Rat Pit y lo entrena en el método actoral, aparecen un par de canciones para amenizar la espera, en el trayecto hace todos los desastres que esperamos que haga y reflexiona bastante menos sobre los humanos, el mundo y la vida de lo que suele hacer desde la contratapa de La Nación . Incluso así es adorable y con el carisma le alcanza para sobrevivir en la historieta sin fin, sostenida por un guión correcto pero insulso, iluminado por algunas ocurrencias que se deslizan en segundos planos pero sin el vigor necesario para insuflarle vida a un esquema que nunca intenta salirse de lo convenido.
Soltá esos juguetes La Navidad, los cumpleaños, una costura que se abre o alguna pieza que desaparece para convertirlos en basura. Los temores de los juguetes son desoladores y todos tienen que ver con el abandono y la impotencia. Ahí aparece Pixar, que hace 15 años empezó a hacer terapia con los muñecos y dedicó tres películas a una épica sobre el oficio de animar y a los conflictos de una pandilla de juguetes con más vida propia que la que ellos mismos quisieran. Por la expectativa y el tiempo transcurrido, la continuación de la saga imponía una variación en el mecanismo de conjura de los miedos y la tercera parte de Toy Story debía ser la vencedora: la que se metiera de cabeza en las fantasías oscuras que se tejen dentro de un baúl, mientras los chicos crecen y el futuro se parece cada vez más al olvido. Andy se va a la universidad y Woody no se resigna a dejar de ser jugado. Confía en que algo de aquella devoción mutua permanece intacta. El viaje será para que el vaquero recuerde que aferrarse a lo conocido será desaparecer, que la magia no existe fuera del juego y que la lealtad de sus amigos animables es tan valiosa como la de su amo. Hasta ahí la fábula, el resto es otra maravilla del género, prueba de que las terceras partes pueden ser mejores que las anteriores. En Toy Story 3 hay acción, comedia de situaciones y enredos, tributos al cine de escapes carcelarios y bastante más drama del que se espera de un cuento fantástico. Woody está en la encrucijada más complicada de su vida de trapo: seguir a su dueño o rescatar a sus amigos de un destino incierto en la guardería Sunnyside, donde fueron donados por la mamá de Andy. Pixar dibuja un universo a medida del aprendizaje con apariencia de paraíso de juegos, donde los niños nunca se acaban porque cuando crecen llegan otros nuevos. Para garantizar que la mezcla fragüe, el humor interviene con tono dominante, con escenas como la de Buzz activado en modo Demostración y reseteado con algunas consecuencias indeseables. También aparece Ken en una avalancha ochentosa de muñeco de torta glam, y del lado de los villanos está Bebote, un muñeco con un ojo desviado y mamadera interminable, dominado por Lotso, oso de peluche que se presenta como un padrino bondadoso pero que ha perdido la fe en el amor humano: sin dueños no hay dolor, dice, y poco después muestra la hilacha. Si la pesadilla más temida era terminar en una bolsa de consorcio, los juguetes de Andy no sólo llegarán al camión compactador sino que poco después deberán asumir que el tiempo de la infancia siempre se acaba y que las despedidas son parte del amor eterno. Por suerte para ellos, Pixar también pensó en un relevo interesante: Bonnie, una niña muy parecida a la Boo de Monsters Inc, y que entra en escena para habilitar la salida superadora. La historia parece terminar en trilogía, pero con Woody nunca se sabe.